Furias desatadas cierra de manera insatisfactoria la trilogía brillantemente iniciada con Carbono modificado, y tan mediocremente continuada con Ángeles rotos. Richard Morgan, en su tercer libro sobre las hazañas del detective Takeshi Kovacs, consigue cerrar el ciclo sin vacilaciones, a costa de llevar la trama a la máxima indolencia. Bien escrita, pero llena de personajes planos y de situaciones artificiales, se lee como una oportunidad perdida.
La cancelación tras su segunda temporada de la serie de Netflix inspirada en la trilogía Takeshi Kovacs no favoreció el optimismo respecto a la posible publicación del tercer y último volumen de la homónima saga literaria. Sin embargo, Furias desatadas (Gigamesh, 2022; publicada originalmente en inglés durante 2005), como así se titula, terminó llegando finalmente gracias al compromiso editorial de Gigamesh, ya pasado un tiempo prudencial con el que olvidar los vaivenes de una serie regulera -sobre todo en su recta final -. Por esa razón, abordamos el texto con las expectativas altas y los ánimos encendidos.
Quizás sea por esta causa, que, al llegar a su última página, la decepción sigue siendo una sensación ahí presente, de fondo, que una vez te ha cogido por el pescuezo, pasado bien el primer centenar de páginas, no consigue que te deshagas de ella ni siquiera cuando has cerrado la contraportada. Una decepción materializada por el hecho de que, entre tantos cientos de páginas, parecen haberse desaprovechado múltiples oportunidades de haber construido una novela mucho más profunda, sólida y atrevida que la serie de escenas innecesarias y clichés de género en que acaba finalmente convertida Furias desatadas.
Con todo, siendo positivos, estamos ante una novela que sí supera con creces los déficits creativos en que había caído Richard Morgan con el segundo, y anterior, título de la serie, Ángeles rotos (Gigamesh, 2020; originalmente publicada en 2003). Las ideas parecen estar aquí más claras y los personajes secundarios sí adquieren más cuerpo y personalidad que en la pasada entrega. También la trama tiene mayor coherencia y la organización bastante lineal de los hechos mantiene la cohesión del texto desde el principio hasta el final.
Aun así, esta tercera entrega no tiene la magia, originalidad y riesgo presentes en Carbono modificado (Gigamesh, 2016; originalmente publicada en 2002), y de cuyas rentas esta nueva novela sí vive bastante tanto en su planteamiento como en su desarrollo. Tanto es así que podemos decir que, a diferencia de la bastante independiente Ángeles rotos, esta novela sí exigiría una lectura de la primera parte de la trilogía, ya que muchas de sus ideas están aquí más profundizadas y analizadas desde un punto de vista, además, bastante contemporáneo y actual.
En aras de cerrar el ciclo de Kovacs de la mejor manera, de hecho, podemos ver a Furias desatadas como el intento de Richard Morgan por clausurar, con solidez y argumentos, su propuesta ideológico-política inicial, que la serie entera pretendía ser, y sobre la que Ángeles rotos se erige como un inexplicable impasse sin sentido respecto al conjunto. No en vano, la segunda viene siendo unánimemente considerada -y nosotros nos sumamos rotundamente a tal impresión- la peor de las tres entregas.
Quizás sea debido a este fracaso intermedio que la inseguridad se aprecia, claramente, en esta tercera novela. Aquí la invectiva se reduce a la mínima expresión, lo obvio se convierte en lo dominante, y así todo el argumento principal experimenta una transición dramática tan canónica como previsible. Se recupera el marco general inicial con descaro y se ata tanto la trama argumental como los personajes a este marco para que el ciclo se pueda cerrar definitiva y sólidamente sin dejar cabos sueltos. Lo positivo de esta decisión es que la novela cierra el ciclo sin vacilaciones. Lo negativo, que la lectura adolece en muchos tramos de una indolencia severa próxima, irremediablemente, al bostezo.
Y eso que la historia comienza en un punto bien interesante: Kovacs reaparece doscientos años después de su último enfundado, en una funda mejorada de extraordinarias capacidades, para enfrentarse a una inaudita misión: dar caza a una versión más joven y mejorada de sí mismo. ¿Un doble enfundado? Efectivamente. ¿Está eso permitido? No, y menos aun siendo él un experimentado emisario. De manera que estamos ante un contexto de persecución y western clásico, de esos donde sólo uno de los pistoleros puede quedar en pie.
