Sinsonte, la tercera novela de Walter Tevis -obra canónica de la ciencia-ficción post-apocalíptica- es, como Fahrenheit 451, una reivindicación de la literatura. En un mundo devastado y gobernado por robots e inteligencias artificiales, la única esperanza de la humanidad reside en el conocimiento, en la posibilidad que brindan los libros de abrirse a pensar y a trascender consignas y realidad.
Walter Stone Tevis (San Francisco, 1928 – Nueva York, 1984), o Walter Tevis para la posteridad literaria, posee un aura de autor maldito. Y no precisamente porque su obra no resulte transcendente sino porque, siéndolo, su nombre resulta bastante desconocido por el público en general. Es un hecho, sin embargo, que, aun sin saberlo o ser conscientes de ello, todos tenemos en la cabeza, por lo menos, alguna de sus obras. Porque ha sido la gran pantalla la que más ha contribuido a popularizar sus novelas y sus personajes.
Por ejemplo, ¿quién no recuerda al “Fast” Eddie Felson de Paul Newman, protagonista de las ya legendarias películas El buscavidas (1961) y El color del dinero (1986)?, o la mítica obra de cine pop protagonizada por David Bowie ‘El hombre que cayó a la Tierra’ (1976)? -que este pasado mes de mayo se estrenó, revisada y en una nueva versión en forma de serie, en Movistar + (2022)-, o la exitosamente reciente serie Gambito de dama (2020)?
Cada una de estas películas y series procede de una novela escrita y publicada por Walter Tevis, mostrando, fuera de toda duda, tanto su transcendencia global como su actualidad.
Otra muestra de ambas es la publicación en España de otra de sus novelas, Sinsonte (Impedimenta, 2022; publicada originalmente en 1980 con el título en inglés de Mockingbird), la tercera de las seis novelas que publicaría, nominada al Premio Nébula de aquel año y que, aunque nunca llegó a cuajar, prácticamente desde su publicación Tevis tuvo claro que quería también verla llevada a la gran pantalla. Una idea llena de sentido si tenemos en cuenta cómo resuenan en ella ecos de Un mundo feliz (1932), Fahrenheit 451 (1953) o la película Blade runner (1982).
Las vemos ya todas ellas, de una u otra forma, en el planteamiento general de la obra: estamos en un momento desconocido del siglo XXV, en el que la humanidad se ha visto radicalmente mermada a partir de una catástrofe nuclear y vive psíquicamente ensimismada y físicamente encerrada en sus casas, ociosa y entretenida, gracias a las drogas y a las pantallas. Los espacios públicos han sido abandonados, las calles lucen desiertas y los grandes centros comerciales se caen a pedazos. Incluso el gobierno de la humanidad y su gestión han sido completamente cedidos a robots e inteligencias artificiales, que toman las decisiones y se encargan de la que humanidad siga sumida en su alienación.
En consecuencia, las personas ya no saben leer ni escribir. Cuando salen fuera de sus hogares, vayan a donde vayan, ocupan espacios individuales especialmente reservados para ellas, nadie habla con nadie, el diálogo y el compartir están terminantemente prohibidos, y las relaciones sexuales deben ser fugaces y no significativas; de hecho uno de los lemas de esta sociedad es “el sexo rápido es el mejor”. La moral pública se rige por unas normas de “Intimidad” que aíslan al ser humano de los demás y que, con la promesa de una vida buena asentada en la tecnología, sobrevive con todas sus necesidades satisfechas y, en teoría, sin preocupaciones ni problemas.
Pero no es oro todo lo que reluce. Aún siglos después de aquella catástrofe nuclear, la población sigue en declive, a tal punto que ya ni surgen familias ni se tienen niños. El consumo de drogas masivo y continuado ha tenido efectos en la fecundidad. El suicidio es la forma de muerte más común, con mucha gente solitaria prendiéndose fuego ante los ojos insensibles de sus semejantes. De seguir con esta tendencia autodestructiva, la humanidad desaparecerá y en el mundo sólo quedarán robots que se deterioran y se inutilizan sin que, tampoco, nadie sepa como repararlos.
La situación parece límite. Y es este contexto desesperado donde nos encontramos con los tres personajes principales de esta historia: Spofforth, Mary Lou y Bentley.
Robert Spofforth es un robot “número nueve”, el más sofisticado de todos los existentes, realizado sobre una base humana, diseñado para el gobierno y las decisiones y que, en su rol actual de Rector de la Universidad de Nueva York, gobierna sobre toda la ciudad. Ejecuta sus decisiones con inteligencia, con mesura, intentando proteger a la humanidad, pero también desde una posición que lo condiciona más de lo que quisiera porque lo hace anhelando, precisamente, lo único que no puede tener: la muerte. Por eso va cada cierto tiempo al último piso del Empire State Building con la intención de tirarse al vacío, sin que su mente se lo permita. Spofforth es un personaje poderoso que, irónicamente, no puede hacer aquello que más desea.
