Siegfried, la colosal obra maestra del virtuoso Alex Alice, es una aventura épica que se basa en El anillo del Nibelungo de Richard Wagner. Por sus espectaculares páginas desfilan dragones, valquirias, monstruos y demás fantasías de la mitología escandinava. Una joya fundamental, por su dibujo y guión, que no sólo debe interesar a coleccionistas sino también a cualquier amante del género fantástico.

A las puertas del enfrentamiento: Fafnir y Siegfried

En El anillo del Nibelungo Richard Wagner abrió el camino, sin saberlo ni pretenderlo, a toda la moderna fantasía literaria. La magna saga operística de Wagner –cuatro óperas interrelacionadas que ocuparon veinticinco años de la vida del compositor- incluye valquirias, dioses tronantes, brujas y magia, héroes épicos, un dragón y, por supuesto, un anillo forjado en oro. Los mimbres parecen apuntar, de manera impulsiva y superficial, a Tolkien y El señor de los anillos. El parecido no resulta ser coincidencia: compositor y escritor bebieron de referencias comunes para sus respectivas obras cumbre. Wagner y Tolkien se basaron en la medieval Saga de los vöslungos (circa 1270), un poema épico islandés, de autoría anónima, así como en la abundante y rica mitología escandinava y germánica. Pero mientras que Tolkien se decantaba por las Eddas islandesas y Beowulf, Wagner rebuscaba en varias fuentes que apuntalaban la identidad germánica.

En 1871 Alemania acababa de constituirse en Estado-Nación y necesitaba todas las referencias posibles que sirviesen para configurar una nacionalidad histórica. Ludwig Tieck, los hermanos Grimm y Goethe se habían lanzado a la tarea en el aspecto literario; Wagner dedicó el final de su carrera, y sobre todo, esa parte financiada por Luis II de Baviera, a construir el mito alemán. No es de extrañar que el nazismo, posteriormente, se apropiara de la obra del músico de Leipzig. Una de las inspiraciones fundamentales de Wagner fue el Cantar de los nibelungos (1203), una suerte de cantar de gesta fundacional, del siglo XIII y también anónimo, al estilo de la Canción de Rolán francesa o del Orlando Furioso (1532) de Ariosto. Sigfrido, su protagonista, se enfrenta al gigante-dragón Fafner y se hace con un fabuloso tesoro. Sigfrido y el dragón son elementos de leyenda, pero el tesoro parece ser real: en 2014, un arqueólogo aficionado alemán descubriría a orillas del Rin unos restos de época romana, repujados en oro, que remiten a la más fantástica de las leyendas. Poco más se sabe del tesoro y de la terrible maldición que pesa sobre él, pero no debemos desdeñar la alargada sombra de su influencia: el oro es el metal que corrompe a los hombres. La ley de Odín se quiebra ante su poder, y, ante su contacto, la humanidad se pervierte. Recordemos, por ejemplo, que los nueve señores humanos cayeron bajo su influjo para transformarse en los terribles nâzguls, emisarios del Señor Oscuro.

¡Aciago destino, el de los nibelungos! Convertidos en piedra por el sol, como ciertos trolls de Tolkien

En Siegfried (2007-2011), la obra maestra de Alex Alice, un dibujante con un talento superlativo (autor de la trilogía de ambientación templaria El tercer testamento y de El castillo de las estrellas, inspirada en Verne y Miyazaki), el anillo que forja Mime, el mejor de los herreros de entre los nibelungos, es el arma que otorga poder a Fafnir, el otrora rey de los nibelungos que sucumbe a la codicia. Fafnir, convertido en dragón, se retira a las profundidades de la tierra, desde la que regurgita su odio y desde la que teje su venganza contra Odín. El nibelungo caído no puede abandonar sus dominios oscuros por miedo a transformarse en piedra al contacto con el sol; Odín no puede confrontarle porque el enfrentamiento contraviene su propia Ley, que rige el orden del mundo. Sólo un humano está predestinado a romper la balanza del equilibrio, matar al dragón, llevar el oro a los humanos y, quizás, desafiar a los Dioses. El humano Siegfried, criado a su vez por Mime lejos del influjo de Fafnir y discretamente oculto de Odín, ansía, como Mowgli, conocer a los de su raza. Pero Siegfried, matador de dragones y sacrílega fuerza opuesta al orden del mundo, está constreñido por la peor de las debilidades: el amor. La valquiria que a su vez ha desafiado la voluntad de su padre, Dios de Dioses, condenará a Siegfried a la más baja, y humana, de las pasiones.

