Imagen de portada: Binary Prophet, de Dmitry Biliuba
El Uno aguardaba en su trono el fin del universo.
Tan sólo faltaban 943 dÃas para terminar lo que el Uno habÃa empezado hacÃa eones. Tras ese tiempo, la nada alcanzarÃa la amplitud óptima, los temps de la frontera del clúster activarÃan la máquina de Banach-Tarski, y el universo se reformarÃa en dos esferas; la una se quedarÃa todo lo viejo, todo lo mortal, todo el dolor; la otra se fusionarÃa con la voluntad legÃtima del Uno.
HacÃa frÃo, el Uno lo sentÃa en su piel criostática. Sus huesos de oro endurecido retemblaban, sus órganos medusinos envejecÃan y se reciclaban con más lentitud de la habitual mientras nadaban en el icor que fluÃa en su torso. Sus venas cerúleas tardaban en revertir su rigidez al pasar la sangre de fuego prometéico. El Uno se revolvió en su capa antientrópica y la agarró con sus manos protésicas.
Rebuscando en la memoria de su cerebro aleph-densificado, recordó el nombre de su último asistente.
–Temp-010AC6 –dijo el Uno mediante sutiles pero intensas vibraciones de cuasipartÃculas–. Ven.
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Desde la terraza del edificio de servidumbre, Olo contemplaba el cielo oscuro. Los satélites Segundo y Tercero apenas estaban iluminados por el sol mortecino. A parte de esos tres astros, no habÃa nada más en lo que fijarse, ninguna distracción momentánea que descolocara su rutina. Olo, presa del aburrimiento, tenÃa que bajar la vista hacia el horizonte, hacia la soledad del desierto. Una arena purpúrea y en constante movimiento se arrastraba por todo el planeta; tan sólo el palacio del Uno se salvaba de su abrazo. Olo imaginaba las dunas como brazos de infinitos temps, que, con intención de escapar, agarraban en vano al viento.
Olo suspiró y se alejó de la cornisa. Al darse la vuelta, se encontró la inmensa fachada del palacio principal. Sus chapiteles aciculares se oscurecÃan delante del cielo, bullÃan tintineantes a causa de la luz de las redes neuronales que se anudaban sobre ellos. De pronto, Olo sintió la quemazón en su piel y el intenso calor en la parte baja del cráneo.
–Temp-010AC6 –dijo el Uno con su voz espiritual–. Ven.
–SÃ, Uno –contestó Olo, y con resignación bajó de la terraza.
Descendió al barracón, donde ya sólo habÃa una cama hecha. Olo gruñÃa mientras se lavaba la cara con la pseudoagua que caÃa del grifo, intentando olvidar aquellas arenas púrpuras que lo atrapaban en sus pesadillas.
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El frÃo habÃa despertado a las voces de su cálido sueño.
–Volverá, ya sabes que lo hará.
–¿Qué pasará?, ¿y si no hay nada?, ¡¿y si hay algo?!
–Sólo faltan 943 dÃas más.
–¡¿Dónde está ese mortal inútil?!
–Silencio.
Las voces quedaron en un murmullo molesto, aunque tolerable. El Uno fue capaz de escuchar unos pasos tÃmidos y lentos golpear suavemente sobre el mármol de la sala del trono.
El Uno esperó a que el temp le saludara como la predivinidad que era, entonces dijo:
–Irás a la sala 4d7565727460, donde te colocarás en este dispositivo y lo accionarás. –El Uno introdujo en la mente del temp una estructura resumida del aparato y lo que debÃa hacer después.
El frÃo regresó, su ráfaga angustiante estiró los neutralizadores emocionales del Uno hasta llegar a lÃmites visibles. La máscara indiferente que sustituÃa su cara se contrajo hasta formar estrÃas tan profundas como sus pecados; bajo las lentes macroscópicas apareció un pus verdoso, mezcla de icor y unas lágrimas que ya no deberÃan existir; su boca se abrió en un ángulo imposible para gritar una agonÃa que tendÃa al infinito, y el temp huyó despavorido.
El Uno ya no veÃa el palacio. En esos momentos observaba con sus viejos ojos, los amputados. Cabalgó por los espacios verdes e interminables de las praderas de sus ancestros. Navegó por los mares de escombro de Alpha-Centauri, tras la conquista de la VÃa Láctea. Amó a mil mujeres tan sólo por el recuerdo de su primera esposa. Leyó los libros más secretos y desenterró las tumbas más desconocidas. Habló con los filósofos y hechiceros más brillantes de las especies más herméticas. Destruyó a los que no le ayudaban, y a los que sà también. Alargó su vida una y otra vez hasta llegar a aquel punto, y tan sólo tuvo que dejarlo todo por el camino.
