Klara y el sol es la primera novela de Kazuo Ishiguro tras la concesión del premio Nobel en 2017. Es una novela en la que el autor vuelve a demostrar su talento para hacer pasar lo complejo por sencillo. El libro nace de una preocupación por la alienación tecnológica, por la deshumanización que conlleva, por la pérdida de las relaciones interpresonales. Ishiguro escribe con preocupación y lirismo; intenta un experimento arriesgado e irregular, por las limitaciones de la voz protagonista, la robot Klara. Aún así, se trata de un buen libro.

Tras haber cerrado Klara y el sol (Anagrama, 2021), la nueva (y primera novela post-Nobel) de Kazuo Ishiguro (Nagasaki, Japón, 1954), tuve que tomarme un par de días de distancia respecto al texto antes de decidir qué iba a escribir sobre él, por la cantidad de sentimientos y emociones que me genró. Aún hoy siento dudas, pero es precisamente el dudar lo que me ha decidido a valorar la novela como existencial y experiencial, un libro que gira alrededor de numerosos temas y que, para ello, alberga en grandes dosis el talento creativo -excepcional en Ishiguro- de hacer pasar lo complejo por sencillo.

La historia es simple: una máquina humanoide de personalidad femenina, llamada Klara, observa el mundo desde el escaparate de la tienda donde se exhibe al potencial público comprador.

Esta máquina es de una tipología llamada AA (siglas de “Amiga Artificial”), diseñada no tanto para hacer tareas domésticas como para servir de compañía. Dicho así, uno pensaría que quién aspirase a hacerse con una AA no sería sino una persona solitaria, aislada del mundo o con dificultades en su trato con él. Sin embargo, el destino de Klara va a ser otro muy distinto: al cristal del escaparate se pega una niña, alegre y risueña, sociable y amistosa, Josie, que se encapricha de ese “algo” especial que hace a Klara distinta entre las otras AA; su curiosidad y capacidad de observación. De este capricho nacerá la relación Klara-Jodie que potenciará, junto con la peculiar visión de las cosas de Klara, la trama principal de la novela hasta su mismísimo final.

Alrededor de ellas dos nos encontramos un mundo pequeño, minúsculo, el de una AA que va en coche desde la tienda dónde se activó hasta la casa dónde vivirá el resto de sus días, viendo el resto del mundo, las más de las veces, únicamente desde el cristal de un coche. El “exterior” se nos aparece, así, como apasionante y amenazante, como una realidad ignota que, desde su nulo acceso a otras fuentes de información (pues no tiene conexión a redes ni posee interés por algo más allá del fin para el que fue programada), Karla irá reconstruyendo poco a poco. Un proceso de ensayo-error sui géneris que la novela reorienta como una crítica a la ignorancia posmoderna: basada en las falsas creencias y en la inconsciencia de alejarse de las fuentes de información válida y fidedigna.

Este pequeño mundo se va ampliando, no obstante, a partir de los secretos, profundamente guardados, de la familia de Josie. Y es que Josie es una jovencita valiente y enferma, de salud quebradiza. Klara ha sido adquirida para cuidarla, vigilarla y hacerle compañía; pero esa inteligencia suya la lleva a una chispeante autonomía que da, en cierto sentido, vida, al tono -necesariamente- frío y gris de la narración. A partir de esta pseudolibertad, siempre ajustada a sus fines, es como se amplía el mundo a una madre volcada en la hija que le queda viva, empeñada en que sobreviva, sea de la forma que sea; un padre aislado, despedido por la automatización de su sector y refugiado en una secta hostil a todos y armada hasta los dientes; o un vecino y mejor amigo de Josie que, al no ser modificado genéticamente, ha visto mermadas sus posibilidades de aceptación, integración y progreso sociales.

