Dedicamos la Noche de Difuntos de 2021 a honrar la memoria de El ojo invisible -también conocido como La taberna de los tres ahorcados-, sobresaliente cuento de la dupla Erckmann-Chatrian escrito en 1857. Es un cuento sobre simetrías y contrastes, que da una doble vuelta de tuerca a los convencionalismos literarios sobre brujas y casas encantadas. Conoció un remake, más sórdido, de la mano de Hanns Heinz Ewers en La araña (1908).

Mansión encantada. Fotografía de Luna Rueda para Fabulantes

Si el turista decide visitar la región de Mosela (Lorena, noroeste de Francia), quizás de camino al Parque Nacional de los Vosgos, puede hacer un alto en el camino en el restaurante Erckmann-Chatrian, en Phalsbourg, para degustar algunas de las delicias de la cocina regional. Es posible que allí disfrute del eco de los sabores, olores, conversaciones, y hasta fisionomías que, más de dos siglos antes, constituyeron la cotidianidad e inspiraron a las dos celebridades literarias nativas que dan nombre al mesón. Para poder recrear estas sensaciones, deberá estar provisto de alguno de sus numerosos libros, o de alguno de sus brillantes relatos. El ojo invisible podría ser un buen ejemplo, aunque su ambientación discurra a varios kilómetros, en una Núremberg bulliciosa y alegre amenazada por la alargada sombra de una maldición siniestra.

Émile Erckmann (nacido precisamente en Phalsbourg) y Alexandre Chatrian escribieron el cuento en 1857. Lo pensaron conjuntamente, pero seguramente fuese redactado por Erckmann, como era habitual en esta alianza: Erckmann escribía y Chatrian corregía y distribuía los textos. Erckmann-Chatrian fue un engranaje perfecto que necesitó de sus dos piezas para funcionar correctamente durante 37 años. La muerte de Chatrian, nueve años antes que la del socio, secó el talento y las ideas del superviviente, que apenas fue capaz de escribir (tan sólo terminó dos libros más) en lo que le quedaba de vida.

El ojo invisible (incluido en la imprescindible antología Miedo en el cuerpo. 25 años de terror con Valdemar, 2012) es una de las obras maestras que compusieron, un relato inolvidable e impactante que da una vuelta tanto al cuento tradicional de brujería como al de las casas encantadas. Para empezar, en El ojo invisible no hay una mansión hechizada, sino dos, y ambas son casi simétricas. De hecho, la simetría es el armazón sobre el que se apuntala un relato en el que cada elemento tiene su reflejo y a la vez su opuesto. Así, el albergue de El Buey Gordo tan sólo se diferencia de la casa de la vieja Fledermaus en el solitario roble que rompe la línea de su horizonte. La anciana tiene su contrapunto en el pintor Christian, el protagonista de la historia; en el tercer acto ambos convergerán simétricamente, como si fueran un caleidoscopio. Su fusión será necesaria para poner fin a los misteriosos suicidios que se suceden en la cómoda habitación verde del mesón.

Tres personas llenas de vitalidad y proyectos (un comerciante de pieles, un militar licenciado y un estudiante) se convierten en improbables suicidas al colgarse de la barra que remata el tejado de El Buey Gordo. Christian, parapetado desde su buhardilla, desde la que tiene una panorámica óptima de las dos casas gemelas, no tarda en descubrir el siniestro patrón de las muertes, y que apunta a la vieja Fledermaus, aparentemente frágil pero de torva mirada y peores intenciones. El joven pintor es un mirón, el ojo invisible del cuento, el que observa la tragedia pero se muestra impotente para prevenirla, hasta que al final se ve obligado a actuar de manera inevitable. “La justicia va despacio, pero al final alcanza su meta”, señala un Christian resignado a ser el irremediable obstáculo en los planes de Fledermaus. Durante buena parte del texto, ambos disputarán, jugarán al gato y al ratón y, sobre todo, se observarán. Fledermaus, a modo de reflejo maligno de Christian, será también testigo de los suicidios, y sonreirá aviesamente por su doble triunfo: el de la muerte y ante su adversario oculto, al que no ve pero percibe.

Striga. Ilustración de Dario Jelusic

El ojo invisible se resumen en la siguiente reflexión de Christian: “Me vino a las mientes ese contagio de suicidios, de asesinatos, de robos… repetidos en épocas determinadas, con métodos determinados: ese extraño contagio que nos hace bostezar porque vemos a alguien bostezar; sufrir, porque alguien sufre; matarnos, porque alguien se mata. Recordé todo eso y mis cabellos se erizaron de espanto”. Esta terrible revelación se produce como un tic, como un automatismo, como uno de esos movimientos reflejos que tanto abundan en el relato y que culminarán en el fabuloso acto final, seguramente una de las cimas de la angustia literaria.

No sólo de simetrías vivirá el cuento, sino también de contrastes. Para otorgarle una cadencia tenebrosa a su atmósfera, Erckmann-Chatrian introducen continuamente opuestos: así, mientras los alrededores de El Buey Gordo son bulliciosos, agitados y ruidosos, la morada de Fledermaus es tranquila, lúgubre y silenciosa (o “sombría, cuarteada y húmeda”). Fledermaus parece inofensiva, digna de llevar “una existencia de buenas obras y piadosas meditaciones”, a la vez que es enérgica y vengativa. En la víspera de una sus horribles acciones, su repentina (y escalofriante) actividad, que desmiente la edad de sus carnes, es observada por el ojo muy abierto, casi crispado, de Christian. Mientras que el mundo se mantiene ajeno a los tejemanejes de Fledermaus, y la vida sigue su curso plácido e ingenuo, el interior del pintor bulle de inquietud, de determinación, de terror.

Al final, Christian tiende una trampa que termina por envolver a la anciana, como un insecto en una tela de araña. Páginas atrás, la propia Fledermaus ha mostrado su afinidad con ese insecto depredador y metódico, con el que se identifica. En 1908, Hanns Heinz Ewers, el padre de la mandrágora, se verá tan poseído por la ambientación de este relato que lo replicará en La araña, un remake en toda regla y aún más sórdido, como marca el signo de aquellos nuevos tiempos. Una época que incuba las mayores pesadillas de la Humanidad, y que no tardarán en cernirse, como ancianas vengativas, sobre la tensa paz de un mundo frívolo. El Rin mítico que describieran Erckman-Chatrian, confidente y musa de sus fantasías, caudal de gentes generosas, leyendas y oscuras historias, queda muy atrás. Fledermaus y Christian se debaten como sombras chinescas sobre este telón desesperanzado.