En pleno auge de las literaturas realista y naturalista españolas, año 1882, se publica la narración El amigo de la muerte, de Pedro Antonio de Alarcón. Nos encontramos en ella la reconstrucción de una vieja leyenda indoeuropea, que aúna fantasía, novela histórica y filosofía. El autor traspasa las barreras de la recopilación folclórica, dejando el sello propio de un literato que siempre fue a contracorriente.

La Parca. Ilustración de Antonio J. Manzanedo

La vida y obra de Pedro Antonio de Alarcón (Guadix, 1833- Madrid, 1891) es difícil de encajar en los moldes que se nos proponen al acercarnos a cualquier obra artística. Ha habido quienes, por escritos tales como los recogidos en Cosas que fueron (1871), le han intentado agrupar dentro del costumbrismo realista. Sin embargo, en sus obras se perciben claros ecos románticos con un aura católica, que envuelve y desde cierta perspectiva limita toda su trayectoria. En cuanto a lo ideológico, experimenta una drástica evolución, pasando de ser un defensor a ultranza del liberalismo en su juventud a un católico cercano al tradicionalismo en su madurez. Lo que queda claro una vez nos adentramos en su obra es que es un autor que escapa de modas pasajeras, situándose la mayor parte de sus escritos dentro del espectro del neoclasicismo, pero con temática romántica. En definitiva, nunca quiso o nunca pudo sumarse al sesgo racionalista y cientificista dominante en la España de la segunda mitad del XIX.

Nace en Guadix el año de la muerte de Fernando VII, 1833. En el país se está iniciando un proceso de transición hacia la Modernidad, que derruirá el Antiguo Régimen. Asimismo, estamos sufriendo la pérdida progresiva de relevancia internacional, que culmina a la postre con la enajenación de los últimos territorios de ultramar en 1898. Hijo de todos estos acontecimientos traumáticos es el autor que nos ocupa.

Muy joven ingresó en el seminario, guiando su curiosidad intelectual hacia la espiritualidad católica, de la que, a pesar de sus vaivenes ideológicos, nunca podría sustraerse. En la publicación satírica El Látigo, que dirigirá, vierte todos los pensamientos anticlericales de su primera época, siguiendo así la estela de los intelectuales rebeldes del Romanticismo. Su primera novela, El final de Norma (1855), está claramente influida por el ambiente literario del momento. El propio autor la repudió años después, arguyendo su falta de madurez. Vivió con entusiasmo los intentos revolucionarios de mediados del siglo XIX y, ávido de aventuras, se enroló como voluntario en el ejercito que combatía en el Norte de Marruecos, experiencia que le sirve para escribir Diario de un testigo de la guerra de África (1859). Este constituye el primero de sus libros calificados como literatura de viajes.

Su faceta más conocida e interesante es aquella derivada de la impronta de Edgar Allan Poe, bebiendo, por un lado, de la temática policíaca, verbigracia El clavo (1881), y, por otro, del relato de terror, como podemos ver en La mujer alta (1882). Hemos señalado anteriormente que lo católico inunda todos los recovecos de la obra del escritor granadino y esta es, precisamente, la principal diferencia reseñable con el genio norteamericano. A lo largo de su obra ficcional, observamos una notable tendencia al binarismo, la contraposición del bien y el mal, amén de un trasfondo teológico y espiritual, que le lleva por una senda circundante a las reflexiones metafísicas, pero sin llegar a profundizar demasiado en este campo.

El folclore es otra de las acusadas afecciones de sus escritos ficcionales, normalmente ambientados en su tiempo, pero con un eco del pasado. En el caso de El amigo de la muerte (Ediciones Aljibe, 1999), la novela que estamos reseñando, se basa en un antiguo cuento perteneciente al acervo común indoeuropeo. Se llegó a señalar después de su publicación que esta narración se trataba de un plagio. En primer lugar, la comparación se estableció con Crispino e la Comare (1850), una ópera compuesta por el italiano Ricci. Alarcón quiso disipar estas acusaciones diciendo que no tenía constancia de la existencia de tal obra cuando escribió El amigo de la muerte. Sin embargo, la cosa no queda ahí y aparece otro parecido sospechoso; esta vez, en la literatura española contemporánea a él. Juan Holgado y la Muerte (1850), de Fernán Caballero (seudónimo de Cecilia Böhl de Faber), fue escrita poco antes que El amigo de la muerte y las similitudes en el argumento son bastante notables. Hay quienes creen que Alarcón conoció la obra y le sirvió a modo de inspiración. No obstante, si uno se pone a investigar no cabe la menor duda de que el tema tratado lo encontramos de manera recurrente en la tradición de varios países del Viejo Continente. Sin necesidad de irnos más lejos, están documentadas una versión castellana y otra catalana de la leyenda. De igual forma, en muchas compilaciones de insignes folcloristas europeos, por ejemplo, los hermanos Grimm, podemos hallar cuentos muy parecidos.

