La misma cara
Defiéndeme de las fuerzas contrarias,
en el sueño nocturno cuando no soy consciente,
cuando mi sendero se hace incierto.
Atravesaba la cegadora luz para recogerse en las sombras.
—No sé si quiero volver —confesó el hombre.
—Si lo decidieras tú, tendrÃa sentido —respondió la mujer que lo acompañaba, esperando a que algo inaudito ocurriera cuando revelara el rostro; y asà fue—. No has cambiado.
Caminaban por corredores interminables encharcados de sombras y, por momentos, contaminados de una luz de brillantez denterosa que esquivaban apresurándose, saltando de penumbra en penumbra.
—¿Qué ha ocurrido?
— Tenemos miedo a perdernos y no volver, de diluirnos. Esta vez ha sido peor; sentÃa que me atrapaba.
El corredor se desplegaba con puertas y escaleras que se esfumaban al tercer peldaño.
—Necesito distanciarme. Algo me atenaza, me arrastra. —Paró frente a una puerta—. Voy a pedirle tiempo.
—Te acompaño.
La habitación estaba cubierta por una alfombra adornada con dibujos geométricos que dimanaban del mismo centro de la estancia. Sobre ella, su superior se encorvaba sobre pilas de papel.
—Has tardado.
La mera observación era un reproche.
—Ha habido problemas. Algo inusual.
Las gafas de pasta se alzaron y el reflejo de la luz mostró los ojos facetados.
—ExplÃquese.
—Al llegar a mi objetivo noté algo. Para mÃ, lo normal es como estar bajo el agua.
—No recuerdo el agua —dijo el hombre desenfocando los ojos de mosca tratando de invocar el recuerdo en el techo cubierto de sombras, inalcanzable.
—Imagine que el agua es tan pura que no hay pérdida de visión, aunque persisten la flotabilidad y la resistencia al movimiento.
El interrogador asentÃa dando a entender que no entendÃa; la mujer lo miraba con intensidad.
—Lo importante es que todo sucede con lentitud y eso hace que sea predecible. Esta vez, la velocidad aumentó y se volvió impredecible.
Se quitó las gafas y pasó el pulgar y el Ãndice al final de la nariz. Preguntó a la mujer:
—¿Qué siente usted cuando está all�
No esperaba la pregunta y contestó con una voz estridente.
—En mi caso el aire también es más denso, pero puedo desplazarme con facilidad. El movimiento se anuncia con cambios en la intensidad del color; algo en la textura indica la dirección y la intención. Es como estar en un cuadro al óleo con pinceladas gruesas. Sólo lo estático tiene detalles hasta la miniatura y puedes recrearte en lo minúsculo.
Los dos hombres permanecÃan atentos.
—EstarÃa toda la vida comparando las experiencias de cada uno. La suya es muy bonita —señaló a la mujer—. La suya me parece inquietante, porque extraño es un término que aquà no podemos utilizar, ¿verdad?
—HabÃa un peligro real.
—No ha cambiado de cara. —Meditó—. De momento, queda relevado del servicio. Elabore el informe.
Abrazo en la oscuridad
Y no me dejes nunca más,
no me dejes nunca más.
Devuélveme a las zonas más altas,
a uno de los reinos de calma.
—¿Qué ha pasado ahà fuera? ¿No te habrás asustado? —Era la tercera vez que le preguntaba y ya pensaba cómo atacar una cuarta vez cuando surgió la reacción explosiva.
—¡Me estaban esperando! —La confesión lo relajó hasta caer en la cama abatido por un proyectil silencioso.
Ella se volvió a tumbar y contemplaron el techo perdido en la lobreguez: apenas se distinguÃan la palidez de la cara, el brillo de los ojos y los cabellos, que se derramaban incoloros sobre la colcha amoldándose a las arrugas del lienzo.
