Sanguinarius. 13 historias de vampiros es una antología protagonizada por no-muertos ridículos, tristes y hasta cutres. Es, además, uno de los libros sobre vampirismo más visuales que podrá encontrar el aficionado o el coleccionista. La selección incluye a algunos de los mejores nombres de la literatura de Terror (Richard Matheson, Robert Bloch o Henry Kuttner), alguna rareza estupenda e incluso al único vampiro que enternecerá por su inevitable malditismo.
La vida está llena de jerarquías; la no-muerte también. Los condes Drácula y Carmilla, desde la altivez de sus títulos nobiliarios, marcan el paso al resto de vampiros literarios: la terrorífica Julia Stone, la enamorada Clarimonda o la plaga Barlow se someten bajo su yugo, aunque con destructiva independencia operativa. Por debajo de ellos hay una amplia y peligrosa clase media vampírica y también una no menos multitudinaria «serie B».
Englobar a las criaturas de Sanguinarius. 13 historias de vampiros (Valdemar, 2010) dentro de esta profusa «serie B» es algo más que una realizar una descripción del empaque de estos no-muertos o de la calidad de los relatos que protagonizan: es, sobre todo, apuntar al alma profunda de esta antología. Hay al menos dos cuentos explícitamente ambientados en la industria del cine: «Yo, el vampiro» de Henry Kuttner tiene a Hollywood por escenario; «El muerto viviente», de Robert Bloch, se centra en parodiar a Bela Lugosi. Y todos los relatos —a partir del tercero, «El extraño misterioso», de autoría anónima— contienen imágenes poderosísimas. Sanguinarius es uno de los libros sobre vampirismo más visuales que podrá encontrar el lector o el coleccionista.
La selección es ecléctica, y abarca a todos los vampiros posibles: al no-muerto con su caracterización humana habitual y sus anhelos de sangre, al que Richard Matheson dará una vuelta de tuerca en el muy original «Primer aniversario»; a la entidad psíquica que consume y agota a sus víctimas («La visita de J. H. Obereit a las sanguijuelas del tiempo», de Gustav Meyrink), de connotaciones también extraterrestres («Tan cerca de la oscuridad», de Thedore Sturgeon); o al simple monstruo digno de M. R. James, morador de una cripta abandonada y que estrangula con la misma violencia que el ser invisible de «La litera de arriba» («Concesión de libertad», Mary Cholmondeley). En el sustrato de estos relatos se percibe una advertencia: no conviene perturbar el sueño de los muertos. Pero el aviso no se profiere como una amenaza, sino en tono jocoso, burlón. Hay mucho vampiro ridículo, triste, hasta cutre, en estas páginas.
Quizás uno de los más destacables, por personalidad y semblanza, sea el húngaro Vardalek («Historia verdadera de un vampiro»), triste y horripilante, con aspecto de serpiente. Es un vampiro que llega en ferrocarril, y con retraso. Un melómano políglota que se presenta con cansancio: «Soy un hombre cosmopolita, un viajero que pisa sin descanso la superficie terrestre». Un ser, en suma, desesperado, que ama —como el caricaturesco Futaine de «Yo, el vampiro»— la belleza de la vida por encima de todas las cosas, pero que lamenta amargamente tener que destruirla. Es un vampiro que ejerce su poder, y se expresa, a través de una música apesadumbrada: «Será imposible que alguien oiga una música tan extraña como la que oí en ese momento, una música que era el pálpito de un corazón atribulado». El conde estonio Stanislaus Eric Stenbock, decadente, culto y extravagante hasta el punto de recibir a sus visitas en ataúd —como años haría años después en el culmen de su delirio cierto actor rumano que, al igual que el general Della Rovere, terminó creyéndose su propio personaje—, crea al único vampiro capaz de enternecer al lector. Vardalek es un sujeto digno de lástima. Como curiosidad, señalaremos que Stenbock invierte los roles de género tradicionales del cuento vampírico: las mujeres resultan ser las precavidas, las cautas y recelosas, y los hombres, las víctimas propiciatorias.