A este contexto clásico se le suman, para enriquecer el libro, otras sub-tramas. Y es que en el cumplimiento de su misión a Kovacs se le tuercen las cosas… y mucho. Una mujer acaba atrapada por su habilidad para encontrarse problemas y, por eso, acaba capturada. Para más inri, por en medio acaba apareciendo la posibilidad de que Quellcrist Falconer, a la que se daba por definitivamente muerta, haya sido copiada de alguna forma y su “persona”, por tanto, transmitida a otro cuerpo que ahora le estaría sirviendo de “funda”. La posibilidad de su regreso enerva a muchas personas, todas ellas poderosas, que harán lo indecible por salir de dudas y, quién sabe, a lo mejor quitar de en medio a la persona que ahora estaría albergando a Quellcrist. A ellas se enfrentarán los “quellistas”, reanimados en su proyecto de revolución ya, simplemente, con la posibilidad de que su líder esté aún viva, sea de la forma que sea.
Takeshi Kovacs tiene entonces su trama propia y, a la vez, participa como intermediario en otra sub-trama general, lo que le convierte en eje protagonista imprescindible tanto de la acción -tiene que cargarse a su “otro yo”-, como del desarrollo del discurso ideológico-político -el debate alrededor del “quellismo” y su propuesta de cambio social a través de la revolución- de la novela. La gestión de ambas tramas resulta ser, entonces, un factor imprescindible para medir el éxito de este texto de cierre, por cuanto su reunión pone el fin tanto a la historia de nuestro Takeshi como al discurso que la saga ha intentado (de forma un tanto irregular) desenvolver ante nuestros ojos. Y el resultado dista de ser satisfactorio.
Como avanzamos al comienzo, la novela se desarrolla con demasiadas escenas que parecen de relleno, excusas para avanzar hacia un final bastante previsible, que se dilata innecesariamente con avances obvios ejecutados a partir de personajes generalmente planos y sin gracia. En consecuencia, la acción tiene escasos momentos trascendentes y emocionantes, y muchos más sobrantes y por completo carentes de relevancia y de emoción.
En cuanto al discurso ideológico-político, la pretendida sutilidad de su presencia y tratamiento nos lleva a tener que desentrañar su relevancia y forma concreta de entre múltiples ligeras pinceladas, sueltas aquí y allá, coladas muchas veces en líneas de diálogo forzadas encastradas en conversaciones anodinas. Al estar todo esto mezclado con la construcción tanto del contexto de la narración como de cada uno de los múltiples personajes secundarios y terciarios que plagan una novela artificialmente extensa, el esfuerzo por distinguir este mensaje concreto resulta ser ímprobo, a la altura únicamente de los lectores más cuidadosos y atentos.
Cuando lo conseguimos, poco más nos encontramos más allá de la crítica concreta tanto con el actual status quo de la sociedad profundamente desigual e inmoral donde el poder reside en las económicamente poderosas grandes familias (como la de los Harlan), como con los revolucionarios “quellistas” emocionalmente atados a los grandes liderazgos desprovistos de recursos e ideas, además de cualquier atisbo de ética. La propuesta de fondo es más un cabreo con todo que una propuesta de algo, más una reacción a lo existente que una acción nueva o novedosa.
Tampoco se desarrollan con la hondura que era de esperar otros temas secundarios que, en cierto sentido, forman parte también del núcleo ideológico central de ciclo de Takeshi Kovacs. En la base de todo, claro, está el sentido de la vida y relación entre la dimensión mental (la pila) y la corporal (la funda), resuelto de forma imprecisa. Los límites éticos y morales de la lucha política se quedan casi siempre en el nivel del eslogan, desarrollados en escenas y diálogos por veces descacharrantemente ridículos. Lo mismo podíamos decir sobre la longevidad y las consecuencias de una vida ¿sin fin?
Resistir la lectura de las ochocientas páginas de Furias desatadas termina siendo una tarea titánica por sus personajes planos, sus tramas previsibles, y sus mensajes manidos, a pesar de lo bien escrita que está, de sus imágenes bien construidas y sus tramas con sentido y su linealidad y coherencia canoniquísimas. Al finalizarla se nos aparece más un ejercicio de taller de escritura, por lo bien que sigue el esquema de “lo legible”, que una novela in strictu sensu.
Takeshi Kovacs, más allá de su primera entrega, en la página o en la pantalla, no ha encontrado aun mejores y/o mayores profundidades para su prometedor planteamiento inicial. Quizás, algún día la situación cambie y alguien, Richard Morgan u otra persona, pueda conseguirlo. Hasta entonces, lo mejor será vivir con el recuerdo de Carbono modificado, porque, en el ámbito de sus ideas y trasfondo, aún no hay escrito nada mejor.