El códice de las brujas es un nuevo ladrillo en la construcción de un universo revisitable, protagonizado por monstruos clásicos, y que Víctor Conde lleva desarrollando desde 2009. En esta ocasión, la brujería es un pretexto para denunciar el fanatismo extremista.
Víctor Conde prosigue en El códice de las brujas (Dolmen Editorial, 2015) con su plan de dedicar un libro a cada monstruo clásico. Su idea es ambiciosa y funciona como un inmenso telar literario de múltiples hebras (algunas ya tejidas en 2009, 2011 y 2014): Conde no quiere tanto hablar de monstruos como, sobre todo, crear un universo revisitable en sus obras. No es de extrañar que esta novela contenga veladas -casi esquinadas- alusiones a sus tres libros anteriores, centrados en los zombis, los licántropos y las sirenas.
Pero más que sobre brujas y brujería el autor canario escribe esta vez sobre fanatismo. En su producción no hay lugar para la casualidad o la improvisación; por eso, no debe de extrañar que el libro se ambiente en el Cinturón de la Biblia, en el corazón de los Estados Unidos profundos, en 1984, durante el punto más álgido del mandato del presidente neoliberal Ronald Reagan. En pleno contexto delirante, casi más espantoso que la ficción macabra narrada en las páginas de la novela.
A Conde le apasiona pulverizar tópicos con sus protagonistas. Si en He oído a los mares gritar mi nombre (Dolmen, 2013) las heroínas era una pareja de lesbianas, en El códice de las brujas el héroe difícilmente se llevará a la chica o sobresaldrá por sus dotes sociales: el antihéroe de la función es un ratón de biblioteca gordo y apasionado del cine underground llamado Vincenzo Strada, autoridad teórica en materia de rituales, hechizos y bibliografía oscura. Es el improbable salvador del mundo que, sin embargo, acaba evitando un cataclismo por ser precisamente la persona adecuada en el lugar preciso. Las tres brujas «benévolas» de esta novela se referirán a él como «El Testigo», porque su rol será contemplativo en su casi totalidad. Será a través de sus ojos por los que veamos la realidad y sintamos un cierto deseo de escapar corriendo hacia pastos más saludables.
Strada, como Conde, es descreído, incluso en las materias en las que es una eminencia. Constituye un contraste: estará en el medio, como observador («testigo»), de dos facciones de creyentes. En un extremo tendrá a su mentora Cora Westerdhal, representante de las creencias paganas, y a su ejército de desarraigados; en el otro, se situará el reverendo Pope, una suerte de cruzado intolerante más cercano a Jakob Sprenger que a un santo de la hermenéutica. Westerdhal y Pope mantendrán un enfrentamiento radiofónico, de nueve páginas, que hará las delicias de quienes recelan de los dogmas. Valga este comentario de advertencia a los inflexibles de la verdad única: Conde, por medio de la doctora de mente rápida, les dejará aplastados con argumentos que refutarán categóricamente sus absolutismos. Si alguien con perfil intransigente hojea este cruce dialéctico, le recomendamos que se provea de una buena cantidad de clínex. Los necesitará más que cualquier rosario.
Pero El códice de las brujas no pretende imponer ninguna visión sobre otra. Es, ante todo, una novela de entretenimiento, notablemente mejor que su antecesora He oído a los mares gritar mi nombre porque el tema no sólo da para más sino porque Conde lo explota bastante más hábilmente. La novela del escritor tinerfeño está a medio camino entre una película de la Hammer y la revisión cinematográfica brujeril de la última década. Sus brujas son tanto ancianas monstruosas como madres de familia y hechiceras domésticas. Podrían ser tanto criaturas del Círculo de Cthulhu como personajes de Shirley Jackson.
Está claro que cada uno de estos libros con monstruo, cada pieza de esta matrioska literaria, es un pasatiempo. En cuanto a lectura y gestación. Conde practica en cada título un juego solitario, a la manera de Lovecraft y sus seguidores: cita cada vez que puede un universo cerrado y autoreferencial, que va cobrando siniestra consistencia en sus páginas. En los libros de Conde acechan sombras que se alargan como amenazas y en las que se vislumbran peligros latentes. Como en los grimorios de los cthulhianos, la visión de conjunto puede conducir a la locura y a la desesperación fatal.
No todo parece perdido. Víctor Conde todavía deja un resquicio para la esperanza en la sonrisa de su prosa: «Los complots metafísicos sólo ocurren en las novelas de terror baratas». Es muy de agradecer el golpe de humor autoparódico, pero cada vez abundan más las señales del Apocalipsis. En los videojuegos, en el cine (dos industrias de las que se nutre, con aplicación, la obra de Conde), y en cada tuit del inquilino de la Casa Blanca.