Bajo un cielo eterno de insondable negrura un insignificante montón de escoria andaba, huyendo de sí mismo.

Uno de tantos.

Su nombre es irrelevante, como siempre han sido los nombres. Constructos, invenciones, trucos para facilitar existencias efímeras. Nada que nos interese a nosotros. Un hombre, poco más, poco menos.

Aquel hombre sin epitafio ninguno que dejar a su muerte caminaba por un bosque penumbroso, cubierto por una gruesa capa protegiéndole del viento, que aullaba con famélico afán. El peregrino se agarraba un raído sombrero de viaje para que el vendaval no se lo arrebatase. Sus ojos eran dos rendijas de entre las que destellaba el brillo de un alma oscura. Su sombra pasaba desapercibida entre las numerosas oscuridades de aquella arboleda interminable. Los troncos retorcidos y llenos de rugosidades daban la semblanza de rostros ufanos y temibles, de ojos de expresión inhumana.

Entre sus hojas quebradizas, el viento soltaba notas silbantes, una melodía que sólo la tierra y los árboles sabían apreciar. Entre aquel ritmo, el peregrino saltaba. Había sido, antaño, juglar. ¿Había importado alguna vez? Ni los dioses saben, pero a esas alturas un instinto primordial movía a su taciturno ser al son de aquella música. Lo había hecho mucho, estando triste, feliz, borracho y furioso, tanto que se había convertido casi en un impulso, un acto reflejo. El violento vendaval bajaba su intensidad conforme los árboles lo escudaban y, entre ellos, danzaba macabramente, abriéndose paso entre arbustos, sin cesar en su búsqueda por mucho que los músculos quemasen.

No hacía falta ser nadie demasiado especial para percatarse de que aquel bosque era un mal lugar; el juglar se había dado cuenta. Cosas se arrastraban en las lindes de la visión, si no de la cordura. Cosas terribles, contrahechas, odiosas y malditas. O, quizás, sólo fueran sombras. Era increíble como, en un lugar tan oscuro donde la luz argéntea de la luna apenas se atrevía a pulular, había tantas sombras. Eran irrealidades, cosas que se soltaban de la mente atormentada de aquel juglar como espumarajos malolientes.

Sombras danzantes que, a veces, brillaban en lustrosos dorados, como el de la sala del trono donde el juglar acostumbraba a bromear. El viento allí parecía risas torcidas, olor a alcohol dulzón y hedor a sudor agrio. Palabras sueltas saltaban en los chapoteos de los charcos, gente que quería más y mejor, gente que queria algo un paso más allá. Eso es lo divertido de los juglares, se les permite hacer lo que a nadie más.

A veces, las sombras eran azuladas y cenizas, como en los aposentos del juglar. Un lugar que siempre había sido angosto y tenebroso, sin importar los lujos. Un lugar donde recordar, donde pensar, que era casi lo mismo. Donde sufrir, que también era sinónimo. Cuando bailas tanto tiempo con los abismos de la condición humana, acabas sucumbiendo a ellos. Bien lo sabía él. Claro que sí.

A veces, las sombras parecían amarronzadas, ocres, como el salón del trono aquel día. El día que no pudo soportarlo más. El miedo lo dominó, como aún lo dominaba. Un intento desesperado, algo por sobrevivir, por escapar. Escapar no de palacio y sus risas cruentas, sino de aquella apestosa humanidad. Aquella sociedad, tumefacta y maloliente. Era temor a vivir en ella, era temor a no vivir en absoluto. Tanto bailar con la muerte, tanto reírte de ella, acabas temiéndola más que nadie. Tanto humor sólo puede desembocar en horror.

Había matado, sajado cuellos y bañado todo en sangre. Había robado algo en un ademán psicótico con una idea demencial para solucionar su miedo a la oscura dama que todo siega, que siempre tan presente está, por mucho que se la ignore. Y, ahora, huía de la muerte, como profecía autocumplida. Huía de la humanidad, que ofrece mil y una muertes en vida y falsas soluciones para todas y ni eso para la gran fatalidad definitiva. Tantas bromas sobre el perecimiento te acaban haciendo consciente de lo común es, de cuan fácil, cuan fútil es la vida y su recuerdo cuando la muerte se antepone.

