A mi abuelo, cuyo eco hoy me encamina

Hace unos años, en la sobremesa de uno de esos días de verano tan reacios al paso del tiempo, mi abuela me sorprendió con el relato del horrible suceso que mi abuelo vivió en su mocedad. Su efecto en mí fue lo menos eupéptico que uno pueda desear, resultándome de lo más indigesta la copiosa comida que con su distintivo cariño me había preparado. Cuando me preguntó si me apetecía oír una historia sobre él, yo —¡ingenuo de mí!— creí que se refería a uno de esos bonitos gestos que lo definían. En cambio, tras escucharla, sólo pude sentir una triste y humana compasión hacia mi fallecido abuelo, pues acabé convencido de que presenciar tales hechos cuando recién empezaba a vivir determinaría las pesadillas del resto de sus días.

Ahora por fin entiendo por qué prefirió no contármelo en vida: sin duda, consideró que me podría aterrar dada mi joven edad —por aquel entonces no era más que un niño—, y aunque evidentemente no fuese yo quien lo sufrió, el impacto sería demasiado grande para un chiquillo. Admiro su fortaleza, capaz de dejar atrás malas experiencias como ésta y mostrarse siempre risueño, incluso a las puertas de la muerte, a falta de escasos meses para convertirse en nonagenario. En virtud de ello, busco con estas líneas dejar constancia por escrito de lo que le aconteció; mas bien sé que no podré olvidarlo, salvo que me convierta en víctima de una enfermedad mental.

La Torca (1). Ilustración de Mario Barrachina para Fabulantes

Era una mañana de otoño de 1944. En Bélgica, los alemanes estaban a punto de lanzar el infructuoso contraataque de las Ardenas; pero en el pueblo eso no importaba, la principal preocupación era sobrevivir a las penurias que la Guerra Civil había causado. Aquel día hacía el desconcertante tiempo propio de la estación: en la sombra, el frío que se olvidó en verano, y en el sol, el calor que hacía desear la venida del invierno. Mi abuelo, entonces, todavía era muy joven, ni siquiera había alcanzado la mayoría de edad; aun así, contaba con bastante experiencia para hacer lo que ese día le tocaba. Se encontraba en el fondo del cañón, en uno de los vergeles que son el fruto de las exigencias de los humanos a la tierra y que embellecían la ribera del río. No estaba solo: le acompañaban varios mozos un poco mayores que él. Para ganarse el jornal, limpiaban las acequias del barro acumulado por las lluvias que impedía regar las huertas y segaban la naciente maleza con una hoz para evitar así su desarrollo. En ese momento ignoraban que, años más tarde, una infausta riada volvería innecesaria esta tarea, al generalizarse en adelante el empleo del cemento en el levantamiento de estos canales; pero aquella mañana eso tampoco importaba.

Habían empezado a faenar en el primer tramo de las zanjas, donde moría el camino transitable con los machos1, la zona que los lugareños conocían como La Peña María. Era la parte alta del río. El agua de la acequia se beneficiaba del desnivel para atrasar su detención y se conjugaba con los cultivos en todas aquellas huertas a las que accedía. Desde allí, los jóvenes descendían siguiendo su curso mientras lo desobstruían. Trabajaban en fila de a uno, dejando una cómoda distancia entre ellos. Mi abuelo iba el primero. Se encargaba de quitar las malas hierbas y desecharlas, para que, seguidamente, los que fuesen detrás pudiesen separar con una azada el barro adherido al interior de la acequia, aprovechado, al final, por los postreros de la fila para reforzar la estructura del canal en sus dos lados. Así lo hacían, y cuando concluían un tramo se desplazaban al siguiente manteniendo el mismo proceder. En todo momento, el sol del mediodía calentaba sus espaldas y les empapaba en un sudor más típico del estío.

Pese a no pertenecer al mismo grupo de amigos, eran de la misma población, de modo que tenían la suficiente confianza para hacer bromas que lidiasen con el tedio que suponía la limpieza. En uno de esos intentos por distraerse, uno de ellos, al ver el árbol que descollaba en aquellas parcelas, improvisó una canción:

El hayatonero es un árbol

que en el pueblo de al lado

conocen como almez.

Y su fruto, el hayatón,

yo usé

para enamorar a una mujer.

Resultó pertinente, pues todos se echaron a reír tras oírla.

—¡Mentiroso! ¡Pasó de ti! —le reprochó su hermano gemelo, a la vez que intentaba, inútilmente, reprimir la carcajada.

—¡No es cierto! El problema es que ya tenía alguien que le amara.

