Emily St. John Mandel anticipó en seis años la pandemia COVID en su novela Estación Once, un alegato al humanismo. A través de un elenco de personajes heterogéneo y rico en matices, y a partir de una triple perspectiva, cimenta una novela originalísma, que no escatima la denuncia pero que tampoco rehúye la ternura. La novela, muy entretenida y bien escrita, es un texto de estilo aparentemente sencillo que oculta especulación científica muy poco corriente y totalmente fuera de lo común. Estación Once posee todos los mimbres para convertirse en uno de los libros más importantes del género de este malhadado siglo XXI.
Una sorprendente cuadratura de los astros ha hecho que la pandemia de la Sars-Covid-2 y la publicación de la nueva novela de Emily St. John Mandel (Comox, Canadá, 1979) El hotel de cristal (Ático de los libros, 2020), coincida en nuestro cronograma con la reseña -y su adaptación televisiva por parte de HBO en 2021- de la excelente antepenúltima novela de la autora canadiense: Estación Once (Kailas, 2016; originalmente publicada en 2014). Un texto reconocidísimo en su momento, ganador del Arthur C. Clarke, finalista de premios tan prestigiosos como el National Book Award y el PEN/Faulkner Award, y que con seis años de distancia en el pasado avanza, con sorprendente precisión y coincidencia, una situación inicial de pandemia global muy similar a la de nuestros días: la Gripe de Georgia, un virus derivado a partir de la gripe porcina (de origen animal), con un cortísimo período de incubación (dos días) y una elevadísima mortandad, y que se extiende rápidamente a través de todo el planeta. La humanidad, tal como la conocemos, desaparece. Lo hace de una forma muy similar, con unos comportamientos sociales muy parecidos y a través de unos mecanismos casi idénticos a los que vivimos en nuestras calles y pantallas. Sorprende, impresiona y casi asusta la similitud (insistimos, con seis años de anticipación), con la salvedad de que, aquí, la extrema virulencia de la pandemia ha provocado la caída de la civilización y todos sus mecanismos de comunicación (las redes se desconectan, las televisiones devuelven sólo ruido blanco y, finalmente, la electricidad se apaga).
La globalización da paso, en pocas semanas, a un aislamiento de los grupos humanos -de los pocos que han logrado sobrevivir- casi total.
Al comienzo de la pandemia, la novela pone el foco en un reducido grupo de personajes, relacionados entre sí a partir de un único hecho. En la noche en que la Gripe de Georgia comienza a expandirse por Canadá, en Toronto, un pequeño grupo de personajes se encuentra en un teatro para asistir a la representación de El rey Lear. Sobre el escenario, en el principal papel protagonista, el afamado actor Arthur Leander, consumado mujeriego, se pone en un papel hasta entonces impensable para él. A pocos metros de él, en un papel infantil, la incipiente actriz Kirsten Raymonde disfruta de un momento abrumador, al lado de otro célebre intérprete que siempre se ha mostrado amable y considerado con ella. Mientras que, entre bastidores, Jeevan Chaudhary cree ver en Arthur los primeros síntomas de un ataque cardíaco hasta que, cuando efectivamente parece que la vida de Arthur comienza a desvanecerse, se abalanza sobre él para intentar socorrerlo. Kirsten asiste a toda la escena ojiplática y horrorizada.
Tres vidas independientes se relacionan entre sí, para siempre, en apenas un instante. La muerte de Arthur y la muerte del mundo hasta entonces conocido suceden, prácticamente, a la vez. Para Kirsten y Jeevan, así como para todos los conocidos de Arthur que padecen el fortísimo impacto de su muerte, algo nuevo comienza. Y, al mismo tiempo, algo viejo queda atrás, se rompe y se resquebraja, para no volver jamás.
La novela, a diferencia de la mayor parte de la literatura apocalíptica o post-apocalíptica al uso, se vuelca, a partir de este primer momento, en mostrarnos el mundo que quedaba atrás. Y también, especialmente, nos enseña los efectos psicológicos que la traumática ruptura con el pasado hace mella en Jeevan, en Kirsten y en otros personajes vinculados a la omnipresente y alargada sombra de Arthur Leander, un relativamente amplio elenco de personajes que incluye, entre otros, a Clark, un amigo de la juventud de Arthur; a dos de sus ex-mujeres, Miranda y Elizabeth, y a su único hijo, Tyler.
Todos estos personajes, principales y secundarios, se articulan a partir de tres puntos de interés. El primero es la conocida como “Sinfonía Viajera”, un grupo de actores y músicos que recorren distintas zonas del Noroeste americano para dar diversión y distensión a los pocos grupos humanos que han sobrevivido a cambio de seguridad, cobijo y alimento; de esta agrupación forma parte una ya veinteañera Kirsten. El segundo es el “Museo de la Civilización”, un mítico almacén de objetos antaño útiles (móviles, videoconsolas, pasaportes, tarjetas de crédito…) situado en la torre de control del aeropuerto de Severn -ciudad real perteneciente al estado de Maryland-, gestionado por Clark. Y el tercero es “el profeta”, un misterioso joven fundador de una secta cuya fe está asentada sobre una extraña mezcla de los testamentos bíblicos y el relato de un cómic desconocido, Estación Once; junto a un creciente grupo de seguidores, recorre distintos poblados mientras siembra el terror.