Pocas veces la expresión “una imagen vale más que mil palabras” parece revestida de tanta intención como en este caso. Toda palabra que podamos emplear parece fútil, palidece ante la potencia del trazo, del dibujo, del color de Alice. Siegfried está construido como una ópera, pero se separa tanto de El anillo del Nibelungo, que la inspira, como para constituir una obra independiente, casi un compendio de los mejores temas de la literatura fantástica en su acepción épica, y, sin duda, un poderoso pilar en el canon del género. Cada página que se visita está regida por su propio ritmo, posee una música poderosa.

El dragón es obligado a abandonar su cubil azuzado por el héroe Sigfried

Alice toma de la ópera de Wagner lo que le conviene. Los tres tomos (Norma Editorial los ha recopilado en una edición integral en 2017) llevan el nombre de tres de las cuatro partes de la saga wagneriana. Hay personajes –Sigfried, Odín, la bruja norna, la valquiria, Mime y Fafnir- que están sacados del libreto de Wagner. También hay situaciones extraídas de la imaginación del músico, pero las analogías son simplemente pinceladas que adornan la espectacular puesta en escena de Alice. El resto, que es todo lo demás, se pone al servicio de una obra colosal, y tan épica que parece desbordar los márgenes de su propio medio. Las viñetas de Siegfried están animadas por un movimiento tan desenfrenado que el ojo del lector tiene que hacerse a su ritmo, así como a su luz. En Siegfried es posible oír la voz tronante de Odín y el tono meloso, zalamero, con el que tienta Fafnir, el derrumbarse de una montaña, el estruendoso desbordar del mar. Se huele la tierra quemada, el sudor del viaje, las hojas que entrelazan a Volva, la hechicera que ejerce de pitonisa y oráculo. Se palpa la tierra, el fuego de las llamas de la montaña-sepulcro, la dureza de la coraza del dragón. El crepúsculo parece el amanecer del mundo y la cabalgata de las valquirias atruena como una cascada y como una catarsis.

La narración se mueve en los tres planos temporales (pasado, presente y futuro) y convergen hacia un final extraordinario que los unifica y dota de sentido. Alice trabajó en solitario en todos los frentes, y esta soledad le granjea un control absoluto de todos los recursos a su alcance: el dibujante escribe en imágenes y dibuja palabras. Hay momentos que justifican el carácter cinematográfico del cómic, como recipiente y vehículo. La simbiosis de Odín con el crepúsculo, la manera en que está contada la caída de Fafnir, el origen del Dios de Dioses, o –nuestro favorito- el momento que recapitula todos los acontecimientos del pasado para fusionarse en el presente y en el pasado, son ejemplos de una capacidad sobrehumana para comprender y trascender el medio en el que trabajas. Contemplando el trabajo de Alice se concluye que las limitaciones que constriñen el cómic son frágiles muros de adobe.

Siegfried es ese cómic que bruñe nuestras baldas. La respuesta está en sus páginas. La música de su dibujo, la epopeya de su historia, nos seduce desde sus guardas cerradas, como un dios acechante. O como el dragón que custodia el oro y que, al conocer nuestras flaquezas, rumia cómo aprovecharlas en su propio beneficio.

Espectacular página en la que se condensa el destino, los temores y la tentación de Mime (en la esquina inferior derecha). Mime, la contraparte cómica de esta historia, tiene el aspecto de una marioneta de Jim Henson…