El primero siglo después de Béatrice, de Amin Maalouf, es una novela apocalíptica de notable vigencia. A partir de una selección artificial de los sexos desde el nacimiento, su autor reflexiona sobre el concepto de migrantes y sobre las diferencias que separan a los llamados «países del Primer Mundo» de los del «Tercer Mundo», y pinta un fresco desalentador sobre la deriva humana: Malouf nos restriega lo que somos como humanidad, o mejor aún, como “civilización”. Y no salimos muy bien parados.
Vivimos en el mejor de los tiempos posibles. En ningún momento como ahora el mundo alcanzó un estado tal de bienestar, de paz y de conocimiento, con una globalización que nos permite acceder a bienes y servicios provenientes de cualquier parte del mundo, y en el que incluso los artículos de lujo, antes exclusivos, quedan al alcance de cualquier mortal. Todos los libros, toda la música, todas las pinturas, están al alcance de un clic, en la palma de la mano. Con todo, es el mejor de los mundos posibles, pero claro, no hay que olvidar que en este planeta coexisten diversos mundos, mucho más co-dependientes de lo que parece.
Amin Maalouf (Beirut, Líbano, 1949), escritor franco-libanés, nos ofrece un porvenir de pesadilla donde un atavismo aún vigente en el seno de la civilización pone en peligro el frágil equilibrio entre “el Primer y el Tercer mundo”, que se traslapan en este tercer planeta después del Sol. El primero siglo después de Béatrice (Alianza Editorial, 2007) nos restriega lo que somos como humanidad, o mejor aún, como “civilización”, en una novela que tiene como protagonista a la mujer, pero no como individuo, sino como una de las dos mitades de nuestra humanidad.
¿Acaso el hombre vale más que la mujer? O, como se mantiene vigente en muchas culturas ¿un hijo varón es una bendición, y una hija mujer una preocupación? Más allá de los atavismos, que con mucha facilidad solemos atribuir a los pueblos o países en “vías de desarrollo” lo cierto es que, en muchas sociedades modernas, democráticas, liberales, la mujer sigue estando relegada por los hombres, en condición de inferioridad. En el tiempo de Béatrice, o mejor dicho un poco antes, un entomólogo se casa con una periodista que hace un gran descubrimiento: en muchas partes del mundo están naciendo más niños varones que mujeres. La cosa no pintaría tan mal de no ser porque la causa de ese desequilibrio es la obstinación y obsesión de muchas culturas para tener una descendencia masculina. Es así como se comercializan las “habas de escarabajo”, unas pastillas hechas con polvos de un insecto del Cairo que promete propiedades virilizantes y asegura dar descendencia masculina, producto archiconocido en los países al sur del Mediterráneo, y que para la Europa “educada, civilizada, pacífica”, sólo es una curiosidad supersticiosa. Por cierto: curiosidad muy arraigada entre los “civilizados”, porque Roald Dahl, en Mi tío Oswald (1979; Anagrama, 2015) ya fabulaba sobre el uso, por parte de unos “emprendedores poco escrupulosos”, de unas pastillas de escarabajo vesicante o mosca sudanesa, por sus propiedades virilizantes; la similitud entre uno y otro compuesto son sorprendentes.
Esa curiosa «superchería tercermundista» empieza a generar reacciones diversas en los países donde tener un hijo varón es algo indispensable. Si bien en la novela se describe mucho los niveles de locura e incoherencia en esos estados, también señala con su dedo acusador a esos países ricos que hacen la vista gorda ante esos fenómenos que “no son con ellos”. Tanta es la indiferencia de los ricos antes los problemas de los pobres, que cuando empiezan a darse casos del uso de esas pastillas virilizantes en la Europa Septentrional, los medios, los académicos, los ricos, lo justifican como prácticas de “inmigrantes”, es decir de aquellos que provienen de países “menos desarrollados” cultural y económicamente, cargando así consigo, en su opinión, toda clase de creencias y tradiciones poco civilizadas.
La pedantería de los países ricos es profunda, se esgrimen justificaciones y hasta apologías a esos desequilibrios, asegurando que, si nacen muchos varones y pocas mujeres, eventualmente se reducirán los problemas de desigualdad que aquejan esos países poco desarrollados. La historia, sin embargo, no siempre es tan fácil, porque rápidamente se dan cuenta que los destinos del “Primer” y del “Tercer” mundo están irremediablemente unidos.
