¿Qué pasaría si los alienígenas llegaran a nuestro planeta, por motivos sorprendentes y con intenciones inesperadas? El presente relato de nuestro nuevo colaborador Rodolfo Ángeles se interna en esa posibilidad, a la vez que arroja una nueva luz más allá de las estrellas…

Jellyfish Village. Ilustración de Andreas Rocha

Un día llegaron. Sin explosiones, sin maremotos, sin interferencia de radios, sin invadir señales de televisión, sin ataques masivos, sin terremotos, sin batallones de perros ladrando. No hubo neblina, ni relámpagos, tampoco señales de radares, sólo llegaron hasta el telescopio de Arecibo en Puerto Rico. Eran una media docena, del tamaño de hipopótamos, pero parecidos a tardígrados, esos microorganismos llamados ositos de agua. Tenían una complexión robusta, tres pares de patas que terminaban en seis tentáculos a manera de dedos. Como tenía la forma de una salchicha con patas, ambos extremos eran exactamente iguales, una serie de pliegues insinuaba una boca, no se observaban ojos, ni orejas. Su piel era gelatinosa, aunque se adivinaban una serie de músculos bajo la baba y la epidermis rosada exterior.

Quienes operaban el telescopio se quedaron abrumados, porque en cuanto llegaron apenas se percibía un olor a humo –probablemente de haber atravesado la atmósfera a gran velocidad-. Los animales avanzaron ligeramente, a pesar de su tamaño, hasta llegar a la base del telescopio. No hicieron nada, sólo se alinearon todos en la misma dirección hacia donde estaban los hombres y mujeres que operaban el aparato.

Eran universitarios, creían en la posibilidad de vida en otro planeta, pero habían visto tantas películas sobre invasiones, que pensaron que sería más apocalíptico, más dramático. La realidad era absolutamente más tranquila. Antes de acercarse a los recién llegados se comunicaron con Estados Unidos. Llegaron científicos del ejército y de diversas universidades; enfundados en trajes biomédicos se acercaron tranquilamente, tomaron muestras, y los visitantes de las estrellas se dejaron examinar con calma. Emitían un breve chasquido, casi imperceptible al oído humano, pero detectable con una herramienta especial.

Los meses siguientes, siguieron allí, vivos, inmóviles; a ciencia cierta no sabían si respiraban o comían, ciertamente hacían un movimiento en sus pliegos extremos que parecían indicar que absorbían aire, pero bien podía ser un lenguaje inaudible, o cualquier otra cosa. Curiosamente, los científicos tampoco actuaron como lo hacen en las películas: como no sabían si eran inteligentes o no, si tenían consciencia, si eran racionales, no se atrevían a despanzurrar a ninguno para examinarlo por dentro; se notaba que ellos no sabían cómo comunicarse, mientras que los humanos no sabían si eran los pioneros de una invasión mayor, o sólo unas criaturas que el azar había puesto en esa isla.

Sus cuerpos eran diferentes, la bioquímica de sus tejidos eran compuestos distintos al carbono de los humanos y otros animales de la tierra. Tenían moléculas complejas, pero lo más sorprendente era que la baba que los recubría era completamente distinta a la composición de su cuerpo, como si fuese una especie de traje espacial. ¿Era aquella la evidencia de que se trataba de seres inteligentes? Quizás, aunque no había que olvidar que un siglo atrás, los antropólogos se encontraron ante ese mismo dilema, porque consideraban que la cocina de los alimentos, la transformación de sus propiedades a través de procesos específicos, eran exclusivos de los humanos, pero la miel contradecía esta teoría, así como también los cultivos micóticos de las hormigas. Podían ser inteligentes, pero también podían ser producto de una evolución.

Ante la falta de información, de conocimientos certificados sobre la materia, los expertos que procuraban comprender, desde su limitada humanidad, a esas criaturas extraterrestres, recurrieron al equipo del programa de televisión «Alienígenas Ancestrales» de History Chanel, ya que éstos habían elucubrado por décadas las teorías más sorprendentes sobre las civilizaciones extraterrestres. Pero ahora que de verdad tenían ante sí a seres de otro mundo, primero no querían ir a verlos, después no sabían qué decir, y luego no podían creer lo que miraban, porque aunque alguna vez insinuaron que la estructura del tardígrado era la adecuada para soportar los viajes cósmicos, los seres que tenían enfrente, millones de veces más grandes que los microscópicos ositos de agua terrestres, escapaban a cualquier cosa imaginada o imaginable.

Seres de sistemas estelares diferentes y planetas con condiciones químicas distintas, pueden generar seres diferentes en sí mismos, conjeturaron los científicos, y aquel fue su mayor avance. Durante dos años siguieron preguntándose qué hacían allí y cómo habían llegado, porque ciertamente no había rastros de ninguna nave.

