La Ratesa, importante punto de inflexión en la obra del Nobel de Literatura (de 1999) Günter Grass, puede leerse como una inmensa fábula de la Guerra Fría, pero también como una fábula del drama y la incertidumbre del destino del pueblo alemán, o del mundo, así como un homenaje a los cuentos de hadas y al folclore. Formalmente –como el resto de la obra grassiana es complejísima-, exige al lector, porque existen varias líneas argumentales, todas en un vaivén entre el realismo y lo fantástico, entre lo fabuloso y lo prosaico, en distintos tiempos narrativos y desde distintos puntos de observación.
La historia de la ciencia es siempre una historia de sacrificios, de esfuerzos, de tragedias, y de golpes de suerte; tal vez algún día se erija un monumento para todos aquellos que han muerto en nombre de la medicina, la alimentación, la seguridad, y, ¿por qué no?, la cosmética. Cuando eso suceda, en ese monumento junto a los Pasteur, los Watson y los Crick, deberían figurar nombres de cerdos, monos, caballos, perros, gatos, cobayas, y por supuesto de ratas. Al menos esa es una de las ideas que Günter Grass (Danzig, 1927- Lubeca, 2015) plantea en la novela La ratesa (1986; De Bolsillo, 2015), y que incluso utiliza en su discurso de aceptación del Nobel de Literatura en 1999, para ironizar la premiación misma, ya que, en su novela, las ratas de laboratorio son galardonada con la máxima distinción en las ciencias y artes.
La naturaleza en su sabiduría, calculada o no, es capaz de hacer que especies tan dispares como el Homo sapiens y la Rattus norvegicus tengan similitudes biológicas que permitan inferir que lo que beneficia o daña a una puede hacerlo proporcionalmente al otro. Si a una persona cualquiera, al azar, se le preguntara desprevenidamente ¿cuánta diferencia hay entre una rata y un humano?, probablemente su respuesta sería que mucha, pero si se le preguntara ¿en qué se diferencian? difícilmente superarían lo más obvio, que una es un animal y el otro es… ¿también un animal? La suerte y la evolución han hecho que el hombre esté en la cúspide de la pirámide, desde dónde desarrolla tecnologías de la creación y de la destrucción; a pesar de todo ese progreso, sigue estando a merced de la naturaleza, y dentro de esa naturaleza está la rata parasitaria. Un pequeño y tenaz acompañante de la especie humana, evidencia de la civilización, reflejo de la opulencia y la desgracia que se pueden suceder en ciclos interminables en los pueblos. A menudo los excrementos de ratones o de ratas son símbolos de males indefinibles, de temores que habitan en lo profundo del alma de la civilización; tanto que el ser humano mantiene una relación de amor-odio con los roedores, tan admirado y despreciado a partes iguales: de ahí que la rata sea animal sagrado o peste.
En la novela se reflexiona sobre la relación histórica, simbólica, cultural y simbiótica entre el ser humano y los roedores. Todo acontece por medio de una misteriosa rata que narra las aventuras de la humanidad y la ratedad, una al lado de la otra, porque donde hay hombres hay roedores, porque en el fondo ambas comparten algunas características insospechadas, además de una inteligencia y curiosidad que siempre los impelen a asumir riesgos, y que también son compatibles en su capacidad de poblar rápidamente cualquier lugar medianamente adecuado para habitar.
Grass, al autodefinirse como artesano de la palabra, sabe entretejer distintos hilos argumentales que se fusionan en una historia a veces caótica, a veces derivativa, pero siempre rica en figuras, en argumentos aparentemente surrealistas, explotando el imaginario colectivo de la cultura occidental, porque después de todo a nadie hoy en día se le hace raro que una rata ccuente su vida, y mucho menos cuando se ha crecido con el gran producto cultural del siglo XX: el ratón Mickey de Disney. La diferencia es que la ratesa de Grass está lejos de ser el ratón bonachón de calzones rojos símbolo de una transnacional que acumula su poder debido al hambre de entretenimiento fácil de digerir que enajena al mundo moderno: desde su albina blancura y sus ojos rojos, la ratesa da cuenta de los males humanos y de cómo ellas, las ratas, han debido soportarlos una y otra vez, víctimas de las acusaciones sin fundamento de los males que aquejan a la humanidad.
