Libros del Zorro Rojo ofrece la edición más completa en el mercado de La guerra de los mundos con la acertada recuperación de las fantásticas ilustraciones del artista brasileño Henrique Alvim Corrêa, datadas en 1906 y elogiadas por el propio Wells. La editorial consigue, así, derrotar el olvido al que la falta de reedición las había abocado y hacer que la lectura de la novela resulte incluso más grata.
«¡Destruida toda nuestra obra, toda nuestra obra! ¿Quiénes son estos marcianos?
— ¿Y quiénes somos nosotros? —le respondí, tosiendo para limpiarme la garganta».
Las imágenes utilizadas para ilustrar este artículo pertenecen, salvo que se señale lo contrario, a la edición de Libros del Zorro Rojo, y son de Henrique Alvim Corrêa
Borges lamentaba haber descubierto tan pronto a Herbert George Wells, de quien decía que escribía para todas las edades del hombre; deseaba haberlo hecho al final de sus días, necesitado de la deslumbrada y terrible felicidad de sus escritos. Porque, hogaño, sin ser un experto conocedor del espacio sideral cualquiera puede afirmar, con la firmeza propia del sabihondo, la ausencia total de extraterrestres en Marte. No concebimos que nuestro posible atacante pueda ser «la vanguardia de un ejército invasor procedente de Marte». Al menos no del «planeta rojo». Pero en 1898, año en que se publicó La guerra de los mundos (Libros del Zorro Rojo, 2016), no era posible confiar plenamente en ello, y multitud de disparates podían ser presupuestos; si no, ¿cómo se explicaría que en 1938, casi medio siglo después, un joven Orson Welles atemorizara a gran parte de la población estadounidense con su adaptación radiofónica, haciéndoles creer, sin quererlo, que quienes les invadían eran los marcianos y no un país rencoroso de su intervención en la Gran Guerra? El futuro famoso director de Hollywood, en su intento de homenajear a H.G. Wells, consiguió una interpretación a la altura (a la que se puede acceder a través del enlace QR que incluye esta edición) con su compañía Mercury Theatre, basada en la adaptación que su compañero el dramaturgo Howard E. Koch hiciera del libro, logrando, a pesar de las cuatro alusiones a la novela en el programa, obnubilar pasajeramente la capacidad de razonar de la población.
«De cuantos sucesos maravillosos y sorprendentes acaecieron aquel viernes, el que me pareció más extraordinario fue la combinación de las costumbres cotidianas y triviales de nuestro orden social con los comienzos de aquella serie de acontecimientos que iban a derribar ese mismo orden».
Acaso fueran H. G. Wells y Jules Verne los literatos que antes expusieron en sus obras, pese a ser esbozos notablemente diferentes de lo que acabaría siendo el género, una mezcla de ideas y conceptos no consolidada hasta, por lo menos, 1926 con el nacimiento del término science-fiction de la mano de Hugo Gernsback. En La guerra de los mundos, cuyo desarrollo surge a raíz de un cuestionamiento que le comunicara al autor su hermano, se narra por primera vez una invasión marciana, de seres mucho más avanzados en materia tecnológica —concebida por el escritor a semejanza de los avances terrestres y náuticos de la Inglaterra industrial— y bélica, a nuestro planeta, con el único objetivo de exterminar a la humanidad. Suena simple porque lo es, pero a su vez se introduce una novedad que resulta mucho más compleja de lo que parece: el personaje conductor de la historia sigue siendo en todo momento uno, pero su protagonismo se extiende a todo un grupo (la población inglesa), y el papel del enemigo es ocupado por otro conjunto (los seres del planeta vecino) hasta entonces sin tal relevancia en la literatura. Además, este cambio se da en un momento en que la ciencia se encontraba en un estado muy prístino y era casi por sí sola ficción para la población. H. G. Wells sentaría, de este modo, las bases literarias sobre las que se produciría un desarrollo posterior mucho más diverso.
