Las aguas de Versalles, toda una apuesta personal de una editorial Gigamesh que ha adoptado como propia a su autora, Kelly Robson, es una novela que trata sobre temas imposibles de encontrar en la fantasía: la escatología y la compostura, que van de la mano en esta narración. Estamos ante una novelita no apta para estirados ni para mantenedores profesionales del tipo.
Kelly Robson (Alberta, 1967) empezó tarde en la literatura, pero no ha parado desde su debut en 2015. Ha publicado en Tor, que es el lugar por el que debe pasar todo autor (anglosajón) que aspire a consagrarse, y, durante dos décadas, también en Chatelaine, la revista femenina más importante de Canadá. De hecho, fue su sumiller durante dos largas décadas. Si resaltamos este rasgo biográfico es precisamente por la importancia que adquirirá en su literatura. Y más concretamente, en Las aguas de Versalles (2015).
La opera prima de Robson, una novelita corta de 124 páginas, es efervescente y fresca como un buen champán. Rápida y original, no admite parangón con las costumbres del género fantástico ni en la elección de sus temas ni en su enfoque. Va por libre, como la nueva Gigamesh; quizás por eso se ha incorporado a su catálogo: Las aguas de Versalles seguramente no pasaría una primera criba en el informe de lectura de cualquier especialista a sueldo de cualquier editorial al uso. Pero hace ya un tiempo que Gigamesh no es una editorial al uso.
Desprendida de obligaciones para con terceros, y dependiente únicamente de sí misma, en cuanto a edición, publicación, y distribución, la editorial de Alejo Cuervo puede permitirse apostar por algo como Las aguas de Versalles. Es más, parece ser el blasón de su nueva deriva. Gigamesh ya no busca agradar a nadie, si es que alguna vez buscó hacerlo, sino simplemente mantener una voz propia, gamberra, disfuncional, autóctona. La imaginación de Kelly Robson encaja como un guante en este remozado espíritu editorial, hasta el punto de haberse convertido en una de las autoras de referencia del sello: además de su novela de debut, Gigamesh ha publicado su relato «Intervención» en la antología Lenguas maternas y otros relatos.
Las aguas de Versalles es extraña hasta en la elección de su criatura fantástica. Está protagonizada por una ondina, una ninfa acuática con raíces mitológicas griegas que no se ha prodigado mucho en la literatura del género. El barón alemán de La Motte Fouqué le dedicó una bella (y tristísima) novelita centrada en el amor imposible, con un tono sombrío y ensoñado muy típico del Romanticismo literario de cuño bávaro. Siglos después, Kelly Robson utiliza el amor sólo como anécdota, de un modo instrumental que ni siquiera le despierta mayor entusiasmo. Su interés está puesto en la escatología y la compostura, dos temas imposibles de encontrar en la fantasía. Porque la novelita habla de tronos, pero no de los que se forjan con espadas de hierro, sino los que sirven para evacuaciones mundanas.
En 1738, el astuto Sylvain de Guilherand, antiguo hombre de armas, halla un sistema para ganarse el favor de la Corte del rey Sol y las simpatías de algunas de sus damas: proveer a Versalles de modernos urinarios. Cortesanos y farándula de la época compiten por tener el más sofisticado de los tronos, como rasgo de distinción social. Guilherand hace equilibrios para satisfacer las demandas de los potentados, intentando congraciarse verdaderamente con el cenáculo privado del Rey. Las peticiones extravagantes no le suponen problema, y sabe lidiar con ellas; su preocupación está permanentemente puesta en la frágil red de tuberías que canalizan los tronos. La suerte de Guilherand reside en el secreto que comparte con otro veterano con mano para los animales: en el centro de la fuente de la cueva que distribuye el agua vive una ondina. Guilherand la adoptó cuando era un renacuajo; consciente del poder de su magia, decide usarla para sus propios fines y para medrar.
Robson aprovecha esta premisa para retratar la hipocresía que rige las relaciones sociales. Guilherand está obsesionado con aparentar. Lo fingido y lo impostado son parte estructural de Versalles, su paisaje natural. Los cortesanos se empolvan para ocultar su hedor. Las conversaciones se basan en continuos sobreentendidos, y el lenguaje corporal expresa más que las vanas palabras intercambiadas. En paralelo, Robson vierte críticas y construye escenas que ridiculizan el clasismo de todos estos personajes falsos. La autora no se anda con contemplaciones: para ella la compostura es una ciencia derivada de la escatología, y así lo expresa en cada página.
Para cuando el lector quiere darse cuenta, Las aguas de Versalles han tomando un cauce imprevisto, se ha internado por los meandros de la paternidad y sus obligaciones, y la novela se ha acabado. Su lectura dura poco más de una tarde, pero el regusto que deja es tan dulce como los vinos que reseñaba Robson. O quizás sea más exacto decir que es amargo, porque este no es libro para estirados ni para mantenedores profesionales del tipo.