El lunes empieza el sábado, de los hermanos Strugatski, es, además de una sátira inteligente y descarnada de ritmo trepidante, también un homenaje a la comunidad científica, un reconocimiento a su sacrificio y a su entrega al trabajo. Este es el lado positivo de una novela que esconde en sus entrañas una crítica actualísima a los problemas del conocimiento científico, imprescindible para la sociedad, pero por desgracia, alejado tanto de su popularidad como de su apoyo masivo.
Sátira
- f. Composición en verso o prosa cuyo objetivo es censurar o ridiculizar a alguien o algo.
- f. Discurso o dicho agudo, picante y mordaz, dirigido a censurar o ridiculizar.
La sátira dentro del totalitarismo es siempre un reto de supervivencia; en España lo sabemos bien. Una broma fuera de lugar o mal recibida, un chiste sobrepasado, o una ridiculización entendida como excesiva podría llegar a costar, en el mejor de los casos, el ostracismo total, y en el peor, la vida. Por eso optar por el humor no era, ni es aún hoy en tales sistemas, tarea fácil ni apta para timoratos. Máxime en la cultura, donde el intento por controlar absolutamente la información, y los valores que se transmiten a través de la información, hacen que los mecanismos censores miren con lupa cualquier intento de transgresión.
Los hermanos Strugatski, Arkadi (1925-1991) y Boris (1933-2012), fueron expertos en enfrentarse a esta situación, así como, en numerosas ocasiones, víctimas del aparato censor, incluso en aquellos casos en que usaron el surrealismo, el absurdo y la fina ironía; en sus manos se convirtieron en armas, en armazones en apariencia completamente alejados de la realidad, en recursos narrativos con los que pretendieron reflejar, desde la distancia, esa realidad de la que se pretendía huir. La ficción científica fue, en este sentido, su mejor herramienta. El género aportaba la coartada perfecta para cualquier gamberrada, tanto por su distanciación de estilo como también por el extrañamiento espaciotemporal. Si el absurdo ya era per se una forma de deformar la crítica realista hasta dejarla irreconocible, el llevar toda la trama a un plano de Lo Real totalmente diferente podría hacer la lectura del todo reconocible o, por lo menos, injustificable desde el punto de vista de la sátira.
Entonces, si en la forma de entender la literatura de los hermanos Strugatski estas eran algunas de sus principales coordenadas, ¿cómo conseguían que el lector objetivo del texto pudiese, entre tanto disimulo y tanta cortina de humo, encontrar y acceder a las claves críticas imprescindibles para entender el sentido satírico profundo del texto sin perderse en el intento? Aquí es donde entra en juego un nuevo y definitivo factor: la presupuesta inteligencia del lector para detectar las miguitas de pan que, aquí y allá, se van dejando para sacar a la luz los significados ocultos más allá de lo evidente. Para ello, el conocimiento de la realidad referenciada juega un papel especial. Otro de los trucos habituales para burlar el ojo censor es ser tan sibilinamente específico o ampliamente generalista en las críticas que, en forma alguna, un lector superficial -como es el censor- pudiese identificarlas. Para alguien que centra su mirada sólo en una zona del campo de visión, escribir para dirigir el mensaje hacia otros campos hace más posible que el ojo censor no pueda detectar el mensaje global, el fin último. Y esta “novela” que traemos hoy es, quizás, una de las que de forma más clara muestra esta estrategia autoral.
El lunes empieza el sábado (Ediciones Gigamesh, 2021; originalmente publicada en la U.R.S.S. durante 1964) no critica al conjunto del sistema sino a una parte muy específica de él: al sistema académico responsable del avance científico-técnico. En concreto, el modelo original parece ser el de la Academia de las Ciencias de la Unión Soviética, la institución de este tipo más importante del país desde 1925 hasta 1991, con una influencia y un trabajo de tal relevancia que dependía, directamente, del consejo de ministros de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. En la misma época en que se escribía y publicaba este libro, para hacernos una idea, su director era Mstislav Kéldysh (1911-1978), un reputado especialista en matemáticas y mecánica popularmente conocido como “el principal teórico” y que jugó una vital importancia, entre otros proyectos, en el programa espacial soviético, además de impulsar dentro de la Academia el desarrollo de campos entonces nuevos como la genética o la cibernética. Tal es su mérito y su prestigio que, incluso, en 1966, fue elegido miembro honorario de la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias en plena Guerra Fría.
Un personaje, por cierto, muy parecido a alguno de los que circulan por las páginas de esta historia de los Strugatski.