El elenco heterogéneo y rico en matices que forman estos personajes, combinado en los distintos tiempos y dentro de estos tres focos de interés, define los mimbres a partir de los cuales la novela concreta su originalísima propuesta. Es un texto de estilo aparentemente sencillo que, a partir de un habilísimo manejo de tres líneas temporales distintas (antes, durante y después de la Gripe de Georgia), se muestra capaz de combinar la crítica social a nuestra civilización contemporánea, con la reivindicación esperanzada de un futuro dónde la fascinación por la técnica dé paso a un mundo más volcado en las relaciones humanas. Del “fetichismo de la mercancía”, reflejado en el culto al objeto del “Museo de la Civilización”, al “humanismo”, sin caer en la fobia a la tecnología, pero sí limitando su rol -desde su actual protagonismo a otro de mera facilitación de la comunicación y la relación entre las personas-.
Desde esta defensa de una sociedad donde las relaciones interpersonales sean más valorada, valiosas, de lo que hasta ahora viene siendo, se abre Estación Once a otros temas secundarios también de fuerte contenido moral. El más obvio es aquel sobre las religiones y sus sucedáneos. “El profeta” construye su discurso a partir de la creencia de que “todo ocurre por una razón”, un intento de comprender hasta lo incomprensible que, al convertir en transcendente lo azaroso, sienta las bases para una “mitología” religiosa. El mismo eslogan de su grupo, “somos la luz”, responde justamente a esta contradicción: la de decirse poseedores de una explicación definida, en verdad, a partir de creencias de origen inexplicable; algo acentuado aquí por el origen desconocido para ellos (no para los lectores) del cómic Estación Once.
Con todo, la novela se cuida muy mucho de criticar a las religiones o demás creencias. No son ellas per se las causantes de la intolerancia, el odio y la muerte, sino el propio ser humano. Las ideas religiosas son un producto y, por tanto, la consecuencia de un intento humano de intentar conocer la Realidad a través de mecanismos inadecuados y, peor aún, de imponer esas ideas a los demás mediante el miedo y el horror. Incluso, como vemos en la misma génesis de las ideas del “profeta” a partir del cómic Estación Once, la base de estos sistemas de creencias puede serle totalmente ajena a sus seguidores, hasta el punto de derivar de un momento de catarsis individual (¿alguien dijo cienciología?) o de una crisis personal, entre otras fuentes posibles.
A partir de este análisis psicosocial de la humanidad, de sus valores y de su comportamiento real (pre-apocalipsis) y potencial (post-apocalipsis) -o sea, comparando el ser con el deber ser a partir del tiempo y el cambio-, y con la relación entre los distintos personajes ejerciendo como dinámico motor narrativo -que va cambiando según la voz narradora omnisciente ponga el foco en unos u otros personajes-, la novela se abre a otros “productos” de estas relaciones más allá de los sistemas de creencias: nos habla de la familia, de las relaciones paternofiliales, así como de la amistad y su capacidad para transformarse a lo largo del tiempo, por ejemplo, en una relación amorosa; del miedo y la fragilidad de las lealtades a las personas o a las ideas… En definitiva, la novela habla sobre el humanismo desde un tratamiento profundo, sincero y honesto, de la humanidad.
Otro aspecto llamativo, también en claro contraste con la literatura post-apocalíptica al uso, es la sustitución de la perspectiva cruda y el tono dramático, por otra más ligera. La violencia sistémica deja paso a la legitima defensa; el ejercicio del poder omnímodo nunca llega a materializarse en una crueldad excesiva, si bien sí en un cierto macarrismo delincuente; la exploración de los aspectos psíquicos y psiquiátricos de la maldad desaparecen, para dejar su lugar a una más benigna depresión y ansiedad causada por lo imprevisto del contexto inmediato. En definitiva, St. John Mandel plantea una suavización del tono narrativo lo suficientemente bien conseguida como para reforzar el mensaje principal de la novela, lleno de optimismo y esperanza respecto al futuro, sin restar contundencia y seriedad a las situaciones dramáticas cuando éstas realmente se producen.
Todos estos elementos, y alguno más que nos dejamos en el tintero, hacen de Estación Once una novela de especulación científica muy poco corriente y totalmente fuera de lo común. Primero, nuestro tiempo actual nos permite comparar y comprobar la certeza del futuro entonces anticipado por Emily St. John Mandel, con unas primeras páginas que son de lectura obligatoria para todas aquellas personas interesadas por la especulación científica en estos tiempos de pandemia. Segundo, porque escoge el aparentemente trillado marco del post-apocalipsis y consigue darle otra vuelta de tuerca que, mediante el uso de imágenes elusivas, convierten una novela al uso en una novela de ideas, repleta de metáforas y símbolos que enriquecen la lectura y mejoran la caracterización de sus personajes. Y tercero, muestra una perspectiva original del “humanismo”, poco corriente por su madurez, ambición y complejidad, incorporando el tiempo y el cambio como variables de forma natural y siempre coherente, a una observación de la vida tan amplia en su perspectiva como concreta en sus formas y sus detalles.
Estación Once aparece con frecuencia en las listas de las mejores novelas de ciencia especulativa de este siglo XXI. Aunque nos queda mucho por leer, quizás nosotros no seríamos tan entusiastas, pero estamos seguros de que sí posee las virtudes suficientes como para ser una muy buena novela que, además de entretener, se muestra original y atrevida como pocas. Una rara avis muy bien escrita y terriblemente entretenida.