La estación de la calle Perdido comienza la trilogía de Bas-Lag, y supuso la consagración literaria de China Miéville. Es una obra de culto irreprochable en su fondo, sobre todo atmosférico pero también narrativo: se aprecia el compromiso político de Miéville en el tratamiento de personajes y temas. No obstante, la forma complica su lectura: el estilo de Miéville es plúmbeo, sus metáforas desconcertantes, la narración es extensísima y satura. Sumémosle a estos defectos la horrorosa traducción al castellano, concebida por el más cruel arquitecto del dolor, y obtendremos el cuadro completo.
Corría el año 2000. Los augurios más apocalípticos no se consumaron: el fin del mundo no llegó, los calendarios se ajustaron con toda naturalidad al cambio de milenio, y el predicho caos informático terminó en chisme. Fue también el año del accidente del Concorde en París, del triunfo de El gladiador (Gladiator, Ridley Scott, 2000) y de la consagración de China Miéville (Norwich, 1972), por entonces un prometedor escritor de tendencias socialistas (aún vigentes) al que le gustaba la literatura fantástica. Ese año Miéville publicaba La estación de la calle Perdido (última edición en castellano por Nova en 2017). La novela se transformó en un éxito instantáneo y alcanzó la categoría de obra de culto. Se granjeó el favor popular gracias a su destacada personalidad propia y al buen manejo de sus influencias literarias.
Precisamente de influencias hablaremos en primer lugar. Las dos primeras las declara Miéville en la dedicatoria del libro, y son muy concluyentes: Miéville reconoce su deuda con M. John Harrison y Mervyn Peake, dos escritores británicos y periféricos, en los márgenes estilísticos y temáticos, muy visuales e imaginativos, tremendamente viscerales y controvertidos (porque producen y generan discrepancia). Las demás las percibe el lector, a poco que haya transitado entre géneros: Nueva Crobuzon, la ciudad sucia y corrupta que es la auténtica protagonista de la novela, está trazada pensando en Ankh-Morpork; las pesadillas de Lovecraft y Barker campan a sus anchas entre las elaboradas páginas de Miéville; el Londres industrial y deshumanizado de Dickens se enroca en los pulmones. Hay incluso guiños a Zola en la forma de afrontar la militancia política… Si es verdad que un escritor es la suma de sus lecturas, entonces podemos concluir que Miéville es un autor fecundo en ideas y fértil en imaginación. Desde luego, entiende de atmósferas.
Lo mejor que tiene La estación de la calle Perdido es su ambientación. Es una novela sobre una ciudad podrida, dictatorial, cuya sola existencia aplasta a los ciudadanos que se resignan a sufrirla. Es un cáncer con el que se tiene que vivir, una metástasis irremediable. Sus paredes son grasientas, el polvo y la suciedad se acumulan por doquier, la basura parece crecer en cada cubículo (de hecho, una parte importante de la narración transcurrirá en un vertedero), la polución acorta la vida, el cielo casi siempre es de un gris oscuro, la humedad se pega a los huesos, y los pobres diablos que en ella moran están amargados, adocenados, adoctrinados o furiosos. El gobierno de Nueva Crobuzon dicta los códigos de moral, conducta y pensamiento, decide qué se imprime y qué puede investigarse; parte de la población bulle en la indignación y sueña con un futuro mejor. Se nota la vena del compromiso político de Miéville en las descripciones de las manifestaciones, inéditas dentro de la fantasía por su viveza y su crudeza, y en la recreación de un verdadero estado totalitario, al que se le vislumbran las grietas y fisuras que terminarán por demolerlo.
El Miéville más político aflora también en la construcción de personajes: sus protagonistas son marginados que están fuera del sistema. La narración sigue los pasos de un científico heterodoxo, una periodista clandestina, una artista underground y un garuda apátrida: todos ellos son críticos con el poder y se oponen a la “oficialidad”. Varios de los temas de la novela –el ecologismo y la defensa del medioambiente, el empoderamiento femenino, el progreso científico desde el intercambio de ideas y el contraste de argumentos opuestos, o la identidad racial- están en las agendas progresistas, o se identifican con sus valores ideológicos. En cuanto al fondo, La estación de la Calle Perdido es interesante e irreprochable; justifica sobradamente su condición de obra de culto. Los reproches se encuentran en la forma.