—¿Cómo se usa un hayatón para cortejar a una dama? —preguntó mi abuelo, que desconocía la relación que podía haber entre ambos.

—Cuando en verano las mozas bajaban a pasar la tarde al río, me escondía entre los árboles y con una caña le lanzaba un hayatón a la Hermi —contestó el que había empezado la discusión con su ingeniosa rima, mientras sostenía entre sus dedos uno de esos pequeños y redondos frutos.

—¡Pero nunca te sirvió! —le echó en cara nuevamente su hermano.

Mi abuelo volvió a reírse. Los gemelos se dedicaron un recíproco corte de mangas y dieron por finalizada la discusión.

—¿No es de ese árbol la madera con la que se hacen los garrotes? —preguntó uno que hasta entonces no había hablado.

—Sí —afirmó el mayor de todos, que tampoco había participado en la charla.

—No me extraña, es duro como un roble.

Continuaron con la labor durante media hora más. La monotonía de los movimientos hacía que sus brazos respondiesen casi por sí solos, permitiendo a la traicionera mente recuperar de su pasajero olvido los pesares de cada uno. Los que no conseguían acallar tales pensamientos acababan realizando una tarea incluso más pesada. Eran éstos quienes mostraban una acentuada extenuación.

Terminada esta zona, pasaron al siguiente tramo de huertas: habían llegado a La Torca.

Antes de reanudar el trabajo, pararon a almorzar. Todos llevaban en una cesta la comida que sus madres y mujeres, en el caso de los más mayores, les habían preparado. Unas tajadas de carne, acompañadas de unos pimientos fritos y una tortilla, sorprendieron a mi abuelo cuando abrió la suya. El hambre, que es un condimento ideal, potenció los deliciosos sabores del almuerzo cuando empezaron a comer y causó en ellos una ostensible satisfacción, semejante a la de dioses degustando la ambrosía.

—¿De quién son estas tierras? —preguntó uno, tras meterse en la boca un pedazo de longaniza.

—De ese que se fue a la guerra muy joven. No recuerdo cómo se llama —respondió uno de los gemelos.

—¿Muy joven?

—Sí. Era de la quinta del biberón.

—¿La de los rojos?

—Sí, de esa leva.

—Y ¿qué es de él?

—Se salvó de la guerra. Le liberaron y consiguió volver al pueblo; pero apenas se le ve, ni viene por aquí. ¿No veis cómo tiene de abandonada la finca? Dicen que está como deprimido.

—Era novio de la Juana —recordó mi abuelo.

—Sí; es por eso por lo que está triste. Bueno, por eso, y por lo que vería en la guerra…

—¿Ya no está con la Juana?

—Según cuentan, durante ese año que estuvo combatiendo, se acostó con una prostituta y volvió enjambrao.

—¿Cómo?

—La sífilis esa.

La incesante melodía del discurrir del río tomó el protagonismo ante el silencio que siguió a la conversación. Todos sintieron pena por él. Les separaban tan pocos años del joven que la empatía surgió de ellos casi de forma automática. Pero también se compadecieron de Juana; la consideraban una muchacha muy buena, no merecedora de tal engaño.

Tras almorzar, dos mozos fueron a comprobar que los machos no se hubieran soltado del árbol al que estaban atados. Cuando llegaron a donde los habían dejado antes de empezar con la faena aquella mañana, los encontraron echados en el suelo, adormilados por efecto del sol. Ambos se rieron al verlos. Después, regresaron con los demás y se percataron de que mi abuelo había reanudado el trabajo por su cuenta.

—¿No nos esperas, Ángel?

—Quiero acabar cuanto antes —respondió, sin desviar la vista de lo que le ocupaba.

Se hallaba en una parte de la acequia cubierta por árboles, de manera que daba la impresión de encontrarse en una cueva. Estaba absorto en su labor, con la mirada centrada en los hierbajos a retirar. Continuó así por un rato, adentrándose poco a poco en la penumbra conforme iba limpiando, hasta que, de pronto, se detuvo.

Algo había golpeado su cabeza. Eran unos pies. Al mirar hacia arriba, vio que de una de las resistentes ramas de un hayatonero colgaba un cuerpo.

—¡No puede ser! ¡Es él! ¡La lujuria y la guerra finalmente lo han condenado! —gritó uno de los mozos, ya dentro de la zanja y que justo miró hacia allí, dando voz a los pensamientos de mi abuelo, silenciado y aterido por el inesperado suceso.

La Torca (2). Ilustración de Mario Barrachina para Fabulantes

NOTAS:

1 Mulo, descendiente de burro y yegua.