En el siglo de Béatrice las mujeres vuelven a convertirse en objetos preciosos, en valores para mantener a recaudo, en mercancías; aunque se hacen esfuerzos por revertir la situación, toda solución es siempre parcial, limitada. En la Europa septentrional logran revertir la influencia de esas pastillas, aunque el daño ya esté hecho: se produce una leve alteración demográfica que por sí sola no es relevante, pero que sumada al envejecimiento de la población y baja natalidad de muchos países desarrollados, genera muchas dudas sobre el futuro de esos países; una vez que esa Europa educada, rica, desarrollada, la septentrional -como se esmera en repetir el autor- ha superado su problema, se olvida de que más allá del Mediterráneo, del Atlántico, de los Balcanes, de la Rusia europea, en todas partes el problema continúa vigente, incluso desbordado con episodios de violencia, de asesinatos, de raptos masivos. En el siglo de Béatrice se plantean los peligros de ser mujer en países como la India, Egipto, Latinoamérica; sin decirlo, se insinúan las hordas de cazadores de mujeres al acecho de alguna poco protegida víctima. Si el ambiente de la novela no se puede describir como apocalíptico, es quizá porque los noticieros siempre informan sobre casos donde la mujer es cosificada, perseguida, atacada y hasta censurada de la vida social.
Si antes se dijo que la protagonista es una mujer, no individualizada sino “colectiva”, también es importante señalar que el tema central de la novela no es tanto la crisis demográfica, irreparable, que provocan las pastillas de escarabajo, como la diferencia entre los países ricos y los pobres, y más que eso, la frágil relación que condiciona la coexistencia de esos mundos. Porque, aunque en la Europa septentrional donde vive Béatrice, no hay hordas de violadores, no hay raptos de niñas en los neonatales, si existe el rumor, la amenaza, la zozobra, la remota posibilidad de que eso suceda -obviamente, siempre perpetrado por extranjeros-, hasta el punto de que todos los individuos son sospechosos, temidos, potencialmente peligrosos, entonces el “Tercer Mundo” amenaza al primer mundo, porque en cualquier momento se desborda la locura, la violencia y la venganza «no civilizada».
La novela es sencillamente terrible. Sin llegar a abrumar, refleja magníficamente cómo el mundo afrontaría una crisis aparentemente menor, subrepticia, acallada por los medios hasta que empieza a rondar por sus oficinas centrales. El primer siglo después de Béatrice fácilmente puede dejar de ser ficción y convertirse en una obra de no-ficción sobre el comportamiento y la indiferencia humana ante una desgracia común, y por tanto, se recomienda ampliamente leerlo con un dossier de noticias -debidamente verificadas- de los últimos cinco años, porque leer este libro y no encontrar paralelismo con nuestro tiempo es imposible: baste con recordar que mientras el coronavirus fue una enfermedad estrictamente china no importó mucho, luego se convirtió en una amenaza a ciertos países, para finalmente ser una pesadilla global… Por no hablar del supuesto origen en un caldo de murciélago con propiedades vivificantes, o de las conductas irracionales en los primeros días pandémicos, que provocó un eventual desabastecimiento de insumos médicos y artículos de higiene.
Cuando empezó la vacunación, la realidad quedó retratada: se hizo constante el ruego de la OMS para que los países ricos ayudaran a los países pobres, donde poco o nada importaba la vacunación o la Covid ante la precaria situación socioeconómica; se visualizó el comportamiento de los medios de comunicación transmitiendo el drama español e italiano durante el segundo trimestre del 2020, y su reacción tras rescindir la enfermedad, más preocupados por la liga BBVA, por las nuevas series de Netflix, por el último romance de Hollywood, mientras los convoyes de cadáveres italianos o las piras de muertos en India fueron olvidados ante la foto de Messi fichando con el PSG o la entrevista a Anya Taylor Joy diciendo dulce de leche en español, causando furor en Argentina en lo peor de la pandemia y apagando críticas contra la gestión de la emergencia. Por todas partes se acentuó el fantasma del nacionalismo y sus vetustos miedos: el temor al otro hace siempre que no se pondere lo que ese otro nos ofrece.
Podemos decir que el mundo de Béatrice es un mundo de “Nosotros” y “Ellos”, de países ricos y pobres, que se ven con sospecha mutuamente y se acusan unos a otros de los males que aquejan a la humanidad. A más de año y medio de pandemia, sólo se puede afirmar que el primer siglo después de Béatrice es nuestro siglo, nuestro tiempo, el mejor de los tiempos posibles.