Una órbita cerrada y compartida, continuación estricta pero independiente de El largo viaje a un pequeño planeta iracundo, satisface los anhelos tanto del público más amante de la soft SiFi, como de aquellos que desean ver a la ciencia-ficción contemporánea en la vanguardia del análisis moral respecto a las principales cuestiones y retos que el avance científico-tecnológico nos trae a la puerta de nuestra civilización. La voz narradora toma claramente partido por un uso responsable de las tecnologías a la hora de cruzar su intervención con algo tan profundo como el sentido del ser de uno mismo.
Una órbita cerrada y compartida (Insólita, 2020) es la segunda entrega independiente de la saga que Becky Chambers comenzó con El largo viaje a un pequeño planeta iracundo (Insólita, 2018). Una saga que ya concluyó en inglés con la publicación de Record of a Spaceborn Few (2018, todavía sin traducción en España) y que es tan inteligente como para haber merecido el Hugo 2019 a la mejor serie de ciencia-ficción. Méritos no le faltan.
Cuando decimos que esta entrega es de lectura independiente nos estamos refiriendo a que, aun siendo una continuación temporal precisa de la primera novela, puede leerse de forma separada respecto a aquélla. Ambas son radicalmente diferentes en el fondo que tratan. Chambers sabe aprovechar aquí, eficazmente, el universo construido en la primera novela para hacernos mucho más disfrutable esta entrega.
En ella se nos presenta un tema, además, de creciente preocupación para los lectores, y que aparece contado desde una perspectiva de cada vez mayor presencia e interés en la literatura del género: la identidad personal en relación con la construcción social de los cuerpos, mediada aquí por la intervención de la tecnología avanzada, y focalizada desde una perspectiva femenina encastrada en un mundo preferentemente masculino. La novela nos habla, a partir de este núcleo ideológico motor, de múltiples asuntos, todos ellos de máximo interés y actualidad, con el foco puesto en su posible evolución futura.
Chambers satisface así los anhelos tanto del público más amante de la soft SiFi, como de aquellos que desean ver a la ciencia-ficción contemporánea en la vanguardia del análisis moral respecto a las principales cuestiones y retos que el avance científico-tecnológico nos trae a la puerta de nuestra civilización. Pues la novela no sólo se sumerge de lleno en estos temas, sino que, además, la voz narradora toma claramente partido por un uso responsable de las tecnologías a la hora de cruzar su intervención con algo tan profundo como el sentido del ser de uno mismo.
La autora demuestra gran talento a la hora de coordinar sus tramas, y lo borda desde dos puntos de vista compatibles y complementarios.
Por un lado, Una órbita pequeña y compartida fija su foco en Sidra, la nueva identidad de Lovelace, la inteligencia artificial de nuestra querida nave Peregrina –co-protagonista de la anterior novela-. Tras los hechos entonces acaecidos, y para dar un nuevo paso en su existencia, ha decidido implantarse en un cuerpo orgánico. Este paso es técnicamente viable, incluso resulta sencillo y no traumático, pero a partir de haberlo dado deberá familiarizarse con una nueva forma de relacionarse con la realidad, con los demás y con el mundo, nada sencilla para ella.
En su caso, además, la complejidad principal procede de la serie innumerable de poderes potenciales a los que renunció al pasar de nave a cuerpo humano. Por ejemplo, la simultaneidad y la heterogeneidad multisensorial que sus numerosos y distintos dispositivos electrónicos le garantizaban y que ahora el cuerpo humano la limita extraordinariamente, casi hasta encerrarla. O también se aprecia en su muy distinta relación con el espacio-tiempo: si su anterior capacidad de trabajo le permitía hacer casi al instante las tareas, su nuevo cuerpo le exige un proceso preparatorio y un tiempo de ejecución comparativamente bastante más dilatado.
