Ilustración realizada por Florian de Gesincourt (Ready Player One)
Esta semana las carteleras de medio mundo estrenarán la adaptación de Steven Spielberg de Ready Player One, la novela de Ernest Cline claramente enfocada a nostálgicos de la cultura popular de los 80 y a frikis. La novela resulta disfrutable hasta algo más de su mitad: más allá de ella, adolece de una pésima precipitación y prisas.
El principal motor de su pronta y consolidada fama ha sido su descarada y constante apelación nostálgica a la década de 1980. En un tiempo en el que las revisiones, los remakes, las reediciones o las reconstrucciones de las obras clásicas modernas y contemporáneas parecen estar en la cresta de la ola, Ernest Cline ha sido uno de los pioneros en dar con esta tecla y pulsarla con la fuerza adecuada, por lo menos en lo que a la ciencia-ficción se refiere. Las claves del éxito: una trama, unos hilos argumentales y unas referencias contextuales totalmente asentadas en el periodo al que la reinante nostalgia actual no ha dejado de mirar desde el comienzo de esta infernal crisis económica global en la que llevamos ya (¡se dice pronto!) una década inmersos.
En el centro de esta espiral de lágrimas y diversión, uno de nuestros congéneres: James Halliday. Un archimillonario programador informático nacido en 1972, creador del mundo virtual más importante y centro neurálgico de la vida humana en el futuro próximo de 2041, OASIS.
Iustración
Cole Marchetti
(La primera Clave)
Iustración Kevin Mark (Corsario, ¡quiero mis galletas de vuelta!)
Dentro de su creación, las personas desarrollan su vida o incluso aspiran a desarrollar una segunda personalidad, otra forma de ser y otra forma de actuar disociada de su “yo” material. Se trata de un mundo electrónico paralelo, donde las reglas del creador han marcado los límites de un nuevo marco de convivencia, hasta el punto de que es la empresa creadora del programa, GSS (Gregarious Simulation Systems), la que dice cómo (pero también dónde, quién o cuándo) pueden hacerse o conseguirse las cosas. Un poder omnímodo al que sólo James Halliday tiene completo acceso, para bien y para mal. Por suerte, Halliday no es mal tipo, aunque sí extraordinariamente extravagante y huraño.
La novela arranca, prácticamente, con la noticia de la muerte de Halliday. De la noche a la mañana, el cetro del inmenso poder de OASIS queda sin dueño. En el afán por dejar su legado atado y bien atado, como si de dictador militar o Borbón se tratase, entre un vídeo y un testamento deja fijadas las normas de una competición, a modo de yincana, cuyo vencedor heredará todo su poder sobre GSS y sobre OASIS. Para conseguirlo habrá que desentrañar distintas claves que conducirán a tres llaves que darán acceso a un huevo informático, que a su vez será la puerta de entrada al control total del programa y de la empresa. Un premio demasiado suculento como para que los acérrimos admiradores de Halliday, frikis, avariciosos o hambrientos de poder lo dejen escapar. Así que, casi inmediatamente, se organiza la (conocida como) “La Cacería” del huevo de pascua Halliday, con millones de cazadores, o gunters, al acecho.
Ilustración
de Daniel Landerman
(The Breakfast Club)
Ilustración de Kristian Llana
Pero además de extravagante, avisamos, Halliday era también huraño. Pronto todos esos optimistas e ilusionados cazadores descubren que semejante premio no será una presa fácil. Descifrar las pistas requiere mucho del conocimiento que Halliday tenía, hasta rozar la obsesión, sobre los años de su infancia y, especialmente, sobre aquellos elementos que más contribuyeron a alegrarle su amarga existencia: libros, películas o series de ciencia-ficción o de fantasía… Una serie interminable de referencias ochenteras que el libro selecciona, desgrana y explica mientras transcurre “La Cacería”, y que los más selectos frikis y nostálgicos de aquellos años disfrutarán como niños, sobre todo en la primera y segunda parte del texto (que es donde más abundan estas referencias, hasta alcanzar límites de hartazgo sólo tolerables por los más nostálgicos).