Un día, los visitantes lograron articular dos palabras: CARL SAGAN. Todos sabían quién había sido Carl Sagan, y qué papel había jugado en el proyecto SETI (incluso se buscaron los registros de los mensajes enviados a las estrellas). El mundo se conmocionó: ya desde hacía mucho había dejado de ser un secreto la visita de los alienígenas. Ahora sabían que estaban allí por Carl Sagan. Esas dos palabras, además de indicar un posible motivo, demostraban que sí eran inteligentes. Buscaron comunicarse de mil formas posibles, con una sola intención: decirles que Carl Sagan había muerto. Durante meses repitieron en todos los idiomas posibles, naturales o artificiales, que Carl Sagan había muerto. Y un día respondieron: QUÉ ES MUERTO.

Alien Jellyfish Design. Ilustración de Tsvetomir Georgiev

Los científicos comprendieron que los visitantes no entendían realmente el significado de la palabra muerte, independientemente el idioma. Al final del tercer año desde la llegada, cuando aún seguían luchando por explicarles qué era la muerte, se produjo una nueva visita, en Effelsberg, Alemania. Quienes llegaron allí no parecían tardígrados, sino más bien especies de medusas que flotaban en el aire, titilando distintos colores, con sus múltiples tentáculos. En un principio se creyó que flotaban en el aire gracias a la ligera gravedad del planeta, pero eran las puntas de sus tentáculos lo que producía electricidad suficiente para suspender sus cuerpos translúcidos, casi como hacen ciertas arañas para aprovechan las corrientes eléctricas del aire. Aparecieron una mañana en medio de una nube de vapor, pero tampoco atacaron; al igual que en Puerto Rico se dejaron examinar de manera no invasiva, y al cabo de unos meses dijeron un nombre: Kraus. ¿Sabrían acaso que estaban los otros visitantes? ¿Serían conocidos, amigos o enemigos? Los alemanes decidieron hacer menos ruido mediático para evitar una confrontación de invasores.

Después de las medusas en Alemania, aparecieron nuevos visitantes en Tianyan. Eran similares a una gran masa cartilaginosa, como tumores transparentes, sin ojos, nariz, ni boca; sólo eran una pila de sustancia que chirriaba como chispas de una hoguera, de noche adquirían un color purpura, de día sólo simulaban baba de aloe vera parcialmente solidificada. Uno a uno fueron apareciendo más seres de las estrellas, y todos pronunciaban -como se dedujo posteriormente- el nombre de algún astrofísico o astrónomo que ya había muerto: Cheng, Purreydon, Thompson, Blavanosky, Jurgenson, García, Sagan. Siempre era la misma historia, y siempre era la misma incomodidad de informarles que había muerto, y todos tenían el mismo problema: viajar tanto para darse cuenta que aquél que los había llamado ya no existía.

Los humanos habían descubierto algunas cosas: en poco más de diez años de tener visitas extraterrestres, se habían dado cuenta que los que llegaron a Puerto Rico, “los pioneros”, por así decirlo, efectivamente usaban la baba como traje espacial y viajaban por el espacios utilizando los flujos cósmicos, mientras que las medusas de Effelsberg utilizaban la fuerza centrípeta de los planetas y otros cuerpos celestes para impulsarse. Otros, como los insectoides que había aparecido en Chile, usaban una especie de nave-barcaza que los guiaba a través de velas solares, y unas anguilas con brazos aterrizadas en Rusia utilizaban cometas hechas con materia viva para viajar por el espacio. Podían variar sus formas de viajar, podían diferir sus formas, podían cambiar su capacidad de entendimiento con los humanos, incluso los seres de humo que aparecieron una noche en Argelia que eran los que poseían la naturaleza más etérea de todas, podían ser muy diferentes entre sí, pero todos tenían en común algo: ninguno comprendía qué era la muerte, y eso fue interpretado por los científicos de la Tierra como que eran seres inmortales.

Veinte años después de la llegada de los primeros visitantes, un día algo sucedió en el cielo. De pronto todo el planeta se coloreó de púrpura y rosa, hubo relámpagos en todas partes del mundo, los humanos pensaron que a lo mejor la apariencia inocente y pacífica de los visitantes no eran otra cosa que una fachada, un interplanetario caballo de Troya que ahora mostraba su verdadera finalidad. En los computadores de las distintas universidades empezaron a aparecer fórmulas, números, palabras complejas, explicando la travesía que cada una de las especies había tenido que realizar en el cosmos para poder llegar hasta la Tierra, que todos se impulsaron por los mensajes lanzados a las galaxias décadas atrás.

Las fórmulas correspondían a las coordenadas y especificaciones de los métodos que podían utilizar los humanos para llegar a las estrellas, los materiales terrestres con los cuales construir las naves, con los cuales fabricar el combustible, qué alimentos podían llevar. Ellos habían llegado a la Tierra a invitar a los humanos a un gran viaje. La única parte de la fórmula, la que los humanos no comprendían, era que para viajar por el cosmos se exigía que los viajeros fuesen inmortales. Ningún ser de existencia finita podría viajar por el espacio, las distancias eran tan largas que morirían antes de haber cubierto una fracción del recorrido.