La tecnología cubre muchos de los temas secundarios porque, en nuestros días, es la tecnología la que parece impregnar nuestro progreso y destino como comunidad social. Ishiguro lo hace, no obstante, con un tono claramente pesimista, incluso por momentos se diría que melancólico, pareciendo así echar de menos al mundo que, poco a poco, se apaga ante nuestros maravillados y nada melancólicos ojos contemporáneos. De ahí que la frialdad del tono de Klara sea no tanto una impostación como un reflejo, nuevamente crítico, de nuestra propia mirada para ese pasado que, a la velocidad del rayo, parece quedarse apartado a un lado sin más.

Pero, si en algo se centra realmente la novela, no es tanto el aspecto tecnológico como el humano y, en especial, el relacionado con la familia, con las relaciones interpersonales, con el derecho a una dignidad que parece no importar a nadie, o a una ternura que se olvida casi con la misma velocidad que todo lo demás que vamos dejando atrás. Como si fuesen fuegos de artificio, fugaces, pero enormemente luminosos, Ishiguro nos va regalando breves afirmaciones alrededor de estas cuestiones que nos dejan un poso de desesperanza, de resignación, de rendición incluso. Poco parece gustarle a nuestro autor el futuro que se nos anuncia.

De entre todo el catálogo de relaciones humanas, Ishiguro dedica un espacio especial a la paternofilial, a la construcción de una familia alrededor de una relación de los padres con sus hijos; y sitúa a Klara en el centro de una tormenta con ecos tecnológicos, que nos recuerda a Nunca me abandones, pero que muy pronto sabe desembarazarse de esos ecos para tomar su propio camino. Un camino con la entidad suficiente como para que sigamos adelante con la novela sin pensar en otros textos del autor, e incluso para empatizar con Klara y su compleja posición en medio de una familia que se descompone y que ha olvidado la forma humana de ponerle remedio a sus problemas.

La familia, la paternidad, la relación humana entre padres-e-hijos y cómo esta relación se ve totalmente transformada, deshumanizada, en una sociedad que rompe sus lazos en paralelo a la velocidad con que progresa la tecnología: ésos son los temas principales de Klara y el Sol, una novela caleidoscópica dónde todos los numerosos temas secundarios confluyen justamente aquí, cuan punto nodal.

Life As a Robot. Ilustración de Chantal Prentice

Su propuesta es inteligente, pausada, y se toma el tiempo necesario para conducirnos por los distintos caminos apuntados y desarrollarlos con sagacidad. Pero todos ellos se plantean y evolucionan a partir de un narrador protagonista que, en este caso, tiene un acceso limitadísimo no sólo a la interpretación sensata de la realidad sino también a los mismos hechos y sucesos, por cuanto la familia tiene relegada a Klara a un rol concreto y específico. Estas limitaciones tienen consecuencias en la viveza de la voz narradora, en la modulación de su tono, así como en su capacidad para dotar de profundidad a unos hilos argumentales que no pocas veces parecen desaprovechados, superficiales, cuando no incompletos; una sensación esta última, por cierto, bastante frecuente a lo largo de la novela.

De ahí que, tras nuestra lectura de Klara y el Sol, este texto nos parezca tanto una excelente novela post-Nobel, muy por encima de la media en los galardonados de los últimos lustros, como un libro con serias debilidades, derivadas todas ellas de una voz narradora excesivamente encadenada a sus límites como para poder extraerle a las líneas argumentales propuestas todo su potencial. Klara es una gran protagonista, pero no una buena narradora protagonista. Eso se deja ver demasiado claramente a lo largo de toda la novela, desaprovechando la que podría haber sido una gran novela.

Con todo, nuevamente, debemos insistir en que estamos ante una buena obra, cargada de ideas originales muy bien planteadas. Klara y el Sol no es uno de los mejores títulos de Kazuo Ishiguro, pero sí es una obra digna de uno de los mejores narradores vivos, lo que la hace disfrutable hasta el punto de conseguir despertar en nosotros emociones encontradas. A mí mismo me mantuvo apartado del ordenador un par de días. Y eso es, sin duda, el síntoma de un corazón de tinta que late fuerte y que sería estupendo si llegase a ser escuchado por una amplia multitud de lectores.