….Wake Up…My Children…. Ilustración de Sebastian Horoszko

 

Entonces, algo crujió y el juglar fue arrastrado de sus ensimismaciones con un golpe seco.

Algo se había arrastrado entre las sombras con la pericia suficiente como para confundirse en ellas, con la inteligencia suficiente como para no caer en su embrujo. Algo acorazado y ágil saltó, veloz, de entre la maleza. Una criatura retorcida, arácnida, ojos múltiples, grandes y negros como la insondable noche, como si sólo fueran vacías ventanas a la nada cósmica. Ambos rodaron por el suelo embarrado. Las mandíbulas de la criatura eran amplias, llenas de pinzas, de zarpas diminutas, de cosas afiladas para trocear y sajar y eliminar.

El juglar palpó, desesperado. Las ocho patas del ser lo tenían aprisionado con presa de acero. Tenía el cuerpo dolorido, lleno de moretones y rozaduras, la capa de gruesa arpillera hecha trizas, todo en un momento. La mano del hombre se deslizaba, temblorosa como su voz.

La criatura gruñía en un silbido estridente y profundamente desagradable. Olía a excremento de murciélago, a ese olor penetrante que te hace llorar los ojos y te quema la garganta. La mano del juglar asió algo frío cuando la cabeza de la criatura se hallaba bien cerca de la suya. Arrancó de la maltrecha ropa el medallón y casi se lo incrustó en la cara al monstruo insectoide.

Este se detuvo en seco y se alejó apenas medio palmo, como si necesitase algo de distancia para enfocar su inmutable visión de predador. El medallón de metal frío le devolvió la mirada, igual de neutra que la de la criatura.

—Quiero hablar —acertó a musitar el hombre, aún con el arácnido encima.

La criatura todavía se mantuvo inmóvil y en doloroso silencio unos instantes más. Después, su pétrea figura se retiró en un andar igual de ágil y veloz que con el que se había lanzado hacia un bocado fácil. Silenciosa y ligera, se perdió en la maleza negra azulada y todo volvió a quedar en silencio.Durante unos instantes al menos.

Ruidos arrastrados y raposos comenzaron a oírse. Cosas saliendo de sus escondrijos en masa. El juglar se levantó como pudo, aún dolorido y con el brillante medallón en la mano. Era de un metal verdoso, lleno de filigranas talladas en su dura superficie, todo líneas muy rectas. En el centro había, medio fusionado con aquel ignoto acero, un pedazo de algo vivo, algo de carne y exoesqueleto que latía con pulso débil pero constante a través de los siglos. Un dios. Lo que quedaba de él, al menos. Para huir de la muerte, pensaba el juglar, hacía falta algo muy bueno con lo que negociar.

Los sonidos se hicieron más palpables, los ojos aviesos brillaban con esa luz que sólo destella entre las sombras. Arácnidos surgían por todos lados, grandes como hombres fornidos, las patas largas y delicadas adheriéndose a cualquier superficie. El bosque pasó de ser una ruina necrótica a un hervidero de actividad. Cientos de inmensos arácnidos se congregaron a su alrededor, rodeándolo con interés creciente. Prácticamente no emitían sonido, pero se notaba en el aire, algo denso que casi podía cortarse.

Cientos de espectrales formas insectoides cubrieron cada ángulo. El juglar se giraba constantemente, no estando del todo seguro de si el medallón era su carta para salir con vida o todo lo contrario. En algún momento indeterminado, que a él se le hicieron eones pero debió de tardar instantes, los arácnidos se detuvieron. Oscuros y salpicados de refulgente púrpura, parecían un coro de la oscuridad misma.

—Nosotros somos Los Muchos —dijeron al unísono. Su voz sonaba extraña, pastosa, como la de alguien que lleva mucho sin hablar, con un cierto eco casi metálico—. Nosotros somos El Todo. Fuimos El Principio. Seremos El Fin. ¿Quién eres tú, humano?

—No importa —respondió, recuperando las formas poco a poco.

—Conforme —recitaron las voces con su pronunciación artificiosa—. Mas no eres El Rey de los Hombres del Río. ¿Cómo tienes el medallón que nos robó?

Pensamientos de sangre y locura rodearon al juglar como una danza lisérgica. Se los sacudió como a moscas. Muchas cosas cruentas había hecho por miedo, no era momento de envalentonarse.

—Lo tengo y punto, ¿no os vale?