—Me miraban en un semicÃrculo de manos unidas alrededor de un candelabro. Mi primera reacción fue la furia contenida, el aspaviento, ulular al tiempo que hacÃa mover la lámpara de cristal. Me habÃan invocado.
—No pueden afectar nuestra naturaleza cuando ejecutamos nuestras misiones.
El hombre se dio la vuelta dándole la espalda desdeñoso, deseando volverse oscuro e invisible en la esquina.
—No puedes rendirte —gimió obligándole a darse la vuelta y a abrazarla— o habrán conseguido lo que quieren.
—Me siento diferente. Mi rostro no ha cambiado.
—A mà me gustas más asÃ, menos corpóreo, mira —y lo abrazó hasta reducirlo a un suspiro—. Me gusta tu rostro de ahora, como si lo conociera de otra vida.
La última frase sonó a un mal presagio, a herejÃa.
Permanecieron abrazados para conjurar el eco cacofónico hasta que la oscuridad terminó por tragarlos. Con los párpados cerrados por la somnolencia se trasladaron a un reino lleno de calma donde compartieron un sueño vÃvido y luminoso, colorido hasta la saturación de las formas y el movimiento, extraño, aunque esa palabra ya no la usaran.
Corto regreso; vuelta e ida
Es tiempo de escapar de estos ciclos de vidas.
Y no me dejes nunca más,
no me dejes nunca más.
De nuevo en el despacho del superior, resistÃa la mirada escrutadora.
—Tiene que volver.
Bajó la vista a los pies y recordó la última visita. HabÃa llegado a la casa y, antes incluso de orientarse, se topó con los tres hombres dándole la bienvenida y proponiéndole la peor de las maldiciones: la cooperación. Desesperado, tiró libros e hizo batir las cortinas. Las caras no se plegaron con horror, al contrario, estaban complacidas.
—Hasta que no acepte la invocación y pueda rechazarlos, sentirá el tirón.
—Entonces —se resignó—, volveré.
Salió del despacho para releer el objeto de la misión:
«Hurgar en las grietas, desplazar el lomo del libro de medicina, mecer la araña y holgar el tornillo de fijación, abarquillar la madera, ulular, remover el polvo y dejarlo en suspensión, acercarse a la magneto del generador que hay en el sótano, percutir ráfagas de golpes contra las paredes. Importante: localizar la copia de los rollos de papiro con jeroglÃficos, localizar la traducción llamada El libro de la emergencia a la luz. Descolocar el libro hasta que sea olvidado y, con el tiempo, escamoteado».
Se dirigió al precipicio sin horizonte ni fondo, pensó en su destino y cayó.
Llegó amortiguado por el familiar aire espeso. Todo iba bien: densidad, ralentización y penumbra.
Una mujer tocaba el piano. Los candiles acompañaban con vaivén el reverbero de la música que a él se le antojaba un lento lamento. Pasó frente a unas mujeres y escrutó las caras: no debÃa hacerlo, pero necesitaba comprobar si notaban su presencia. Sólo percibió cómo se les erizaba el vello y palidecÃan arrebujándose en las toquillas. Una vela vibró al pasar y proyectó durante unos segundos su sombra sobre el papel dorado de la pared; un reflejo en una vitrina le devolvió intermitente una cara de chacal. Varias cabezas se volvieron instintivamente y tarde al reflejo.
En la biblioteca reparó en unas fotografÃas: hombres enfundados en batas y guardapolvos posando sobre unas ruinas; grupos de trabajo ante encerados repletos de jeroglÃficos.
Volvió a la búsqueda del cofre y el cartapacio. Los encontró en un armario. Al abrirlo, una voz perentoria aceleró el tiempo: le habÃan arrojado un conjuro o una invocación. El aire se tornó ligero y el color volvió a las superficies, las texturas y las formas eran nÃtidas.
—Os dije que vendrÃa. La llamada que describe el libro es perentoria.