A Mary Lou la encontramos viviendo en el zoo. Allí, con su abrigo rojo, puede hacer a diario aquello con lo que más disfruta: mirar a algunos animales y, especialmente, al horizonte. En cierto sentido, su comportamiento la hace una rara avis, no es una persona como las demás, está sola pero no es una isla. De esto parece darse cuenta Paul Bentley, que es quien la encuentra primero y a quien le confiesa su más reciente secreto: sabe leer. De hecho, es la única persona de esta historia que sabe hacerlo; ni siquiera Spofforth es capaz. Y es esta característica, la lectura, la que los reúne a los tres.
Spofforth, en su calidad de decano, le ofrece a Bentley un trabajo en la universidad: leer y grabar la “traducción” de películas clásicas, mudas, cuyas leyendas nadie sabe qué quieren decir, excepto Bentley. Él acepta y, mientras lleva a cabo su trabajo, en su tiempo libre enseña a su vez a leer a Mary Lou. Aquí es cuando Bentley y Spofforth descubren la sagaz inteligencia de la mujer que, rápidamente, empieza a aprender y también a desarrollar una curiosidad fuera de todo lo concebible e imaginable.
El triángulo está servido: Bentley y Spofforth, cada uno desde su punto de vista, ven en Mary Lou una herramienta para cumplir sus deseos, una forma de acceder a algo que quieren conseguir. Aquí es cuando la novela toma un cariz totalmente distinto cuando Spofforth, en su calidad de gobernante de Nueva York, se deshace de Bentley y consigue que los tres tomen caminos relativamente separados.
A partir de este momento, Sinsonte pasa de ser la novela canónica de la ciencia-ficción post-apocalíptica y de tono ciertamente pesimista a convertirse en un bildungsroman donde la evolución del personaje de Bentley nos muestra ya no al ser ensimismado propio de aquel contexto, sino a la nueva persona libre que debería surgir de aquel proceso de aprendizaje al que la novela los somete. Este aprendizaje abarcará en cierto sentido también a Spofforth y a Mary Lou.
A mí, en este proceso de aprendizaje, Bentley me ha recordado muchísimo a la Evey Hammond de V de vendetta. Ambos inician este camino en contra de su voluntad, por una fuerza exterior que usa la violencia para iniciar un proceso, en cierto sentido planificado o previsto, orientado a un objetivo común: conseguir como resultado a una persona libre, sin miedo, capaz de todo para sí mismo y para los demás, contrario a los determinismos fuertes y a los gobiernos absolutos, plenamente autónoma y responsable.
Igual de concreta que al apuntar sus deseos, es la novela a la hora de apuntar a los responsables de haber llevado a la humanidad hasta su turbio presente del siglo XXV:
“Mi educación, como la de todos los demás miembros de la clase pensante, había hecho de mí un zoquete sin imaginación, egocéntrico y drogadicto. Hasta que aprendí a leer, había vivido en un mundo infrapoblado por zoquetes egocéntricos y drogadictos, guiándonos todos por unas Normas de Intimidad en un delirante sueño de realización personal.” (página 300)
El american dream se habría deturpado entonces hasta haberse convertido en una falsa promesa de “realización personal” (o sea, individual), en una distopía ultraliberal e individualista donde la tecnología habría tenido una contribución decisiva, como aún la tiene en la novela, para aislar y ensimismar al ser humano respecto a su realidad. En sentido contrario, la lectura, la escritura, la cultura y la memoria serían los instrumentos para crear a esa persona libre y crítica, autónoma y responsable, que Sinsonte sitúa como en decadencia, casi desaparecida, y sobre la que deposita la esperanza del futuro.
La novela tiene entonces dos tonos radicalmente distintos que conviven dentro de sus páginas: la descripción pesimista y la propuesta positiva a través de un mecanismo de aprendizaje vital que hace que los personajes progresen en la trama desde un punto de “lo que es” hasta otro de lo que “debe ser”. Un desarrollo que se hace con precisión, con pasión a veces, pero que también tiene presenta titubeos en el manejo del tono narrativo y, por extensión, en la claridad de la narración. Dichos titubeos aparecen, sobre todo, en la parte central del texto, cuando se intenta pasar de un tono a otro, de lo negativo a lo positivo, de lo descriptivo a lo desiderativo; no siempre el pasaje está bien conseguido.
Salvo por este bache, la novela mantiene en todo momento un objetivo claro, un tono coherente, una trama interesante, personajes sólidamente construidos y, especialmente, un mensaje contundente de reivindicación de la educación como la vía para el acceso a una sociedad más libre.
Sinsonte se nos aparece entonces como una novela de ideas que, en lo fundamental, hace una reivindicación de la libertad, de la personalidad crítica y autónoma, de la educación y la cultura y, especialmente, de la inteligencia personal y social. Un discurso coherente con un Walter Tevis que, como profesor universitario que era, se desesperaba muchas veces ante el nivel de su alumnado, al que intentó formar lo mejor que supo hasta su último día y que regaló, para su futuro, una novela que es una joya oculta de la ciencia-ficción de este subgénero.