Hubo, para sorpresa del juglar, una cavilación antes de responder.

—Conforme. Quieres hablar. Nosotros queremos a nuestro dios de vuelta. Tenemos planes para él.

—¿Planes para él? ¿No es vuestro dios?

—Tú lo has dicho, humano, nuestro dios. Nuestro. Hace tiempo que dejamos de subyugarnos a deidades. Hace tiempo que descubrimos que esa subyugación tan sólo es una ilusión, que las mentes crean y controlan a los dioses, que ellas se obligan a adorarlos y temerlos. Sin nosotros, no son nada, humano. —El juglar asintió sin comprender del todo—. Ahora, hablemos.

—Quiero ser inmortal —aseveró el hombre—. Sé que vosotros lo sois, las canciones así lo narran. Otorgádmelo y yo os devolveré al dios.

—No puedes serlo —replicaron con el mismo aire mundano.

—¡Os he dicho que os devolveré la reliquia! —gritó el juglar con repentina desesperación, agitando delante de los helados ojos de las criaturas el palpitante medallón.

—No puedes serlo. Eres un hombre. Un individuo. Los individuos no pueden aspirar a la inmortalidad.

—¡Pero vosotros lo sois!

—No lo somos. Nosotros somos Los Muchos. El Colectivo. Somos eternos porque sólo existimos como el todo. El Todo. Por eso los seres humanos os organizáis en civilizaciones, en religiones. Es vuestro deseo de perdurar, pero sois torpes e infantiles y no queréis rechazar vuestro individualismo, así que recurrís a métodos primitivos y patéticos como esos. Al final, no lográis una cosa ni la otra, quedando en el lamentable engendro natural que representáis.

Spooky Cave Dweller. Ilustración de Jim Bryson

 

—Pero…pero…

—No puedes serlo —le interrumpió la mente colmena— aunque aceptásemos tu oferta, no podríamos otorgártelo. Los individuos están destinados a ser fútiles. No pueden transmitirse, son todo potencial desperdiciado, demasiado egocéntricos para ver el gran esquema que lo mueve todo, los hilos que los sujetan como tristes marionetas. Un individuo es mortal por definición.

Las rodillas del juglar le temblaron ostensiblemente y tuvo que hacer un esfuerzo considerable para no caer de nuevo al suelo enfangado. El aire gélido le cortaba más que cualquier espada. Pareciera que había sido golpeado por un mazo y el aire había salido de sus pulmones de golpe, los ojos vidriosos.

Miles de pensamientos cruzaron en estampida su mente atormentada. Salones dorados, sangre en el suelo, habitaciones tenebrosas y su figura maltrecha bailando con la muerte una y otra vez, a cada cruel chanza un paso más cerca de ser consciente de todo su poder, de lo definitivo de la misma, de la facilidad del evento, de lo aleatorio que era. Tragó saliva antes de responder.

—¿Y si no fuera un individuo?

—Entonces aceptaríamos.

El juglar asintió lentamente, con aire aparentemente distraído.

—Acepto entonces —respondió el hombre.

—Aceptamos nosotros también —respondieron los arácnidos tras un instante de cavilación silenciosa.

Uno de los miembros de la colmena se acercó a él. Instintivamente, el juglar dio un paso atrás.

—No temas —respondió la mente colmena— la mentira es para los individuos. Entre nosotros sólo conocemos la verdad.

La criatura siguió acercándose y esa vez el juglar no se movió del sitio. Dejó el medallón en el suelo, aunque el arácnido lo ignoró de primeras. Se acercó a él y lo observó en un silencio que podía significarlo todo y nada. Después, de su abultado abdomen surgió una extremidad filosa y fibrosa de un color púrpura incandescente.

Antes de que el cerebro del juglar procesase lo que sucedía, éste se hundió en el cráneo del hombre y llegó hasta su cerebro. Para su sorpresa, no sintió dolor. Sólo un chispazo, luz cegadora, un potente sonido de succión que se había vuelto el mundo entero.

Primero, silencio imposible.

Después, ruido ensordecedor.

Pronto, comenzó a integrarse, a olvidar quién era, como siempre debió hacer, a empezar a ser parte del todo. Mientras haya existencia, el todo debía existir. Y, con la perdida del yo, también perdió el miedo. Y, sin miedo, sólo quedó la colmena.