Cosmo Jellyfish. Ilustración de Dmitry Vishnevsky

La vida y la muerte desgastan la existencia, y al igual que pueden mejorar a las especies, pueden deteriorarla; por eso, todas las razas cósmicas llegaron al mismo punto, en el cual debían decidir si seguían arriesgándose con el azar de las combinaciones genéticas o mantenían sus genes intactos de manera eterna, convirtiéndose en inmortales. Los humanos no eran inmortales, apenas habían alcanzado una esperanza de vida de setenta y cinco años cuando el virus del 2020 la redujo a sesenta y dos años, y ahora los alienígenas les exigían entrar en la encrucijada de renunciar a reproducirse, a seguir apareándose como mamíferos, que abandonaran la paternidad y maternidad, y que cada uno existiera eternamente. Hablaban de cómo había planetas cuya población se mantenía estática desde hacía millones de años; también hablaban sobre la ausencia de enfermedades, de guerras, de hambre, porque ser eternos los hacían invulnerables. Sólo eran máquinas de conocimiento que evolucionaban, como los tardígrados gigantes de Puerto Rico cuya piel era una especie de cerebro extendido, o como las medusas de Effelsberg donde cada tentáculo era también un finísimo cerebro con el doble de neuronas que el humano.

Eran seres llenos de conocimiento y habían llegado a la Tierra por la curiosidad de unos cuantos humanos, y por eso les ofrecían, como Prometeo ofreció el fuego sagrado, como la serpiente tentó con el fruto del árbol del bien y del mal, como Jesús invitó a la vida eterna, un don ansiado desde siempre por la humanidad. ¿Era casualidad o había algo de anticipación o de memoria colectiva? Algunos de los visitantes ya habían estado antes en la Tierra, como los seres parecidos a quelonios que millones de años atrás dejaron en la Tierra réplicas imperfectas. ¿Y si los mitos en los cuales se han fundado las religiones y la civilización no fuesen más que recuerdos remanentes de las visitas milenios atrás de seres estelares que otorgaron pequeños dones, o anticiparon este momento en el cual ofrecían inmortalidad para explorar las estrellas y viajar más allá de lo que la imaginación humana podía insinuarles? Acaso, ¿ese trueque que ofrecían todas esas especies extraterrestres de abandonar la reproducción sexual, esa combinación aleatoria de información genética, por un estado asexual de absoluta e indolora inmortalidad no era sino un retorno al tiempo de la inocencia, anterior al pecado original? ¿Acaso no estaba en el mundo esotérico el principio de que para ganar algo de gran valor, se debía sacrificar algo de igual valor? ¿Acaso la inmortalidad no está presente en la sed y las ansias de la especie humana desde los orígenes de las primeras ciudades?

La humanidad estaba en una encrucijada de la cual no habría retorno: cómo convencer a 8.500 millones de individuos a renunciar a algo intrínseco a la condición humana, a su naturaleza misma, por algo deseado desde los orígenes de la civilización: la condición de dioses. Mientras el mundo se dividía en dos bandos, las naves fueron construyéndose: con las indicaciones de los visitantes fueron tomando formas los veleros estelares, las arcas cósmicas, las naves espaciales tan variadas, pero todas diseñadas para transportar a los humanos más allá de sus confines menos pensados.

Terminadas, era el tiempo de partir. Los visitantes, ante la indecisión humana, ofrecieron una solución salomónica: podían hacer inmortales a una parte de los habitantes de la Tierra y dejar como humanos ordinarios al resto, pero eso conllevaba un riesgo tan grande, tan profundo, que debían advertirlo: aquellos que se quedaban como humanos mortales, efímeros, pero fieles a su naturaleza misma, nunca sabrían todos los misterios del universo, morirían, se acabarían una y otra vez, quedando siempre al azar de los genes y las condiciones climáticas o cósmicas. Por otro lado, aquellos que aceptaban la inmortalidad deberían vivir para siempre, sabiendo que dejaron tras de sí una parte intrínseca de su naturaleza, las emociones, las relaciones interpersonales, la fe en lo no existente, y siempre serían conscientes que sus seres queridos morirían, que nunca los volverían a ver y que además no tendrían nunca más a quien legar su conocimiento.

Así como llegaron un día, otro día se fueron, uno a uno, los seres de las estrellas. Cuando la última especie se hubo ido, empezaron a despegar las naves, las inmensas barcazas siderales, arcas espaciales, las naves estelares, todas fueron despegando llevando en sus artificiales vientres a una buena parte de los humanos del planeta. El resto, los que habían elegido permanecer mortales, humanos en el sentido estricto de la palabra, las miraban despegar y pensaban en si no hubiera sido mejor haberse embarcado en el viaje de la inmortalidad. Por las escotillas de las naves no faltaban las caras tristes, que guardaban en su corazón la vana esperanza de que millones de años luz después, les llegase un mensaje desde la Tierra saludando o diciendo que todo estaba bien.