Ubik es una bisagra que oscila desde la incertidumbre sobre la conciencia y la realidad y la respuesta hallada por Philip K. Dick en su última época como escritor. Para un lector que haya ahondado lo suficiente en su obra, recoge los tópicos de la novela dickiana. En Ubik vemos una de las primeras tentativas de resolver la eterna cuestión dickiana: ¿qué es lo real? ¿Cómo distinguirlo de lo aparente?

Esclarecedora portada de la última edición en castellano de Ubik

Ubik es el detergente que más blanca deja tu ropa, la maquinilla de afeitar que mejor pule tu rostro, la cuenta de ahorros que te arreglará la vida. Es publicidad y más que eso, es una verdad descubierta y oculta. Es lo que más se anhela y, a la vez, lo que siempre está ahí. Es nuestro deseo de vivir y también el esqueleto de la novela homónima escrita por Philip K. Dick.

Ubik (edición original de 1969; última edición en castellano por Minotauro, 2020) es una bisagra que oscila desde la incertidumbre sobre la conciencia y la realidad y la respuesta hallada por Philip K. Dick (en adelante, PKD) en su última época como escritor. Para un lector que haya ahondado lo suficiente en su obra, recoge los tópicos de la novela dickiana: una atmósfera espesa y asfixiante cuya realidad ataca la integridad del individuo, poniendo en duda la solidez de sus recuerdos e identidad (Podemos recordarlo por usted al por mayor, 1966) o sus acciones (El informe de la minoría, 1956); una heterogénea concepción de la ciencia-ficción como búsqueda del sentido de la realidad, y anti-héroes de baja estofa, una gran cultura y sensibilidad, con ocupaciones que les sitúa al límite, atrapados en la paranoia y la enajenación ontológica. La confluencia de estas reflexiones con las nuevas tecnologías, las cuales desvirtúan la frontera entre lo natural y lo artificial, el humano y el androide, la realidad y la ficción, son la constante en el trabajo de PKD, y no profundizaremos en ello dado que ha sido abundantemente tratado (de finos análisis literarios a insulsas recensiones que no van más allá de la perplejidad inicial). Pero en esta ecuación laberíntica nos falta una incógnita, un ingrediente. Y no podía ser otro que Ubik.

PKD no es un escritor de la llamada “ciencia-ficción dura”, y los tópicos del género no son las piedras angulares de sus libros, por mucho que así se haya pretendido. Ridley Scott le dedicó un capítulo en su serie-documental Profetas de la ciencia ficción, como dice un famoso chiste, con poco y mal ingenio, y no cayó en la cuenta de que PKD era, en términos estrictos, un profeta, y no sólo un simple visionario o especulador de mundos. Sus palabras recogen un secreto, una iluminación que no puede decirse y sólo puede interpretarse en el éxtasis, en el contacto, para ser olvidadas bajo la más burda superficialidad. De ahí que la característica del profeta sea su olvido e incomprensión. Y, como no podía ser de otra manera, los aspectos técnicos del género han terminado por borrar lo profético que hay en Dick.

En Ubik vemos una de las primeras tentativas de resolver la eterna cuestión dickiana: ¿qué es lo real? ¿Cómo distinguirlo de lo aparente? Esta pregunta es la raíz de la filosofía (empezando por Platón, al cual Dick ha leído atentamente). Sin embargo, no es en éste en quien PKD encuentra la respuesta, ni tampoco en Schopenhauer, autor cuya influencia en Dick es pasmosa hasta el punto de adoptar una postura representacionista de la realidad, en la que sólo tiene permanencia como una construcción del sujeto cognoscente con un fondo y principio de inmanencia. Esta óptica que adopta PKD sobre el individuo nos abre la puerta a su teoría: no hablamos de la mera representación como «lo percibido», sino de la realidad que construimos en torno a nosotros. La apariencia de la que habla Dick, ese Imperio que nunca cae, no obedece al orden del marketing o de la manipulación emocional, como ocurre en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Es velo y, a la vez, condición para que el Ubik tenga efecto.

El rastro nos conduce hasta un escrito posterior, Valis (1981), y hasta su Exégesis (publicada póstumamente en 2011), donde despliega su perspectiva empapada por el gnosticismo. El primero de ellos, prácticamente ignorado por su mensaje encriptado y por no pertenecer al género de ciencia-ficción (cosa bastante dudosa), gira en torno a la idea de la información, que compone esencialmente el mundo y cristaliza en los hechos. Es el punto de partida que puede remitirnos a un sinfín de obras filosóficas y nos introduce, por necesidad, en un universo en construcción, maleable y liviano… y terriblemente inseguro.

El doble movimiento que citábamos antes, conditio sine qua non el Ubik actúa, se cimienta sobre una resolución teológica: el mundo es irracional, caótico, irreal y preñado de incertidumbre. Aquello que lo hace racional, ordenado, real y certero es la epifanía del conocimiento, la iluminación, la luz de la razón clara y distinta captada por la intuición. PKD no es tecnófobo, pero tiene en cuenta (idea también que descansa en sus lecturas filosóficas) la ciencia y la tecnología como verdades que se reducen a establecer las leyes de la simulación que nos impide ver lo real. Se limita al descubrimiento de las reglas que rigen el velo. El verdadero conocimiento sólo puede ser revelado, sólo puede introducirse en nuestra conciencia a través de un contacto directo con lo real. Ese contacto se expresa como un torrente de información, cuyo desvelamiento se torna inexplicable, pero que de vez en cuando aborda la conciencia de quienes saben escucharla y no caer en la locura o la ignorancia.