En la novela, la Academia se esconde bajo el pseudónimo del Nuevo Instituto Científico de Adivinación, Sortilegios y Ocultismo (NICASO). Un edificio de cuatro plantas, dividido en múltiples departamentos, formados por los personajes más estrambóticos y variopintos, que pone en marcha los proyectos científicos más alocados. En este espacio transcurre toda la acción y sobre lo que aquí acontezca acabaremos extrayendo todas las conclusiones del libro… salvo alguna puntada sobre la sociedad escondida por el medio -y que deberemos leer con atención si queremos disfrutar del libro en su plenitud-.
Esta falsa novela es, en verdad, un compendio de tres relatos organizados temporalmente de forma lineal. La voz narradora es la de Alexandr Ivánovich Priválov, un joven programador que, por casualidades de la vida, acaba acercándose a la villa Solovets porque quedó allí con dos conocidos, pero que, sin comerlo ni beberlo, acaba enrolado en esta loca institución. De su deambular por sus pasillos y de sus aventuras allí sacaremos sorprendentes conclusiones sobre el tema principal del libro: el retrato de la comunidad científica soviética, su vida y sus miserias, los personajes que la pueblan y cómo estas personas representan lo mejor (y lo peor) de las posibilidades de progreso de la sociedad de entonces.
Y este es un punto importante: la novela se refiere a los científicos, en concreto, como “magos” y los considera como hacedores de magia sólo bajo una premisa muy concreta. Leamos:
“Todas las personas tienen alma de mago, pero sólo se convierten en uno cuando dejan de pensar tanto en sí mismas y empiezan a pensar en los demás, cuando trabajar les resulta más interesante que distraerse en el sentido originario de la palabra.” (página 209)
El “mago” tiene una capacidad de trabajo, un espíritu de sacrificio colectivo y una mentalidad de progreso muy claras. Para hacer magia es necesario, en consecuencia, no sólo una idea viable sino también ganas de sacarla adelante. Sin embargo, el texto también identifica un proceso de “involución” evidente sobre el que mantiene una perspectiva claramente pesimista pues, en su opinión, primitiviza al ser humano:
“Si bien el lugar [NICASO] brindaba posibilidades ilimitadas para transformar a los hombres en magos, era implacable con los renegados e infalible en señalarlos. Bastaba con que un trabajador se entregase siquiera una hora a actividades egoístas e instintivas (a veces sólo a pensamientos) para que se percatara con horror de que se le espesaba el vello de las orejas.” (página 210)
A partir de esta premisa general, los proyectos ‘mágicos’ que se desarrollan en cada uno de los tres relatos que dan cuerpo al texto nos muestran las carencias tanto sistémicas (falta de recursos, excesiva burocracia…) como personales (mezquindades, egoísmos, connivencias con la prensa en busca de popularidad…) con las que se encuentra la comunidad científica. Todas estas peculiaridades convierten a los distintos personajes tanto en estereotipos de un grupo de científicos concreto como en ejemplos reconocibles de los “magos” individuales que entonces pululaban por sus pasillos. Nos toparemos, así, con una amplia fauna de personajes, heterogénea en su naturaleza y variable respecto a la profundidad de su retrato, lo que nos llevará, a veces, a percibir que la novela se nos escapa entre los dedos, con su inconcreción y volubilidad salvajes, desorientados en la vorágine de hechos surrealistas que se suceden sin pausa.
A partir de este tema central, la voz narradora sí va dejando migas de pan hacia otros temas que, a veces en unas pocas páginas, incluso en unas cuantas líneas, se ventilan con la intención inexpresa de no darle relevancia a lo que se quiere pasar casi inadvertido. Lo que no es óbice para que se haga una crítica bastante clara de la sociedad de consumo, de la mala influencia de la prensa en su relación con el discurso científico, pero de la necesidad de la ciencia -para progresar- de ser más divulgativa y próxima a la sociedad para conseguir apoyo, así como la dificultad de que esto pase cuando las mentes más brillantes se pasan trabajando encerrados día tras día.
Porque El lunes empieza el sábado es, además de una sátira inteligente y descarnada de ritmo trepidante, también un homenaje a la comunidad científica, un reconocimiento a su sacrificio y a su entrega al trabajo. Este es el lado positivo de una novela que esconde en sus entrañas una crítica actualísima a los problemas del conocimiento científico, imprescindible para la sociedad, pero por desgracia, alejado tanto de su popularidad como de su apoyo masivo.
Los hermanos Strugatski nos entregan así una sátira purísima en su concepción y originalísima en su temática que se convierte, incluso en los tiempos que corren, en una lectura de actual necesidad.