Tres hombres vestidos con elegancia comenzaban a rodearlo, tranquilos y, a la vez, dispuestos a la acción. Eran jóvenes, salvo el que habÃa hablado, que era de edad avanzada aunque de fÃsico rotundo.
—¿Quiere decir algo? ¿Nos recuerda?
Los tres pares de ojos lo seguÃan. Uno de ellos alzó la palma de la mano y con los ojos cerrados salmodió en nombre de Anubis.
Asustado, contó hasta tres para desaparecer en un vórtice de aire repleto de libros emprendiendo el vuelo desde sus baldas.
Caer
¿Por qué los gozos del más profundo afecto
o del anhelo más sutil de pulso
sólo son la sombra de la luz?
—Ha vuelto a ocurrir —explicaba a su superior—. Esta vez ha sido más fuerte.
—Su voluntad ha sido alterada; en contadas ocasiones se nos ordena o interfiere.
—ExplÃqueme lo ocurrido.
—Es una sociedad de estudios sobre el Más Allá. Llevan tiempo destripando una versión magnÃfica de El libro de los muertos o Libro de la emergencia a la luz, que es lo que ha ido a escamotear.
Las gafas oscuras transparentaban los ojos facetados aumentados hasta el absurdo.
—Están jugando con el mecanismo de transcendencia —refunfuñó quitándose las gafas—. Y usted ha dejado de ser un espectro para convertirse en uno de ellos. Eso explica que no haya cambiado de cara. Ha sido paulatino. Una invocación casi perfecta ayudada por la atracción de su todavÃa existente hilo de plata.
El eco de las palabras no fue absorbido por la alfombra y pareció retrucar en las paredes invisibles hasta disiparse.
Se volvió a calar las gafas y escudriñó dentro del otro hasta el nivel del que está compuesta la materia y las intenciones que formula la quÃmica del cerebro.
—Queda relegado de toda obligación.
—¿Hasta cuándo?
—Será tragado por la materialidad y caerá, como decanta la arena en un depósito de agua. Prepárese; va a resucitar.
El superior se dejó caer sobre el asiento inclinando su desdén en los papeles.
No tuvo más remedio que soportar con incomprensión la coronilla que seguÃa observando perpleja, polifémica. Cuando se cansó de buscar la rabia que no sentÃa, se dio la vuelta y trató de abrir la puerta. No reaccionaba a su contacto y la mano la atravesaba. Decidió traspasarla sin más para salir al pasillo aceptando al mismo tiempo su integración.
Cuando ella lo asaltó desde una sombra y le preguntó, no contestó. Como acto reflejo permaneció en los charcos de luz, brillando nÃtido, definido. Era observado con asombro y curiosidad, con cariño todavÃa, pensó, y sin sorpresa.
—Sigues con la misma cara. ¿Qué ha pasado?
—Me vuelvo corpóreo. En la misión me materialicé por completo. Pudieron verme y hablarme como tú y yo lo hacemos, aunque rodeado de mugre, del olor a tabaco y el humo de las velas, de la música clara y afinada. Me estaban esperando.
—Nunca he oÃdo nada semejante.
—Es la integración. Parece que no es sólo la invocación; yo mismo soy culpable. —Miró a la luz—. Desapareceré hasta caer allá abajo. Pronto me tragará el suelo, precipitaré hasta el fondo y resucitaré.
Trató de acariciarla. No pudo. Exhaló un halo púrpura de desazón. Ella estaba maravillada y con el gesto ávido que dejaba caer cuando yacÃan y revoloteaban en volutas juntos.
—No tengas miedo y ven a verme —consiguió decir. Ella braceaba intentando aprehenderlo sin que pudiera si quiera asirlo—. He descubierto que existe la memoria y el recuerdo. Otra vida que dejamos atrás. ¡Ven a verme!
Entonces el vértigo: los ojos muy encima y detrás del cráneo, los brazos por encima de la cabeza y el bajo vientre en vilo, el alma y la nueva sombra corriendo detrás de él para no perderlo de vista.