Pero la gran diferencia estriba en la radicalmente diferente experiencia sensisitivo-emocoional, tan bien expresada por la voz narradora a través de imágenes evocadoras que, a una inteligencia artificial de sus características, le hacen entender lo que, debido al abismo separador entre lo electrónico y lo orgánico, deberían provocarle las emociones, los sentidos y los pensamientos humanos. Todo un reto narrativo que, desde el principio, clara y perfectamente desarrollado en un personaje tan interesante como excelentemente perfilado.
La otra protagonista es Peeper, antaño Jane 23, hoy en día una brillante ingeniera mecánica con capacidad para arreglar casi cualquier aparato o chatarra aparentemente inservible, y que en el pasado era una esclava preparada para ser una pieza más en un engranaje totalitario de una sociedad de ingenieros genéticos de dudosa ética y moral. Peeper posee, además de otra interesantísima historia a sus espaldas, la condición de ser uno de los principales apoyos de Sidra en la transición a su nueva vida como criatura orgánica. Ambas, Peeper y Sidra, quedan hermanadas así por una experiencia compartida, creíble y verosímil, que dota a la novela de algunos de sus momentos de mayor interés creativo y literario.
Jane 23 también posee una dimensión propia que conviene no desdeñar. De hecho, Una órbita pequeña y compartida se mueve en dos tiempos paralelos, alternando los capítulos de la infancia de Jane 23, cuando ésta era aún joven (transita entre los diez y los diecinueve años), con los de Sidra (apoyada por Pepper, es decir, por una Jane 23 ya madura y en una nueva etapa de su vida), precisamente para darnos una perspectiva amplia sobre la conexión de ambos procesos de transformación identitaria, cada cual con sus puntos en común a la hora de integrarse en un mundo que por su origen se le presenta a ambas hostil, pero también con sus notables diferencias.
Estas diferencias son las que aportan profundidad al personaje de Jane 23/Pepper, pues no se trata de un simple cambio corporal o sensorial, sino identitario, ya que altera el mundo que Jane 23 conoció. Esta nueva condición exige para ella el tránsito por caminos bien distintos a los de Sidra: precisa reforzar su autoestima, mejorar en su autoconocimiento al buscar los saberes que la sociedad en la que nació le había negado, o aprender a vivir sola.
Con estos mimbres, la novela de Chambers posee material suficiente como para explorar de forma amplia las experiencias basadas en la transición identitaria. Lo hace desde el punto de vista de la transición corporal y sensorial, abriéndose al debate ético respecto al transhumanismo y a los límites de la relación cuerpo-mente. También desde la perspectiva de la transición de género, dándole cancha al debate sobre cómo es esta relación cuerpo-mente la que determina quiénes somos más que otros factores estrictamente corporales o biológicos, y desde la conciencia de clase: cómo la transición interclasista y las condiciones estructurales en las que nacemos (en este caso, una sociedad de ingenieros genéticos) pueden determinar de forma tan profunda la realización (o no) de nuestras posibilidades de vida.
Como única nota escéptica lamentamos, a pesar de tan buenos y bien planteados mimbres, no haberse manejado un ritmo lo suficientemente bien como para encajarlos mejor y habernos permitido una lectura más ágil, cómoda y placentera de la que, al final, por su lentitud, nos resulta. Además, el manejo temporal, exigido por este ritmo, acaba desgarrando a ambas protagonistas y a sus historias entre sí, separándolas bastante cuando, en realidad, tienen muchos y desaprovechados puntos mutuos de contacto.
Una órbita cerrada y compartida, con todo, se lee como una novela mucho más madura, mejor acabada e internamente más coherente y sólida que su predecesora. Se nota con más fuerza -y esa es una noticia que nos alegra- que Becky Chambers está creciendo a pasos agigantados como contadora de historias. Con más valentía, osando ir más allá de los límites que voluntariamente se ha autoimpuesto, se perciben ideas interesantes y potencial para desarrollarlas. Sabemos que, en esta fase de su carrera, quizás sea aún precipitado, pero ¿quién sabe si no estamos ante una de las próximas gigantas de la ciencia-ficción? Madera tiene.