«La Naturaleza no ha encontrado más que una forma de organizar la materia viva. Hay, sin embargo, otro método más simple, más flexible y más rápido en el que la Naturaleza aún no ha pensado.» (Karel Čapek, R.U.R.)

Tenía 20 primaveras cuando le llovió de improvisto la idea para su primera obra de teatro. Karel Čapek, que quería ser dramaturgo, corrió al estudio de su hermano Josef, un joven pintor que exploraba el cubismo desde la recién nacida Checoslovaquia. «Escucha, Josef,» comenzó el autor, «creo que tengo una idea para una obra». «¿Qué tipo de obra?», masculló el pintor, que en aquel momento sostenía una brocha entre sus dientes. Y Karel se la explicó.

En una isla, como la del Doctor Moreau, se encuentra la fábrica de Rossum, la primera compañía del mundo productora de seres artificiales. Creados a imagen y semejanza de los humanos, estos seres poseen unas habilidades extraordinarias, pero carecen de sentimientos. No pueden amar, ni odiar, ni sentir dolor, envidia, o lástima, porque así lo han querido sus creadores. Sin embargo, son ingenios capaces, fuertes e inteligentes. El director ejecutivo de la fábrica, Harry Domin, exporta estas fascinantes máquinas por todo el globo para liberar al ser humano de los pesados trabajos manuales. Pronto, sus creaciones empiezan a ser usadas también como carne de cañón en los campos de batalla.

Un día llega a la isla Helena, la inocente y bienintencionada hija de un importante político. Domin y su equipo de investigadores, ingenieros y doctores, la reciben por deferencia hacia su padre. Activista en la Liga de la Humanidad, Helena aboga por la liberación de estos seres y pide a los dirigentes de Rossum que doten a las máquinas de los sentimientos que les faltan para convertirse en humanos. Favorecida con los mismos encantos que su célebre tocaya de Troya e igualmente predestinada para desatar el caos, enamora a todo el personal de Rossum y termina casada con Domin.

El jefe de laboratorio de la fábrica cede con el paso de los años al embrujo de Helena y comienza a introducir las alteraciones en los diseños que la mujer anhela. Los cambios resultan ser catastróficos: las máquinas toman consciencia de su esclavitud y se rebelan contra los humanos en una conquista despiadada de todo el planeta.

“Escríbela,” insistió el pintor, sin levantar la vista del lienzo o sacarse el pincel de la boca. Su indiferencia resultaba insultante. “Pero,” dijo el autor, “no sé cómo llamar a estos trabajadores artificiales. Podría llamarles Labori, pero me resulta un poco libresco.”

“Entonces llámalos Robots,” murmuró el pintor, brocha en boca, y continuó su trabajo.

Así nacieron los primeros robots, en una obra de teatro llamada R.U.R. publicada en 1920 y llevada a escena tan sólo un año más tarde; o, al menos, así es cómo lo contó el diario Lidove Noviny, en su edición del 24 de diciembre de 1933. Karel Čapek era ya un dramaturgo consagrado cuando se publicó este artículo y su ópera prima sobre cómo el progreso tecnológico de entreguerras podía desencadenar la destrucción de la humanidad había brillado en las salas de Londres, París y Nueva York.

En España, la última edición en papel del estreno literario de Karel Čapek data de 2004 y se encuentra descatalogada. Un desplante para uno de los pioneros de la ciencia-ficción y para el primer autor de teatro al que reseñamos en Fabulantes.

Para entender a Čapek tenemos que trasladarnos a la Checoslovaquia del primer tercio del siglo XX. Recién independizada del Imperio Austro-Húngaro, en 1920 la joven república era un país multiétnico formado por checos, eslovacos, alemanes, húngaros, rutenos, judíos y polacos. Tras la Primera Guerra Mundial, Checoslovaquia se había convertido en un estado bisagra entre los poderes germánicos y los Balcanes, y sus habitantes sufrían más que en ninguna otra nación europea el miedo a una segunda gran guerra. La industrialización al servicio de la guerra, el progreso tecnológico de entreguerras y el temor ante la fragilidad de la civilización europea estaban más presentes en Čapek que en ningún otro autor de ciencia-ficción de su época.

Parecen obligadas las referencias a H. G. Wells y al Frankenstein de Mary Shelley y tampoco conviene olvidarse de Kafka o de Gustav Meyrink y su desgarrador Golem cuando abrimos R.U.R., pero el verdadero espíritu que transmite la voz de Čapek se encuentra en una novela contemporánea al dramaturgo: Las aventuras del buen soldado Švejk, de Jaroslav Hašek. Ambos fueron antifascistas militantes, prohibidos de inmediato por los nazis tras la anexión de Checoslovaquia, y convenientemente olvidados por los prebostes soviéticos que veían en sus obras una alarmante ausencia de dogmatismo.

Hašek y Čapek son los exponentes del humor trágico checo, de la desesperación ante el absurdo militar, de la montaña rusa de sensaciones y de las ideas contradictorias a las que se enfrenta continuamente el hombre. En R.U.R. conviven durante un preludio y cuatro actos personajes poco profundos, con el relieve necesario para enganchar a al lector a una historia que se termina en una tarde pero sin el peso suficiente como para dejarle huella.

Y, sin embargo, sería injusto recordar la obra tan sólo por innovar con el término Robot; los checos nos han dejado palabras que desgraciadamente se usan mucho más todos los días, como dólar o pistola y nadie ha estigmatizado a sus inventores. R.U.R. tiene su puesto en el Olimpo de la ciencia-ficción por ser una obra que en una línea parece alineada con las tesis marxistas y la lucha de clases y en la siguiente hace una reivindicación del Génesis, por parecer el epítome del teatro burgués y, a continuación, tonarse anárquica, cruda y violenta.

R.U.R. le da una patada a la ciencia y el más cálido de los abrazos, es una pesadilla para los utópicos y también la primera chispa de renacer y esperanza. Es una tragicomedia de cien páginas con los fallos y virtudes de cualquier ser humano.

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