Hay dos tipos de defectos que lastran esta novela: los imputables al autor y los que son consecuencia de la edición española. Empecemos por los primeros.
La estación de la calle Perdido es, por desgracia, una novela larga. La longitud no tiene por qué ser un defecto per se; lo es en este caso porque la narración no sabe terminar, se alarga demasiado. Al texto le sobran fácilmente doscientas páginas: exactamente la cantidad que tarda en arrancar. Lo que en un principio parece una fascinante novela de intriga y misterio científico se torna abruptamente novela de terror con la introducción de un inesperado giro de acontecimientos al que se llega con cierta pereza. Miéville introduce su plot twist como restándole importancia, aunque hay que reconocer que lo cuenta con el nervio de un buen entusiasta del terror. La prosa de Miéville es otro problema, con la inclusión de adjetivos y metáforas discutibles y desconcertantes. Su estilo es espeso como la brea del Cancro, el río principal de Nueva Crobuzon, y agota por lo que tiene de pegajoso. A la pluma de Miéville le pasa lo mismo que a la de Dan Simmons: en algún momento te cansa, te satura, te harta, sin que sepas bien por qué; logra que deje de importarte lo que se está contando. Es cierto que Miéville, a diferencia de Simmons, sabe introducir en la historia puntos de interés para mantener artificialmente con vida la atención del lector, pero éste sigue con su lectura, si no decide abandonarla, de forma automática, como si fuese una máquina. El “pero final” achacable a Miéville tiene que ver con la saturación, y está intrínsecamente relacionado con la extensión del texto: La estación de la calle Perdido es una sucesión de fenomenales ideas metidas a piñón. Es un libro de difícil adscripción dentro del fantástico, en el que ni la ciencia-ficción, ni el terror ni la fantasía se imponen de manera rotunda, con un bestiario muy rico -hay garudas, arañas gigantes interplanares, demonios y dragones, hombres cactus, ciborgs y mujeres insecto– y una potente cartografía que luego se desarrollará en profundidad en futuros libros (no en vano La estación… es la primera parte de la trilogía de Bas-Lag, a la que seguirán La cicatriz [2002, última edición en castellano en Nova, 2017] y El Consejo de hierro [2004, última edición en castellano en Nova, 2018])… No obstante, todos estos buenos mimbres, quizás por la impericia de un autor casi primerizo, están juntados de una manera caótica. Así, parece que el título del libro sea fruto del azar o de la estética, en vez de brillar como el culmen de la narración: llegar hasta la estación central de Nueva Crobuzon, el punto del que parten todos los caminos, equivale a recorrer la senda del calvario al igual que hiciera Cersei Lannister en Danza de Dragones.
Buena parte de estos problemas posiblemente son consecuencia directa de la edición española. La primera vez que se publicó La estación de la calle Perdido fue en 2001, dentro del catálogo de la inefable La factoría de las ideas, toda una leyenda de pesadilla para el lector en castellano. La extinta editorial madrileña tiene también algo de culto, pero para coleccionistas: es un hecho empírico, casi un axioma, que sus traducciones eran intricados tormentos diseñados por los más crueles arquitectos del dolor. Lemarchand jalearía sus frases incomprensibles y celebraría las erratas de todo tipo, algunas tan sorprendentes como para abrir un nuevo campo de estudio. La reedición de Nova, lejos de solventar el grave problema de aquella traducción, opta por trasponerla, como si fuese merecedora de un premio. Ahí quedan sus erratas imposibles y sus galimatías idiomáticos, las frases que son traslaciones literales del inglés, las sospechas sintácticas. Si alguna vez algún lector tuvo la impresión de que la mentada traducción fue realizada con descuido y prisas, el texto de Nova no hace esfuerzos por refutarla.
En conclusión: nos encontramos ante una obra de ambientación arrebatadora, con escenas, paisajes y personajes inolvidables, excesiva en su saturación y en su extensión, que adolece de un estilo plúmbeo y, en su versión en castellano, de una traducción nefasta, que exige una urgente revisión en condiciones. El resultado se asemeja a una obra de culto, desde luego, con sus fogonazos de luz y sus alargadas sombras.