Y, sin embargo, el frÃo regresaba.
–¡Date prisa!–gritó el Uno con la voz de la temida senectud.
Olo corrÃa sin rumbo por los pasillos penumbrosos, atravesaba las alas silbantes de aire purificado y muerto, pasaba al lado de habitaciones apiladas de nada. Desde el exterior podÃa sentirlos: los brazos de arena. Entre el púrpura granulado Olo se imaginaba la máscara retorcida del Uno, abrÃa la boca y le vomitaba el desierto encima.
«El último de nosotros», susurraban los brazos atenazantes.
Olo exhaló todo su aliento para acallar la voz de su pesadilla. Luego apoyó su mano sudorosa sobre las paredes resbaladizas hasta alcanzar uno de los millares de ascensores del palacio. Se dispuso a tocar los botones, pero habÃa olvidado el último sÃmbolo de la lÃnea.
«4d756572746…, 4d756572746… ¿Qué era lo siguiente?»
Una brisa de aire aromático y contradictorio se lo recordó:
«5».
Aliviado, introdujo el código. El ascensor se cerró herméticamente, leves azotes de inercia indicaban a Olo si subÃa, bajaba o cambiaba de fase. Finalmente se detuvo, las paredes metálicas se abrieron sin ningún tipo de roce. El pasillo no tenÃa salas laterales, tan sólo habÃa una al fondo. En el letrero junto a la puerta se leÃa: «4d7565727465». Olo entró antes de que el ascensor tapara la única fuente de luz. Era una habitación estrecha, aunque de un techo bastante alto. Una lámpara de luz blanca brillante y dolorosa le impedÃa ver el gran bulto que habÃa al fondo. Atenuó la iluminación apretando el botón, de esta forma vio un tanque de cristal en cuyo interior habÃa brumas púrpuras.
–Olo –dijo la arena.
Desde el cilindro, el polvo se fue alineando hasta erigirse en una estructura vertical no más alta que Olo. El púrpura se aberró en colores marrones, blancos y carnosos. La arena se fue moviendo, los brazos de los temps muertos en el desierto, los que habÃan intentado huir en vano del palacio, se agarraban al tanque de cristal, lo golpeaban y rascaban; pronto lo romperÃan.
Olo intentó huir, pero estaba paralizado, el corazón lo tenÃa tan frÃo como incandescentes palpitaban sus venas, el sudor se perlaba y se pegaba en sus ropas desinfectadas de sirviente. El grito querÃa salir, aunque no podÃa.
–Olo, no temas –dijo una voz humana.
De súbito, la pesadilla se dispersó como si nunca hubiese sucedido. En el tanque habÃa una mujer de formas armoniosas y rostro elegante, aunque indiscernible. Llevaba un vestido largo y oscuro de tela vaporosa, fino como la distancia entre el miedo y la curiosidad. Sus manos delicadas y firmes tocaron el cristal de su prisión, su gesto se contrarió al comprobar la dureza del material y el brillo en la mirada de Olo.
–Sabes quién soy –afirmó la mujer.
Olo dio otro paso hacia atrás, no pudo apartar la vista de los ojos penetrantes de la mujer, tampoco fue capaz de callarse.
–Eres el Cero.
La mujer asintió con una sonrisa, el siguiente paso de Olo fue más inseguro.
–Y dime, Olo, ¿qué sabes de m�
–Eres el anatema del Uno, la que conquistó para salvarnos a todos, la que sólo puede susurrar mentiras a los temps.
La mujer se compungió ante esas palabras, Olo se detuvo por completo, extrañado por sentir compasión por ella.
–No me ha bastado que me encerrara durante casi toda una creación, me lo tenÃan que contar…
El Cero parpadeó un instante para limpiarse las lágrimas. Olo aprovechó y salió de allà a toda prisa.
Justo a punto de introducir el código correcto en el cuadro de mandos, Olo oyó una voz dentro de su cabeza.
«¿Por qué te ha mandado accionar ese dispositivo? ¿Dónde están los otros sirvientes?»
QuerÃa que fuese un engaño del Cero, deseaba tener la certeza de otros temps, la exactitud de los sacerdotes del Uno; pero ellos no habÃan vivido en soledad con el Uno, Olo sÃ, y estaba tan seguro como la muerte que le vendrÃa tarde o temprano.