Ubik. Fotomontaje de Luna Rueda Retamar para Fabulantes

Esta jaula en la que nos encierra la experiencia, por un lado, y lo real, por otro, está simbolizado en Ubik como un estado de semivida. Los muertos permanecen en él con el cronómetro hacia la muerte apagado y sólo en el momento en que los vivos, lo real, quieren hablar con ellos se reinicia la cuenta atrás, al entrar de nuevo en el «tiempo real». Esta comunicación pende del antojo de los vivos, un rasgo preclaro de esa teofanía que racionaliza el mundo de los semivivos: el desvelamiento se da sólo en el momento que Dios, lo real, lo vivo, la razón, quiere hacerlo. Hasta entonces, alcanzar un ápice de conocimiento genuino es una búsqueda quimérica, o al menos siempre dudosa. Y los engañados dentro de este caparazón simulado que es su cuerpo, a la par que la divinidad se oculta y revela a su arbitrio según sus propias reglas (de haberlas), luchan en un absurdo debate para encontrar esa claridad a través del poder. Absurdo intento por rozar la verdad mediante la mentira y la redención por la crueldad.

Joe Chip encuentra así su reflejo en el fantasmagórico Amacaballo Fat de Valis o en el clérigo de La transmigración de Timothy Archer (1982), y otros tantos personajes de PKD cuyo estigma es esa suspicacia existencial desmedida, y cuyo destino es sucumbir en las fauces de la realidad tras una odisea hacia la perdición de la verdad. Al principio, se remueven en el abismo de lo hiperreal; para luego reconocer, abrumados, su impotencia, o al menos se constriñen en una reacción meramente contemplativa.

Es en este punto que la reflexión de PKD encuentra su límite. No queda nada por hacer que no sea una sutil y depurada mirada introspectiva, o la resignación a la espera de que el atrezzo se difumine por unos instantes, y alcance el espectador a rozar con sus dedos algo real. Sus personajes hacen eco de los agitados protagonistas de Kafka, para quienes todo acto queda encorsetado, agonizante, dentro de una complejidad que termina por reducirlos al sinsentido. Una visión estática y desconsolada, no por ello errónea, pero que condena más que salva. PKD extrae una lección judeocristiana en lo que respecta al primer paso para la redención. Al igual que los asuntos de fe, todo queda decidido en la concesión de la gracia.

Por otro lado, no resulta extraña una propuesta tan pasiva. Malinterpretando, o simplemente haciendo una libre lectura de los filósofos antiguos, PKD parece apostar, como buen gnóstico, por dos ideas clave: pensar es hacer, y sólo pensando puede acabarse con la irracionalidad de la realidad. No se trata siquiera del intelectualismo moral de los griegos, quienes establecían una relación más estrecha entre el ethos y el logos. PKD, al estilo moderno, ve en esta fórmula una recepción de conocimientos cuya misma adquisición disipa la niebla, y permite al hombre profundizar, activamente, en el mundo. De los filósofos antiguos, uno de los que gusta citar es Parménides. Las dos vías parmenídeas son propuestas por PKD como una dicotomía ontológica, y la actitud posterior depende de la elección entre el conocimiento y la apariencia. Al partir de una dualidad fáctica (más propia de la modernidad que de la antigüedad) le resulta inconcebible, al menos de hecho, que la información no transforme la realidad como si el hombre fuera un demiurgo, sino de una manera directa, corporal y donde la revelación no baste para alcanzar la racionalidad y no sólo la descifre. Es más, en cierto sentido, tan siquiera la mente logra por sí sola superar la encriptación espectacular del mundo (espectacular en el sentido de que la representación falsa es como un espectáculo, o algo espectral, que encripta la realidad y lo convierte en una mera apariencia); requiere una inteligencia que tome contacto con nuestro pobre intelecto, que atraviese la falsedad y nos conceda la información necesaria, justo antes de volver a sumergirnos en las tinieblas de lo efímero.

¡Extraño autor de ciencia-ficción éste, para quien la «ciencia» desaparece tras la metafísica, y para quien la «ficción» es la realidad! Su obra, como su vida, siempre fue sólo una arista, un nudo de hilos sueltos. Ubik es la incipiente mística que se fragua en un tiempo deslumbrado por la ciencia, un tiempo que se devora a sí mismo en el frenesí del negocio y la individualidad; una lectura obligada para todo aquel que quiera ver la ciencia-ficción puesta al límite, con un trasfondo y un registro inusitado, nunca repetido ni, desgraciadamente, valorado en su totalidad. Y en ello reside también ese carácter profético de PKD: haber generado la pasión y admiración por doquier desde el más rotundo silencio, latentemente, introduciendo sus dudas e incertidumbres en nuestro angostado cerebro. Y Ubik no es ni más ni menos que eso: el renacimiento de lo originario, la conquista sobre los objetos, la revancha de la voluntad. Ubik es necesario y adictivo como el agua.