Cayó. Decantó sometido a turbulencias caprichosas, el ombligo brillando con intensidad lunar.
Tocar fondo y un golpe de consciencia que te invita al recuerdo envuelto en la penumbra creada por la luz.
Renacer
Recuérdame lo infeliz que me siento
lejos de todas tus leyes.
¿Cómo no malgastar el tiempo que me queda?
Y no me dejes nunca más,
no me dejes nunca más.
—¡Ha vuelto!
Las caras que viera en su última misión lo contemplaban con alborozo.
—¿Estás bien?
—Estoy bien —contestó modulando el aire caliente y sonando siniestro—. Confuso; he decantado.
Se mantenÃan a distancia, anhelantes.
—SabÃamos que pululabas por la casa y, como habÃamos planeado, esperamos al solsticio de invierno.
Los nombró para que supieran que estaba haciendo un esfuerzo.
—Sé las cosas, pero me falta el fondo. Necesito tiempo.
—Lo tendrás —volvió a hablar el de más edad—. Mientras tanto, estaremos contigo en todo momento y tomaremos notas.
Revoloteó por el salón buscando el espejo que antes, en la sombra, no le devolvÃa su reflejo, y si lo hacÃa, aparecÃa el chacal.
—Soy yo. —Recorrió los detalles de la imagen: la frente arañada de dudas; la nariz en fuga; el cabello rizado revuelto, como la memoria; los labios abiertos, deseosos; la mirada asombrada—. He vuelto.
Los testigos tomaban notas.
—¿Dónde has estado?
—He conocido personalidades singulares, hechos extraños y sin sentido, que evolucionan en otra realidad y a otra velocidad, con distinta perspectiva y otro objeto. Un mundo al margen de la materia y con la consistencia de las ideas.
—Has hecho lo que nos prometiste. —Volvió a tomar la palabra el mayor. TenÃa los ojos acristalados de admiración e incredulidad—. Has ido a buscar a mi hija, tu mujer. No la has traÃdo de vuelta, pero sigue siendo algo extraordinario. Prometiste ir al oeste, donde muere la luz, para renacer por el este, donde Él nace todos lo dÃas, usando los conjuros y fórmulas de El libro de los muertos.
—La he visto. Le he pedido que venga a verme.
—¿Cómo estaba?
—Hermosa, a pesar de tener cada dÃa un rostro. Caminaba entre las sombras y susurraba, procuraba no soñar o anhelar y, cuando lo hacÃa, se despertaba y olvidaba. Ese otro mundo es el olvido. Es el ser sin recuerdos, que es como no ser.
—Tienes que dormir. Tu alma necesita acostumbrarse a tu cuerpo. Ven, descansa.
Lo acompañaron a otro piso pasando por estancias que recordaba con la vaguedad de haberlas visto de reojo. Los espejos inclinados sobre ménsulas devolvÃan la imagen con una reverencia.
Sobre una cama yacÃa un cuerpo y se tumbó sobre él como si tomara posesión de un sillón viejo amoldado por la costumbre de la gravedad a su anatomÃa.
Abrió los ojos y el mundo era irreal, tanto que deslumbraba. Su ombligo apenas fulguraba.
Le sirvieron una copa de jerez. La apuró con miedo a que su cuerpo volviera a esfumarse, lo contrario de decantar o precipitar; y cuando ya estaba inmerso en un dulce sopor, se dejó llevar a otro mundo igual de misterioso, lleno de gravedad, donde el arriba era arriba y el abajo era abajo.
                                                                                                Reencuentro
¿Por qué la paz de ciertos monasterios
o la armonÃa vibrante de todos mis sentidos
sólo son la sombra de la luz?
Despertó y la vio en una cama gemela a la suya. A pesar de que el rostro no era el mismo supo que era la que habÃa ido a buscar. Los recuerdos afluyeron.
