Nórdica edita El color que cayó del espacio, uno de los relatos de Lovecraft más apreciados por sus lectores en una coqueta edición con nueva traducción y profusamente ilustrada por el dibujante Albert Asensio. Una excusa más para releer, o visitar por primera vez, al escritor de horror cósmico por excelencia en su máxima expresión.
Las imágenes que acompañan este artículo pertenecen a la edición ilustrada de Nórdica y son obra de Albert Asensio. Se publican con el consentimiento expreso de la editorial
El cuento largo The Colour Out of Space, del cada vez más conocido H. P. Lovecraft, ha recibido numerosas traducciones desde que se publicó inicialmente en España. Algunas de ellas, como El color que cayó del cielo (Pulpture, 2020), hacen una interpretación más poética, pero son menos afines al original; mientras que otras -es el caso de El color del espacio exterior– resultan más literales. Por último, encontramos también una a caballo entre ambas: El color que cayó del espacio (Nórdica, 2020). El propio título introduce un distintivo lírico que dota a la historia de particularidad frente a las demás. Y, efectivamente, es algo que consigue, aparte de aunar elementos propios del terror con otros de la ciencia-ficción. Estamos, pues, ante un claro ejemplo de su horror cósmico, pero que asimismo presenta una belleza característica, que predomina entre la decadencia consecuente de la caída de ese «color». Es una historia con una extensión muy adecuada: más larga que sus primeras, pero más breve que las tardías. Uno de los cuentos de Lovecraft de los que más orgullo sentía, ya no tanto por el esfuerzo que le costó escribirlo —que no fue mucho comparado con algunas de sus creaciones—, sino por lo redondo del resultado; porque ¿a quién no le gustaría escribir un relato así?
Su escritura tuvo lugar en la primavera de 1927, aunque no vería la luz hasta el otoño de ese año, en la revista estadounidense Amazing Stories. La narración está ambientada al oeste de la ficticia Arkham, con referencias a la Universidad de Miskatonic, y es transmitida al lector a través del narrador, un profesional que se ha desplazado hasta allí con el fin de estudiar la orografía de la zona donde se prevé construir un embalse. Con su llegada, el joven desentierra una historia que se resistía a permanecer en el olvido, al despertar en él el desolador estado del paisaje un interés más que justificado. Los oriundos del lugar se muestran reacios a dar detalles sobre el origen de la podredumbre y le aconsejan desoír los infundios del viejo Pierce, recomendación que termina causando el efecto contrario. El anciano cede a la petición del ingeniero y le confiesa los hechos acaecidos en la década de 1880, originados por la caída de un aerolito; un horror inhumano que llevó a una familia campesina, los Gardner, a la más triste condena, contagiados de una enfermedad que no era de este mundo.
Inquietado por la naturaleza del causante de los males, así como por el polvo grisáceo que invade el paisaje, las cosechas incomestibles, la vegetación extinta, la fauna mutante, la ausencia de vida…, el lector leerá el cuento, casi con seguridad, del tirón. Lo que sea que transportaba el meteorito ha llegado a nuestro planeta con un único fin: corromper todo aquello que esté a su paso. Es tan determinante su caída que científicos acuden en vano para investigarlo y exponer sus teorías, que resultan contradictorias; y, al mismo tiempo, los análisis sólo consiguen confundir la realidad. Desde el principio queda claro que esta área rural nunca volverá a ser lo que fue.
El «color» que cae en la granja de Nahum Gardner es comúnmente representado con tonos violáceos, pero, a decir verdad, es totalmente desconocido para el ojo humano. El «color» que se esconde en el pozo de la finca debe engendrar en el lector pavor y, a su vez, contemplación; debe alejarse de su habitual imagen de entidad monstruosa. Debe, por tanto, ser incierto y admirable. Lovecraft se reinventa con esta historia, se aleja de sí mismo para ofrecer algo nuevo, pero sin traicionarse. Se supera. No es extraño que así sea, puesto que, como acertadamente apunta Houellebecq (Siruela, 2006), existe algo en Lovecraft que tampoco es de este mundo.
La narración en primera persona es recurrente en el escritor. Su obra está llena de ejemplos de su uso, porque evidentemente funciona. En El color que cayó del espacio va preparando el terreno, con un ritmo más bien lento. Presenta, en un primer momento, las consecuencias de la llegada de la materia espacial; no se detiene en explicar lo indefinible, y cuando creemos que estamos cerca de conocer la verdad, se produce una explosión visual que nos recuerda que no hay respuesta. En este caso, además, emplea ciertas similitudes artísticas en las descripciones que logran transmitir una mayor seriedad a la situación. Sin olvidar, además, su sobrecargado uso del lenguaje, en el que abundan los calificativos, tan criticado en la obra del de Providence, pero tan efectivo para su propósito.
La nueva traducción —de la que nada hay que objetar—, hecha con motivo de esta edición, corresponde al misterioso Colectivo Lovecraft BdL, un grupo formado por un total de diez personas, según los créditos del libro. Pero si algo hace característico a esta edición es el gran número de imágenes que contiene, realizadas por el ilustrador catalán Albert Asensio. Dibujadas principalmente en escala de grises, los únicos tonos diferentes que incluyen son los rosas y azules. Esta combinación marca un gran contraste, estableciendo de forma clara el punto hacia donde dirigir nuestra atención. El color lila es, sin duda, el protagonista, pues también está presente en la numeración de cada una de las páginas, las guardas y la tipografía de la portada. Las ilustraciones captan con pericia la soledad reinante en la desolada hacienda. En definitiva, una bella edición, cuya manejabilidad es su principal virtud, ya que permite al aficionado releer el relato de una manera accesible.
Ha de mencionarse, por otro lado, la reciente adaptación cinematográfica del cuento. La lista de fallidos intentos de llevar a la gran pantalla la producción literaria de Lovecraft parece haber creado una maldición en torno a su obra, que ha recibido el calificativo de inadaptable. Puede ser. Si algo está claro es que la literatura del estadounidense no fue concebida para ser reinterpretada a ese nivel. Esta limitación se debe, sobre todo, a que su particular horror funciona mejor por escrito, sin que la imaginación se vea interrumpida por nada. Color out Of Space (2019) es otra prueba de ello. Está dirigida por el ausente Richard Stanley y protagonizada por el odiado Nicholas Cage; destaca exclusivamente por su fotografía, pues se aleja de la fuente original para acabar creando una trama nueva. No es una mala película, pero, desde luego, se suma a la ya mencionada relación de rodajes fracasados.
Lo que se esconde en el espacio exterior es superior a la lógica humana y, por consiguiente, así lo son sus horrores; la ciencia no puede afrontarlos, de ahí que se conviertan en el caldo de cultivo perfecto para que se desarrollen las leyendas. En nuestra época estamos tranquilos; confiamos en conocer lo suficiente del cosmos como para que nuestras preocupaciones sean otras: impuestos, trabajo, familia, etc., y no los inquietos colores del universo. Pero erramos: aún hay mucho por descubrir ahí fuera; no lo tenemos todo bajo control, por muchas presas que podamos construir. Las incógnitas no tienen fin.