Capitán de lobos fue escrita por Alexandre Dumas en plena ebullición de su carrera artística y literaria. Supone un regreso a sus orígenes, porque el autor la sitúa en su natal Villers-Cotterêts. En esa región, cuajada de bosques, Dumas sitúa una antigua leyenda, en la que combina tanto su maestría para la novela histórica como su pasión por la literatura sobrenatural. El relato contiene una fuerte denuncia social hacia la predestinación social, que el autor condena con la complicidad del lector.

Ilustración del pintor Philippe Legendre-Kvater al libro Le meneur de loups, del folclorista y arqueólogo Claude Seignolle

Villers-Cotterêts es una localidad francesa de la región de Picardía, densa en bosques y escasa en habitantes. Las noches son muy oscuras, el viento aúlla con fuerza y las leyendas enraizan con consistencia. Antaño fue tierra de lobos. Hoy es un lugar orgulloso de su tranquila y vigorosa historia: conserva aún el único castillo renacentista de la región, y presume del texto legislativo más antiguo de Francia (fechado en 1539), de enorme importancia por ser el primero en reconocer la hegemonía del francés como lengua administrativa. En el siglo XIX se situaría finalmente en todos los mapas, con letras doradas: allí nacería -en 1802- y sería enterrado -1870- Alexandre Dumas.

La infancia del célebre escritor transcurriría en aquellos vastos parajes, entre el deber filial a la madre -viuda de un heroico general napoleónico que compartiría mesa con el mariscal Ney y que moriría olvidado y en la indigencia-, la afición a la caza y las armas, y los sueños de grandeza en París, que se materializarán a los 27 años, con su estruendoso debut como dramaturgo con Enrique III y su corte, a partir del cual empezará una larga y muy fecunda carrera literaria, de constantes altibajos económicos. Conforme fue creciendo en estatura literaria, Dumas compartió fama con sus admirados maestros Nodier y Victor Hugo, dilapidó a manos llenas, mantuvo romances con numerosas actrices, reconoció a cinco hijos -uno de ellos seguiría los pasos del padre y escribiría, al menos, una obra notable: La dama de las camelias (1848)- y rehuyó por igual a acreedores y acusaciones de plagio. A pesar de todo, siempre seguiría siendo aquel niño de Villers-Cotterêts.

No es de extrañar, por tanto, que a sus 55 años, muchos después de sus éxitos más sonados (El conde de Montecristo y Los tres mosqueteros, ambos de 1844, y La reina Margot, de 1845), decidiera volver la mirada hacia su localidad natal en Capitán de lobos (1857; Valdemar, 2000), una novela que combina las dos grandes especialidades del escritor: la novela histórica, de la que sería un maestro consumado, y la literatura sobrenatural. En ella, vuelca algunos recuerdos de infancia -que se vislumbran en la recreación atmosférica de un Villers-Cotterêts casi de brujería– y muchos de sus miedos de entonces, que son tratados con la serenidad de su edad adulta y de su experiencia como literato.

Dumas dará el protagonismo nominal a uno de sus habituales personajes maltratados por el destino, un zapatero remendón de nombre Thibault, que poco tiene que ver con esos compañeros de profesión de los cuentos de hadas, tan despreciados por Sapkowski, que, tras superar diversas vicisitudes, matan al dragón y se quedan con la chica. Thibault es víctima de la envidia hacia el prójimo y de su deseo por medrar socialmente; tentado por un gran lobo negro, emisario del mismísimo Diablo, adquiere la facultad, a costa de un evidente desgaste físico -en su pelo empiezan a brotar canas rojas como llamas, que no pueden extirparse, como la flor del filósofo doliente de La ciudad del grabado-, de ver realizados sus pensamientos más siniestros, para desgracia de sus congéneres. Thibault llenará su camino de desgracias y cadáveres. Ni siquiera la cándida Agnlette, que le profesará un amor auténtico y humilde, logrará apartarle de esa vía torcida que conduce a la condenación. Por cierto, Agnelette podría traducirse como «Corderita», lo que supone un ejemplo claro de la meticulosidad -y el humor- de Dumas: el cordero es tanto símbolo de inocencia como víctima propiciatoria del lobo, así como su perdición. Precisamente, por poner en peligro a las poblaciones ovinas francesas (y por interferir en los cotos de caza de los grandes señores), la especie autóctona de lobo francés, hegemónica en la práctica totalidad de su territorio, fue exterminada a principios del siglo XX. La especie ha sido repoblada con ejemplares de otras partes de Europa y América, pero los lobos que conoció Dumas, y que nutrieron los cuentos populares, hace tiempo ya que pasaron al orden de las criaturas mitológicas.

