«He robado princesas a reyes agónicos. Incendié la ciudad de Trebon. He pasado la noche con Felurian y he despertado vivo y cuerdo. Me expulsaron de la Universidad a una edad a la que a la mayoría no los dejan entrar. He recorrido de noche caminos de los que otros no se atreven a hablar ni siquiera de día. He hablado con dioses, he amado a mujeres y he escrito canciones que hacen llorar a los bardos. Quizá hayas oído hablar de mí«. (Patrick Rothfuss, El nombre del viento)
Patrick Rothfuss (Wisconsin, 1973) es un ladrón, un embaucador, un charlatán, un embustero, un robacorazones, un actor de opereta, un caradura, un tipo ingenioso y un mago con las palabras. Kvothe, su personaje protagonista, es un calco de su creador. El tándem que forman entre los dos ha alumbrado uno de los debuts más aplaudidos del género fantástico en la última década.
Es complicado encontrar una crítica que ataque con dureza El nombre del viento (Plaza y Janés). Difícil, casi imposible. La ópera prima de Rothfuss cuenta con esa extraña bendición mezcla del beneplácito entre críticos y lectores. Tan sólo en España, el libro ha alcanzado unas ventas superiores a los 300.000 ejemplares. Es cierto que Plaza y Janés apostó fuerte por el joven norteamericano y que la traducción de Gemma Rovira hace la lectura tan trepidante como la del texto original, pero no es menos cierto que El nombre del viento ha sido aupado al olimpo de los best-seller por el boca a boca en internet. Foros, blogueros y páginas web han contribuido enormemente a difundir el fenómeno Rothfuss.
No obstante, esta gran baza puede convertirse en una trampa cuando el lector avezado de fantasía se acerca a la novela atraído por sus lisonjas. En la gran ruleta de las comparaciones, Rothfuss suele caer en el área de los más grandes. Su profundidad se relaciona con la de Tolkien, su debut con el de Susanna Clarke, su éxito confronta al de George R.R. Martin y su originalidad recuerda a muchos a la de Ursula K. Le Guin. Él, sin embargo, no oculta sus preferencias por el humor de Terry Pratchett y por la firmeza de las historias de Tim Powers.
Fotografía de Larry Berger
Rothfuss, orgulloso jugador de rol, nos sitúa en la posada Roca de Guía, donde un tabernero llamado Kote y su ayudante, Bast, llevan una vida tranquila en un pueblo pequeño en el que la mayor preocupación de sus vecinos es hablar de las guerras lejanas y comentar cómo irá la cosecha. A la posada llega el Cronista, un personaje que se dedica a recopilar historias y reseñar las vivencias de los famosos de los Cuatro Rincones de la Civilización, el lugar en el que se desarrolla la novela.
El Cronista descubre que su anfitrión es, en realidad, Kvothe, una celebridad prófuga que abandonó sus días de aventuras y desapareció dejando infinidad de rumores tras de sí. El protagonista accede a contar su vida a cambio de que Cronista le escuche durante tres días enteros y no omita ningún detalle.
Las casi 900 páginas de El nombre del viento corresponden a esa primera jornada. En ella, Rothfuss intercala la narración en primera persona del propio Kvothe, que explica cómo su vida fue moldeada por la búsqueda de un misterio, con un estilo en tercera persona que interrumpe el relato cuando alguien nuevo entra en la taberna. Así, la novela se convierte en ocasiones en una muñeca rusa, con una historia que encierra otra historia que, a su vez, esconde otra más.
La búsqueda de Kvothe parece ser una continuación de uno de los muchísimos relatos que se cuentan en la novela: la historia de Lance y la Guerra de la creación. De hecho, toda la saga de Crónica del Asesino de Reyes (que engloba a los dos libros publicados hasta el momento) puede servir como excusa para que Rothfuss reúna a sus lectores alrededor de una hoguera de 900 páginas y les cuente, una tras otra, todas las historias que se le ocurrieron durante los siete años que tardó en escribir El nombre del viento.
Siete años, de los nueve que el norteamericano pasó en la universidad, donde ingresó como estudiante de ingeniería química, pasó por psicología, recorrió clases de antropología, astronomía, literatura medieval y acabó licenciándose en inglés. Esta educación poliédrica, vaga, alejada de los cánones que rigen los estudios superiores en Estados Unidos, resulta reveladora para entender a Rothfuss, poco estajanovista como autor y como estudiante.
Su formación química la aprovecha en la novela para inventarse un sistema mágico, la simpatía, que intenta responder a leyes naturales como la física o las matemáticas. El gran truco de Rothfuss es naturalizar el pacto al que se tiene que enfrentar todo lector de fantasía: aceptar la imaginación del autor como evangelio y que todo lo inverosímil en la novela tiene siempre una explicación lógica. Leyendo al de Wisconsin, todo resulta creíble.
Rothfuss presenta la magia con cuentagotas; en pequeñísimas dosis al principio, educando al lector a la vez que la aprende el protagonista, hasta que acaba haciéndose habitual en el relato. Esta suerte de homeopatía fantástica, que también emplea George R. R. Martin, sirve de puente para los más escépticos con el género. Quizá ese sea otro de los factores que expliquen por qué El nombre del viento ha arrasado en las librerías.
Hay que ser justos con el norteamericano: puede que no sea un renovador del género, pero limitar sus referencias literarias a la fantasía es quedarse cruelmente escaso. En el primer día de su relato, Kvothe pasa por escenarios de la novela romántica, de la victoriana, de la picaresca y de la realista, conoce a personajes de todas las épocas, y vive hambre, frío, miedo, odio y deseo.
El nombre del viento intenta abarcarlo todo. Si lo consigue o fracasa es algo que los lectores tendrán que decidir, pero si quieren ser honestos sólo podrán hacerlo después de que el ladrón, el embustero, el embaucador, el ingenioso y carismático Rothfuss termine su saga. La segunda parte, El temor de un hombre sabio, salió a la venta hace tan sólo dos meses. El final, como siempre, todavía está por llegar.
¡Tiene muy muy buena pinta! Encima esa introducción engancha