Como se ha señalado, sí se centra la atención en determinados personajes a lo largo de la historia, aun primando el protagonismo grupal. Se convierten en recursos del narrador para poder extender la trama a otros escenarios, como es el caso del hermano, o para mostrar el pánico general, las diferencias sociales y la ineficacia de las medidas adoptadas por la élite. No evolucionan, son simples medios, salvo en el caso del narrador. Él, en cambio, sí presenta una mayor caracterización, reforzada en los momentos finales con la conclusión de su preocupación más humana, la auténtica guía en su desesperado vagabundeo. En el caso de los marcianos, observamos un cambio en su tratamiento por parte de los invadidos. Al principio son vistos con extrañeza e incluso curiosidad; más tarde, se convierten en el enemigo a destruir, para finalmente, tras su súbito desenlace, ser tratados con cierta compasión. Pero no debe confundirnos esta falta de desarrollo psicológico de los personajes: no resta en absoluto calidad a la novela, es idónea para el cometido que se propone Wells.
«Si en aquella mañana de junio alguien hubiera ascendido en un globo por encima de Londres, bajo el cielo resplandeciente, las carreteras que van al este y al norte surgiendo de entre la infinita confusión de las calles le hubiesen parecido líneas blancas punteadas de negro por los innumerables fugitivos.
Y cada punto significaba una agonía de terror y de miseria física».
El libro se divide en dos partes y se cierra con un epílogo. Por su argumento, es una novela más que apropiada para ser ilustrada; sobre todo, con dibujos de la época. Los recursos actuales, así como el conocimiento sobre el universo, difícilmente permitirían representar los hechos con ese toque inocente, antiguo, sucio, opresivo, e incluso mohoso del artista brasileño Henrique Alvim Corrêa (Río de Janeiro, 1876- Bélgica, 1910). La edición recupera más de treinta de sus ilustraciones, realizadas cuatro años después de la publicación del libro y que, casi por intervención divina, se salvaron de «morir» ahogadas durante el transcurso de la II Guerra Mundial. Únicamente habían sido publicadas en 1906 por la editorial belga L. Vandamme & Co. en una tirada muy reducida, de modo que la falta de reedición y el naufragio las condenarían a un destino muy incierto. No es de extrañar que sus trazos premodernistas y aires futuristas sorprendieran al propio escritor: acompañan tan bien que impiden que nuestra imaginación cree sus propias versiones de estos marcianos. El pintor era de origen brasileño, pero marcharía a los catorce años a París para recibir educación artística. Allí, crearía su propio taller y se especializaría en temática bélica y erótica. Su vida fue efímera: murió con tan sólo treinta y cuatro años a causa de la tuberculosis, enfermedad que, sin duda, condenó al arte como ninguna otra.
Los marcianos son retratados con ojos prominentes, pilotando máquinas trípodes de colosales dimensiones que se desplazan a través de trancadas. Se comunican con chillidos o incluso mentalmente; son esencialmente inteligencias que no requieren de las necesidades básicas de los humanos, como el descanso o la ingesta de alimentos sólidos (sus nutrientes los adquieren absorbiendo la sangre humana) y cuya sexualidad es entendida de forma muy diferente a la nuestra. Cuentan con dos armas para llevar a cabo su destrucción: el Rayo Ardiente, antecedente del, posteriormente, sobreexplotado rayo láser, y el asfixiante Humo Negro, de innegable parecido con las ulteriores armas químicas. También traen consigo la Hierba Roja, de compleja intelección, pero que podría ser una metáfora de la rápida capacidad de expansión y colonización de los marcianos.
«Al anochecer, el aspecto del paisaje era singularmente desolado: árboles ennegrecidos, ruinas ennegrecidas y desoladas; bajo la colina, el río desbordado, la superficie de las aguas teñida de rojo por la hierba extraordinaria. Y, por encima de todo, el silencio. Me invadió un indescriptible terror al pensar en la rapidez con que se había realizado transformación tan devastadora».