En estos mismos bestiarios ocupa un lugar destacado el licántropo, o loup-garou en su variante francesa. Thibault es miembro de esta camada, pero no conviene confundirle con el monstruo transformista. El zapatero está más cerca del chamarilero interpretado por José Luis López Vázquez en El bosque del lobo (Pedro Olea, 1970) que de las caracterizaciones de Lon Chaney. Una de las escasas notas del traductor de la edición de Valdemar, Adalberto Aguilar, retrata al loupgarou dumasiano: «Se designa con este nombre al brujo o endemoniado que, convertido en lobo, vaga de noche por los campos». Thibault es más bien ese brujo, ese pastor de lobos, que se sirve de los animales como herramienta para sus fines malignos. Es otro Edmond Dantès, aunque sin su férrea voluntad ni sus medios económicos: un heraldo del rencor y de la venganza, con un punto de fatalidad.

Bajo las capas de esta historia de superstición y terror, subyace una crítica a la predestinación social. Dumas, burgués y escritor de burgueses, condena los derechos de cuna, que obligan a vivir a los individuos según su condición de nacimiento, sin que sea posible la progresión social. El pecado original de Thibault es haber osado transgredir el lugar social que le corresponde y aspirar a un futuro mejor. El mensaje está en consonancia con el espíritu de la Revolución Francesa -una revolución, recordemos, eminentemente burguesa-; aunque 1789 quedaba lejos incluso en los días del nacimiento de Dumas, sus esencias siguieron alentando las vidas y costumbres del país.

Dumas apela a la complicidad de su lector, que logra con enorme facilidad. Se gana su simpatía con un estilo llano, cuajado de frases cortas, muchas veces coloquiales, que pretenden facilitar la lectura. Su estilo es muy intervencionista, porque el propio autor deja caer constantemente sus opiniones; logra así el acercamiento al lector-camarada, como se aprecia, por ejemplo, en esta frase, ya avanzada la narración: » […] A las seis de la tarde de un día de enero ya hace tiempo que ha oscurecido, de modo que, comiendo con velas, ya pueden ser las seis o medianoche: a mí siempre me parece que se está cenando» (página 159). Dumas tampoco deja mucho margen para la imaginación. Es muy «explicativo», porque quiere amarrar la contundencia de su mensaje, que no dé lugar a equívocos. Sus metáforas no deben desviar de esta intención, como se observa en este caso seleccionado: » [..] A él le parecía oír murmullos, como se escucha el murmullo de las olas al subir la marea, o el ruido de las ramas secas cuando son azotadas por el viento de invierno». Dumas sabe cómo hablarle al lector; buena parte de su colosal éxito se debió a su enorme talento para sintonizar con los anhelos de la población: en Capitán de lobos sacude por igual a ricos y pobres sin que ninguno salga escaldado por la lectura. El rico queda satisfecho al comprobar que, al final, las aguas vuelvan a su cauce y el réprobo resulta castigado; el pobre, al ver cómo el poderoso se doblega ante fuerzas incontrolables y que le superan, como en 1789. Dumas es único en este juego de equilibrios, que practicó a lo largo de una vida disoluta y hedonista.

Unos párrafos atrás dijimos que Thibault era el protagonista nominal de Capitán de lobos. No nos olvidamos, en el epílogo a este texto, de mencionar al verdadero personaje principal de la novela: el bosque que rodea, contempla, condiciona y ejerce su influencia sobre los demás actores de la función. Ese mismo bosque que no entiende de jerarquías sociales, tan viejo como para recordar las eras anteriores a la humanidad. Un bosque de lobos, y también de hombres. El lugar al que conducen todos los caminos. Y la senda que, en plena madurez artística y vital, decidió volver a recorrer Alexandre Dumas para reencontrarse y dar así sentido a su obra y a sus preferencias. Los fantasmas no tienen por qué ser almas errantes: a veces -más de las que creemos- son el rastro de un recuerdo tan profundo e interiorizado como para ser parte de nosotros mismos.