 

Caricatura de Pedro Antonio de Alarcón según la prensa de la época (Fundación Lázaro Galdiano). Fuente: Cervantes Virtual

El mérito del autor granadino reside en la adaptación sumamente particular que hace del mito; trasciende los muros del romanticismo más superficial. Alarcón es tan difícil de clasificar como literato justamente por las razones que nos otorga con narraciones así. No se limita a plasmar de manera idealizada una leyenda medieval, como sí hacen los escritores románticos, sino que la entrelaza con diversos géneros y temáticas. En la primera parte del relato, hallamos, además de fantasía, lo que podríamos calificar de literatura histórica y sentimental. Gil Gil, nuestro protagonista, es el hijo no reconocido de un conde y se desempeña como paje de este hasta su muerte. En ese momento, queda totalmente desamparado, buscándose la vida como zapatero. El único sostén de su vida, el amor que siente por Elena, le es arrebatado. Así, sin ningún aliciente ni sustento, opta por el suicidio, pero entra en escena la Muerte para salvarlo. A partir de ahí, lo sitúa bajo su paraguas, dándole un oficio reputado, el de médico. Su habilidad está guiada por su siniestra compañera, que le indica el futuro de cada paciente.

El éxito de Gil Gil va creciendo y este es el punto en que la intrahistoria se intercala con la Historia. El rey Felipe V acaba de abdicar para aspirar al trono francés y su sucesor, el joven Luis I, se encuentra gravemente enfermo. El antiguo zapatero actúa de manera clave otorgándole la información privilegiada al rey padre, lo cual le permite recuperar el trono de España antes de que su hijo fallezca sin descendencia. El favor lo recompensa nombrando duque a Gil Gil y dándole la posibilidad de recuperar a su amada Elena, de extracción social aristocrática.

El episodio cumbre de la novela también tiene algo de crítica política. Al igual que otros novelistas de la época, Alarcón usa la historia del país para tratar, de manera subrepticia, los males de los que adolece en el presente; todo ello va siempre aderezado por un tono mordaz e irónico, que se plasma especialmente en los parlamentos de la socarrona Muerte.

Llega un punto de la narración en que Gil Gil no se encuentra cómodo bajo la protección de su amiga inseparable y decide expulsarla de su vida. La Parca, agraviada, le muestra la sorprendente realidad que se le estaba ocultando, tras embarcarlo en un viaje delirante a través del cosmos. Todo lo anterior había sido un sueño acontecido después del suicidio. Es especialmente interesante este punto, pues ya hemos subrayado la influencia tan fuerte que el catolicismo tiene a lo largo de la trayectoria de Alarcón y aquí se nos muestra, probablemente, el ejemplo más palpable de sus inclinaciones religiosas. La travesía mencionada da la ocasión al autor de imbuirle un carácter teológico a la narración; una simbiosis de filosofía y romance, en el desenlace del relato, que pretende sugerir al lector la impronta de los autores clásicos españoles, más concretamente, de La vida es sueño (1635), de Calderón de la Barca (Madrid, 1600- 1681). La historia finaliza con el día del Juicio Final. La conclusión es la redención del suicida, que previamente la Muerte había reunido con Elena. Gil Gil y ella gozarán de la vida eterna gracias al amor que se profesan y a la pureza de la mujer, capaz de salvar a un suicida. Alarcón, en la descripción de la amada, al igual que en esta última escena, evoca los ideales renacentistas más que los románticos. Es singularmente notoria la influencia de Garcilaso de la Vega (Toledo, entre 1491 y 1503- Niza, 1536), huella que, aunque menos evidente que otras improntas, podemos atestiguar en la obra.

En El amigo de la muerte tenemos una novela corta singular y ecléctica en los albores del fantástico español. Su extrañeza nos inquieta y deleita a partes iguales. Alarcón se prodiga con potentes imágenes cósmicas, ironía, guiños a los grandes autores de la literatura española y un sinfín de detalles más, que hacen a la obra digna de perdurar en el tiempo. Pese a estas consideraciones, siempre ha sido un autor que se ha quedado en la nota a pie de página de los manuales, algo que, en modo alguno, merece. Por ello, como ya hiciera el maestro del género Jorge Luis Borges, era de imperiosa necesidad romper una lanza en defensa del accitano.