Cerca de la fantasía heroica se sitúa «Grettir en la granja de Thorhall», del estadounidense Frank Norris, prometedora y fugaz estrella literaria que tuvo el honor de ser adaptado por el cineasta maldito entre los malditos, Erich Von Stroheim (Avaricia [Greed], 1924). Norris toma como fuente de inspiración para su cuento —una de las mayores rarezas dentro de la temática vampírica— el bello poema islandés del siglo XIV La Saga de Grettir el Fuerte. El Grettir original es un antihéroe maldito, una suerte de Dilvish de intenciones ambiguas; el personaje de Norris no es tampoco exactamente un héroe, aunque comparta destino funesto. El relato se desarrolla en un ambiente inhóspito, que parece esperar y regodearse en la llegada de lo maligno: el tiempo es inclemente; la sensación de malestar, permanente, como un hedor que se resiste a escampar; la angustia, creciente. Norris prepara con sutiles sugerencias primero y con fuertes sugestiones el advenimiento del revenido pastor Glamr, fiero, fuerte y salvaje como Grendel. Dejemos que las palabras de Norris nos envuelvan con su atmósfera siniestra: «Todos creían oír pasos durante la noche. Todos creían oír dedos tratando de abrir las cerraduras de las puertas de sus habitaciones. Todos creían sentir la violencia de unos brazos formidables que trataban de derribar las paredes de la casa». Es un pasaje que incomoda el sueño y hace vigilar la retaguardia, que proyecta una sombra amenazante sobre el santuario del propio hogar.
A estos relatos correlativos le sigue, algunas páginas , el ya mencionado «Yo, el vampiro», un cuento plagado de humor negro y de situaciones dignas del mejor noir. «Yo, el vampiro» aguarda aún una adaptación cinematográfica que plasme su disipada ambientación sórdida. Se trata, indudablemente, del único relato de esta antología que funciona en blanco y negro. Futaine aspira a amar; suya es, sin embargo, la confesión más sincera y descarnada realizada nunca por un vampiro a propósito de su condición: «Comprendí […] que el amor es algo de lo que no puede gozar un vampiro». El narrador es un galán que recuerda en sus idas y venidas a Philip Marlowe. «Yo, el vampiro» deja para la posteridad una memorable escena en la que Futaine hace una prueba de cámara que termina por desenmascararlo. Kuttner es imaginativo, actualiza al apolillado conde y se ríe de él y de los convencionalismos imperantes en Weird Tales, revista en la que fue asiduo y cripta literaria por antonomasia en la que buscaron refugio numerosos vampiros de papel.
Destacaremos dos historias más: «El extraño misterioso», el auténtico punto de arranque del nervio que va mostrando esta selección conforme vamos internándonos en su lectura, y «La tumba de Ethelin Fionangula», de Nathaniel Hawthorne. «El extraño misterioso» es imperfecto y bastante irregular, pero arroja la interesante idea de que los vampiros sólo puedan ser ejecutados por sus víctimas, o de lo contrario será imposible acabar con su inmortalidad. «La tumba de Ethelin Fionangula», por su parte, es el primer cuento vampírico de autoría estadounidense. Se ambienta en una Irlanda fantasmagórica, con cementerios incitantes y risas femeninas insinuantes que cortan el silencio de sepulcro de la noche. La atmósfera es embriagadora, embrujada. En el breve apunte biográfico que precede al relato se especula con la posibilidad de que este cuento inspirara a Stoker para elaborar su obra maestra; sin duda hay rastros de Lucy Westenra en la sensual Ethelin Fionangula, cuya sonrisa lleva a la condenación a un pintor desahuciado.
Existen tantos vampiros como pesadillas. Algunos de los más singulares de su especie desfilan por Sanguinarius, un plató que gustará visitar a todo lector no sugestionable. Se recomienda ir preparado y actualizado: estos vampiros no suelen temer a la luz del sol y no parecen muy vulnerables a crucifijos ni aguas benditas. Consecuencias, e inconvenientes, de la mejor «serie B».