Su novÃsima esposa habÃa sufrido un accidente a lomos de una yegua espantada por una amenaza invisible. Tras dos años seguÃa dormida dentro de sà misma, buscando el retorno a la luz.
Dolido y cansado de esperar, ayudado por los conocimientos de su suegro y de la asociación de espiritismo que interpretaba los jeroglÃficos de El libro de los muertos, habÃa aprendido los sortilegios y las fórmulas de los antiguos egipcios, se habÃa inducido un coma artificial a base de hierbas y drogas modernas y habÃa recorrido el Limbo, ese campo plagado de fantasmas, espectros y reminiscencias. Un mundo caótico de misiones incomprensibles, espantos y futilidad, del miedo a decantar, de la inquietud por desvanecerse.
No habÃa conseguido que el espectro de su mujer volviera. Sólo habÃa podido convertirse en espectro y flotar hasta el mundo de la penumbra para verla e inducir en ella la duda aportando recuerdos de la luz.
Pasó las siguientes semanas recuperándose y velando el cuerpo de la esposa de facciones inéditas.
Su suegro le abrazaba en cualquier momento y, aunque sollozando, le infundÃa ánimos en una demoledora demostración de fe.
No hubo más sesiones espiritistas. Se reunÃan por la noche a la débil luz de candelabros y candiles. El humo de las pipas se descomponÃa en las llamas azules de las lámparas y revoloteaba observado por ojos atentos a cualquier fluctuación. Hasta el dÃa que las volutas se convirtieron en remolinos y sirvieron de pantalla a una silueta.
—Para precipitar en este mundo —recitaron— has de recordar quién eres.
La silueta, torbellino desquiciado, aventó las esquinas de los tapetes y barrió el polvo de las repisas. Titilaron las llamas y se carbonizaron las mechas en miasmas de humo negro.
Igual que hicieran con él, acompañaron al espÃritu en la penumbra del pasillo de espejos hasta la habitación donde yacÃa el cuerpo entre pebeteros tibetanos.
El ánima decantó e iluminó la languidez del rostro. No fue verbo, pero sà un suspiro lo que barbotó de los labios resecos.
El gato taheño saltó sobre la cama y se acurrucó entre las piernas, indolente, no sin antes observar con recelo al infinito y desafiarlo.
Su mujer habÃa vuelto para estar con su amado esposo y con su no menos querido padre.
La vida es valiosa, pero sin el alma no es nada, es mera carne y procesos. Ahora el cuerpo estaba completo. En breve, sonreirÃa y recordarÃa, y con el tiempo, olvidarÃa el Más Allá, el caos de la rutina, la confusión de la inmovilidad y el murmullo babélico de la oscuridad.
Abrió los ojos a la luz, a la penumbra del dormitorio, y a la calidez de los cánticos. HabÃa amor y reconocimiento. Deslumbrada, lloraba gruesas gotas de dolor por la espera, por sentirse perdida y hallada; hambre por los detalles de los objetos cercanos y sus consistencia.
Los suelos se abombaban y las luces parpadeaban. Una corriente de aire anabático hacÃa campanear las perneras de los pantalones y las paredes crujÃan bisbiseando mensajes cifrados entre una niebla de yeso espolvoreado.
—Nos observan. No dejarán de hacerlo hasta que no volvamos y nos castiguen —profetizó un joven.
—Nos castigarán por nuestra osadÃa. Pero en esta vida no pueden hacernos nada; hasta que no la abandonemos podemos vivirla y ser felices. Una vida, es todo lo que nos queda, es lo que merecemos.
—¿Y luego? —preguntó el padre, que de los presentes era el que más cerca estaba de agotar los dÃas.
—Luego, la nada, o lo que es peor, el eterno vagar sin recuerdos —contestó el abnegado marido que ya habÃa dejado la formación de custodio y abrazaba a su mujer.