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–¿Dónde está el mortal? ¿Se ha perdido? ¿Se ha muerto ya?
–Tengo frÃo, necesito su llama.
–¡Qué se meta en la puta cámara y se queme ya!
El Uno revisó sus nervios, oteó en todas las direcciones, en las habitaciones numerables de su palacio. Tardó una corta eternidad en comprobar todas y cada una de las salas, no encontró nada.
–Nada, es decir, Cero…
El Uno apartó de sà las voces con sus manos, pensando que todavÃa eran fuertes como lo habÃan sido cien mil años atrás, cuando podÃa moldear los pensamientos como arcilla primordial. Con torpeza golpeó los tubos que conectaban sus ojos macroscópicos y sajó la conexión que tenÃa con su palacio, con el sistema, con el clúster, con el universo y su nada complementaria. Gritó de dolor, pero el grito de terror fue aún más potente.
–Faltaban 943 dÃas…
Olo estaba colocado frente al tanque de cristal. En su mente oÃa los gritos del Uno. Golpeó con las manos, con los pies, buscó botones, palancas, llaves; no habÃa nada. De pronto, un silbido alertó los oÃdos de Olo, en la pared de la izquierda se asomaban sonidos de corrientes; su aire no estaba purificado. Con premura, Olo escarbó en la pintura, entre las capas esmaltadas divisó rendijas y estrÃas, propias de una ventana. Con rapidez pateó, la pintura se resquebrajó, pateó una segunda vez, y la pared se deshizo en un montón de cristales opacados.
La arena púrpura tapó el cielo que se veÃa a través de la ventana, cubrió el cuerpo de Olo y lo dejó sin aire. Abrió los ojos; veÃa dolor y fuego. OÃa el rumor de mil erosiones cruzar sus oÃdos. Al principio, los brazos de los temps le golpeaban, presos de una rabia infinita, pero luego reconocieron a Olo, y le soltaron de su garra.
Se acurrucó en el suelo y tosió, lloró los granos con muchas lágrimas. Sus oÃdos ya no ardÃan, lo único que escuchaba era un extraño ritmo, como una música.
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–Hola, esposo.– Su tono de voz era educado y frÃo.
El Uno la contempló, aunque sus ojos macroscópicos ya no vieran. El Cero se acercó agarrando la falda de su vestido con las puntas de los dedos, sus zapatos de baile repicaban en el suelo a ritmo acompasado.
–Dijiste que me amabas. Yo te creÃ.
Su capa antientrópica ardió junto con su piel criostática, en un milisegundo, una nube de cenizas cubrió su trono.
El Cero dio un paso, y luego otro. El Uno quiso levantarse, pero la osamenta de oro que le sostenÃa se reblandeció y no respondió a su orden. Sus órganos medusinos se ahogaron en el icor corrompido, la sangre prometeica ya no fluÃa por las venas cerúleas sólidas e inertes. Pensó qué hacer, pero su cerebro habÃa perdido la densidad que sostenÃa sus alephbytes de procesamiento.
Lo único que pudo hacer el Uno fue quedarse de rodillas.
–Bailemos –dijo el Cero.
El Cero agarró la mano del Uno, que volvÃa a ser de carne. El Uno se levantó, sintió unos zapatos nuevos bien ceñidos bajo sus pies. Agarró la cintura de su esposa, y ésta le sujetó el hombro, dieron vueltas al son del compás, los giros espantaron el temor.
Entonces, se hizo la luz.
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Olo volvió en sà al invadirle una luz intensa e insoportable. Se tapó los ojos con las manos hasta que sus pupilas fueron capaces de tolerarlo. Cuando subió la vista, contempló a través de la ventana una esfera brillante cerca de los satélites, tan brillante que transformaba el color del cielo en un azul claro repleto de motas rosadas y rojizas. La arena púrpura yacÃa plácida y mansa, tan sólo se movÃa con las brisas y los movimientos naturales.
Olo asomó la cabeza por la ventana rota. Por encima de él, el cielo también estaba iluminado, aunque no con tanta potencia. Eran esferas más pequeñas, blancas la mayorÃa, pero otras verdosas y azuladas, algunas incluso parpadeantes. CubrÃan el firmamento en orden como los danzarines de un baile lento y ceremonioso.
Olo salió de la habitación. Antes de pensar en el futuro, decidió darse un buen paseo por el desierto.