Y, como en toda buena caza que se precie, aquí tenemos también los bandos antagónicos de rigor. Por el lado de “los buenos”, a Wade Owen Watts (alias Parzival), un joven pobre y huérfano cuya tía, con quien vive en un estacionamiento de caravanas en Oklahoma City, no hace más que vejar y humillar a la más mínima ocasión. Mientras que por el lado de “los malos” está la gigantesca compañía suministradora de servicios digitales y de internet IOI (Innovative Online Industries), coordinada por el inteligente y frío informático Nolan Sorrento. Ellos dos, Wade y Nolan, mentes de elevada sagacidad, liderarán a dos distintos grupos de secundarios en la cacería por el poder de OASIS.
Ilustración
de Lincoln Hughes (The Stacks)
Ilustración de Kirill Khrol (Tormenta)
A la vista está, la trama rezuma originalidad por los cuatro costados, demostrando que a Ernest Cline no le faltan ideas a la hora de pergeñar una historia capaz de interesar y apasionar a millones de lectores. Pero su desarrollo ya es harina de otro costal.
La novela tiene un grave problema de ritmo que lastra la lectura de principio a fin. A través de este grave problema se ve la existencia de una pésima planificación creativa donde los pilares generales, que se desarrollan con tranquilidad al comienzo de la novela y sobrepasan la mitad del texto, se tenían bastante más claros que el desarrollo y evolución de la trama. Una trama que, además, cuando se decide por fin a fluir, lo hace a velocidad de vértigo hasta detenerse en seco en un final precipitado, en nuestra opinión incluso incompleto, que deja la novela desequilibrada: coja en el desarrollo de sus personajes principales y secundarios, y superficial en el desarrollo de alguno de sus temas (tan actuales como la neutralidad de la red o las consecuencias de las tecnologías digitales sobre las relaciones humanas).
Puestos a buscar una causa por la que este problema es tan acentuado, la precipitación nos parece una explicación lógica. Se ha querido sacar el bollo del horno con demasiada rapidez, y por eso su primera parte parece bastante más elaborada y pensada que la segunda, a su vez la segunda parece bastante más elaborada y pensada que la tercera, y la tercera nos da la impresión de ser un apaño rápido escrito a la velocidad del rayo que, para más inri, culmina con un vergonzante capítulo final incapaz de cerrar muchas de las incógnitas que la novela abre.
Aquí es cuando tenemos que referirnos a la presunta secuela en la que estaría trabajando Ernest Cline para Ready Player One. Anunciada por primera vez en 2015, no estaba inicialmente prevista. Menos pensada todavía estaba la posibilidad de una trilogía, a la que parece que ahora apunta. Pero suponemos que el autor, al ver el éxito y popularidad de la novela, junto con las ventajas de enganche que le ofrecía la chapuza perpetrada en sus capítulos finales, se lanzaría a la idea con el símbolo del dólar en los ojos. Pocas esperanzas podemos depositar en quien se mueve con esta lógica, más próxima a las de IOI que a las de Wade, y que demuestra un escaso compromiso con la ética debida de un escritor para consigo mismo, para con su obra y para con sus lectores.
Ilustración de Bastiaan Konh (Daito)
Por eso, debemos acabar recomendando Ready Player One a los nostálgicos de la década de 1980 que quieren leer una trama trufada de referencias a esta época y donde muchos de los iconos culturales de su infancia son clave interpretativa fundamental. Incluso la aconsejamos para los lectores de novela juvenil: el protagonista heroico generacional, las referencias socioculturales a su realidad cotidiana (que las hay, y a montones, porque aquí 2045 no es muy distinto de 2018), y los videojuegos, son puentes de conexión evidentes que pueden hacer de este libro un producto disfrutable. Fuera de estos dos grupos, la novela, con evidentes limitaciones creativas acentuadas por las ansias de un autor más intersado en publicar que en hacer las cosas bien, resultará disfrutable por momentos y frustrante la mayor parte del tiempo.
Aquí hay mucho material malogrado. El potencial de la novela es inmenso pero el resultado es pobre, aunque divertido en algunas de sus partes. Ready Player One es un ejemplo perfecto de cómo una excelente idea creativa puede convertirse en popular a pesar de que su desarrollo apenas roce lo suficiente para conseguir entretenerse leyendo un rato.
Ilustración realizada por David Cancellario D´Alena (Ready Player One)