Su prosa puede parecer, prima facie, que está poco depurada. De hecho, así lo afirmaba también el propio autor, quien la juzgaba como un mero medio de transmisión de una idea. Sin embargo, nos daremos cuenta durante la lectura de que al afirmar tales cosas el escritor lo hacía movido por la modestia. Es casi apodíctica la existencia de una gran belleza en algunas de sus frases para situaciones que se podrían haber descrito de manera mucho menos limada. Así pues, este primor no es más que la consecuencia de pulir conscientemente la prosa, a pesar de que sean varios los que se empeñen en convenir con el menosprecio que el mismo Wells hiciera de su pluma. El inglés era muy bueno expresando, y en sus escritos nos permite visualizar con facilidad los escenarios y el desasosiego de la población, pese a la simpleza de los diálogos y la creciente pérdida de dramatismo según avanza la trama. La sucesión de los hechos se produce a un ritmo absorbente y vertiginoso, lo que permite, junto con la brevedad de la historia, mantener el interés de manera constante.
«Todos esos, toda esa gente que vivía en esas casas, todos esos malditos oficinistas que viven de ese modo, no sirven para nada. Carecen de valor, de sueños vigorosos y de enérgicos deseos, y, ¡Dios mío!, ¿para qué sirve un hombre que carezca de estas cosas sino para temblar y esconderse?… Todas las mañanas se encaminaban a su trabajo (yo los he visto a centenares) con el desayuno en la boca, corriendo locamente para no perder el tren correspondiente a sus abonos, temerosos de ser despedidos si no llegaban a tiempo; por la tarde se volvían con el mismo paso, para que no se les enfriara la comida; luego se quedaban en sus casas por miedo a las calles solitarias; se acostaban con sus esposas, con las que se habían casado no tanto por necesitarlas, sino porque tenían un poco de dinero que podía garantizarles la miserable carrera por el mundo. Se aseguraban la vida en compañías de pólizas y juntaban pequeños ahorros en previsión de enfermedades. Y al llegar el domingo se dedicaban a temer la otra vida, ¡como si se hubiese hecho el infierno para los conejos…! Para esta gente, los marcianos serán una bendición».
Como tan bien se ha identificado desde que apareció, además de anunciarse en el primer capítulo del libro por el autor mismo, La guerra de los mundos es, en esencia, una crítica. Condena la actitud del hombre, que se cree superior al resto de seres vivos, por ser el causante del exterminio de determinadas especies o de la introducción de otras donde no debía. Pone en duda la legitimidad de la conquista colonial de los europeos en el resto de continentes, que se había visto respaldada con argumentos, aunque ciertos, como una mayor capacidad tecnológica o ilustración. Actualmente, este proceder nos puede resultar muy anacrónico, porque afortunadamente se ha subsanado de manera notable en las últimas décadas sin necesidad de que nos invadan los marcianos. Por tanto, con su arribo a Europa, concretamente a Inglaterra, ésta pasa a estar en el papel de colonizada y padece parte de la miseria que ella misma había llevado consigo a otros puntos. Además de su propulsa hacia esta actitud, Wells aprovecha para criticar las costumbres y el camino por el que está yendo en nombre del progreso la sociedad inglesa.
La guerra de los mundos marca un antes y un después para la literatura en general. La introducción de los extraterrestres como nuevo protagonista en los libros es la consecuencia del interés que se despierta en el ser humano, al mirar a las estrellas, por conocer si estará solo en este océano de infinita negrura que es el universo o habrá otros con quien compartir sus inquietudes existenciales. En la Tierra hay algo de lo que en los demás planetas de nuestro sistema solar adolecen: una variedad faunística, paisajística, racial y, por ende, cultural, que deberíamos celebrar en lugar de castigar, para orgullosamente exclamar: ¡ningún libro, en adelante, nos escupirá a la cara el hasta ahora incontestable fracaso humano en la gestión de estos asuntos!