La ratesa es una reflexión sobre el tiempo de posguerra, la Guerra Fría, la política y sociedad alemana de las décadas posteriores a la separación, pero también de ese escepticismo que aquejaba a la Europa polarizada; por medio de su ratesa, y de todos sus personajes, Grass emite sus razonamientos sobre distintos temas, como la situación política de las Alemanias y el escepticismo ante la reunificación, o los cambios socioculturales generacionales. Quizás uno de los rasgos más notorios de osadía sea cuando, desde sus reflexiones «ratescas», medite sobre cómo distintas culturas no han dudado en calificar de “ratas” a aquellos que consideran despreciables (como a los judíos, lo que no es poca cosa considerando el tabú impuesto al pueblo alemán sobre ese asunto); tampoco duda en incluir entre las fuerzas fácticas a las élites académicas, que conspiran con militares y empresarios para derrocar a un gobierno, que sólo podría calificarse de fantástico por estar constituido por personajes de cuentos populares. Se percibe cierto desencanto a su tiempo, a su sociedad, a su orden de cosas, que Grass encubre con encantadoras imágenes paródicas de su mundo.
En La ratesa hay también una visión ácida sobre el papel de los medios de comunicación y la tecnología, una profecía satírica del aparente estancamiento creativo de nuestra época dada al reciclaje de ideas, personajes, historias. El mismo Grass recicla un personaje: Oskar Matzerath (El Tambor de Hojalata [1959, Punto de Lectura, 2000]), devenido en empresario de videos pornográficos educativos, para sentenciar que ya todo lo que podía filmarse estaba filmado, lo que incluye el cataclismo nuclear propiciado por las grandes potencias, que destruye todo el mundo, dejando como testigos y supervivientes a las ratas y sus herederos.
Günter Grass, o ese narrador engañoso que habla con la ratita, renueva su amor por los cuentos de hadas, usando a los personajes de estas fábulas infantiles en situaciones nada infantiles. No hay que olvidar que la Academia Sueca justificó el Nobel de Literatura a Grass, argumentando que sus: “… divertidas fábulas negras retratan el rostro olvidado de la historia». La Ratesa puede leerse como una inmensa fábula de la Guerra Fría, pero también como una fábula del drama y la incertidumbre del destino del pueblo alemán, o del mundo. Formalmente –como el resto de la obra grassiana es complejísima-, exige al lector, porque existen varias líneas argumentales, todas en un vaivén entre el realismo y lo fantástico, entre lo fabuloso y lo prosaico, en distintos tiempos narrativos y desde distintos puntos de observación. Después de todo, ése es el arte de Grass, crear capas narrativas que se cruzan en puntos insospechados. Como si fuese un cocinero para quien la comida siempre juega un papel alegórico (como en El Rodaballo [1997; Alfaguara, 2016]), hace uso de todos los ingredientes que están a su alcance (los temores de su sociedad, los lugares comunes de su cultura), pero también emplea los fenómenos de la moda, como lo muestra el papel simbólico de los juguetitos de pitufos hechos en Hong Kong. Sin un recetario, crea arriesgadas combinaciones, haciendo que el lector en más de una ocasión se sienta al mismo tiempo asqueado y atraído hacia eso que nos ofrece en cada una de sus páginas. La ratesa, como El Rodaballo, habla mucho de la humanidad, y de la relación de lo humano con su entorno, con su tiempo, con sus ficciones.
Al igual que el autor, la ratesa, es una incómoda testigo de su tiempo, de las circunstancias no siempre coherentes en las cuales se desenvuelven los humanos; está allí diciendo lo que muchos, por miedo a lo que hoy se conoce como corrección política, se callan, se guardan para sus adentros, royéndose las entrañas por no saber cómo exteriorizarlo. Y si las observaciones de la gran rata se sienten por momentos crudas, es porque ante la necesidad de llamar las cosas por su nombre –por medio de la voz de los distintos personajes de la novela, como Matzerath o el Rodaballo, o de esos personajes del folcloe y los cuentos de hadas-, constantemente se señala los sinsentidos del mundo occidental moderno.
La ratesa de la historia debería tener un lugar privilegiado entre esos roedores que constantemente nos recuerdan una y otra vez qué significa ser humano, allí en un punto medio entre, en un extremo, el ratón Mickey de Disney o el Jerry de Hannah Barbera y en el otro, el Maus de Art Spielgman (Random House, 2015) o el Rat God de Richard Corben (Dark Horse Books, 2015); porque en el fondo, sabemos que nos parecemos más de lo que sospechamos, pero también más de lo que quisiéramos, a esos animalillos, a menudo considerados como una plaga, un mal demasiado inteligente y fecundo, destructivo y perseverante, tanto que han conquistado todo el mundo, y que posiblemente, como augura Grass, nos sucedan a los humanos en el dominio de todas las especies.