Leopardo negro, lobo rojo, primera parte de la trilogía fantástica africana del jamaicano Marlon James, se queda más en producto literario que en novela, al no cuidar lo suficiente la coherencia exigida a todo texto. Su lectura se vuelve farragosa, insustancial y repetitiva, al introducir pequeñas historias paralelas que confunden la trama principal. Como consecuencia, en momento alguno llegamos a empatizar con una novela en la que campa a sus anchas la confusión y el desconcierto.

Cuando se plantea un proyecto literario de varias piezas, si algo debe estar claro es que la primera es la clave de todo, pues será aquella que sienta las bases sólidas sobre las que luego se apoyarán todas las demás. Sin esa pieza, o con ella mal asentada, todo se vendrá abajo —antes o después— cual castillo de naipes. Pues bien, este problema de planteamiento es el principal defecto crítico de Leopardo negro, lobo rojo (Seix Barral, 2020), la primera parte, y por ahora única escrita, de la trilogía fantástica Dark Star, del jamaicano Marlon James (Kingston, 1970). En ella, y muy a su manera, James reivindica y reinterpreta el pasado mitológico africano y sus propias raíces negras.

Tras su reconocidísima y excelente novela Breve historia de siete asesinatos (Malpaso, 2015), muchos pusimos enormes esperanzas en su siguiente obra, que se acrecentaron cuando se confirmó que se trataría de una trilogía fantástica. Pero el resultado, llamativamente decepcionante, no alcanza la alta cota literaria y creativa de su brillante novela criminal, laureada con el prestigioso Man Booker de su año de publicación. La decepción es todavía mayor si la comparamos con la excelencia de otras plumas que transitan los mismos caminos de esta novela como, por ejemplo, N. K. Jemisin o Nnedi Okorafor.

James se queda muy atrás porque, en su afán por querer reformar los moldes de la narrativa, buscando un original estilo fragmentario y simultáneamente reivindicativo respecto a la tradición oral africana, no cuida lo suficiente la coherencia exigida a todo texto. La lectura se vuelve farragosa, insustancial y repetitiva cuando, prácticamente a cada paso, se interrumpe el desarrollo de la trama principal, su linealidad y cohesión, para introducir historias breves poco a nada relacionadas con lo que está pasando. Ni siquiera el estar protagonizadas por los personajes principales es suficiente si no hay conexión, ni esperanza de que la haya, con la trama o subtramas principales de la novela.

Esta incoherencia se acentúa todavía más al usar esta técnica fragmentaria ya desde las primeras páginas. Con los argumentos y los personajes todavía por definir, se introducen historias que rompen el discurso principal sobre quienes son los protagonistas y cuáles son sus motivaciones o, incluso, sobre cuál es el motor narrativo que servirá para mover la acción de la novela. A tal punto llega esta incertidumbre que estos puntos ni siquiera quedarán claros al haber superado el primer centenar de páginas de un “tocho” con más de ochocientas. Incluso, a posteriori, distintas decisiones de desarrollo del argumento seguirán avanzando en el error de distraer el objetivo de la novela desde la motivación intratextual hasta la motivación autoral extratextual.

La consecuencia principal es que en momento alguno llegamos a empatizar con Leopardo negro, lobo rojo. La historia se nos escapa de entre los dedos, ligera y vacua. Los personajes nunca llegan a ser precisos o concretos a nuestros ojos, perdidos en el tiempo mal llevado de una historia enrevesada y frágil. Los secundarios de las distintas leyendas, mitos o tradiciones tienden a una repetición apabullante, reducidos muchos de ellos al estereotipo o el cliché. El abuso de ciertos instrumentos narrativos, como la sobrerepresentación de las relaciones sexuales y el sexo anal, ayudan a perpetuar la sensación de estar más ante un autor jugando con fuego que ante una voz narradora con algo significativo por contar.

Marlon James. Foto de Mark Seliger. Fuente: Observer

Y es una pena enorme porque, sin duda, la novela posee mimbres para poder ser mejor de lo que es. Rastreador, miembro de los Ku, es un chaval harto de su pasado y de la fuerza que su tribu ejerce sobre él, que decide dejar atrás su hogar e intenta encontrar su sitio en el mundo. Mientras que Leopardo negro es un cazador metamorfo, a veces animal y a veces humano que, igualmente, está a la búsqueda de una forma de ser con la que encajar entre tribus depredadoras. Ambos son perfiles clásicos del bildungsroman, o novela de aprendizaje, y por un momento llegamos a pensar que podemos estar ante un exponente de este tipo. Pero, como es recurrente en este desastre, el desengaño llega de forma tardía y sin clara alternativa, permitiendo que campe a sus anchas la confusión y el desconcierto.

Sin una idea clara de novela, nada puede haber claro. Por eso, al problema de concepción, a los problemas de desarrollo narrativo de una historia sin peso y desorganizada, a unos personajes planos o pésimamente desarrollados, lo que más acaba por pesar y la lastra, definitivamente, es el conjunto de tópicos del género que se acaban convirtiendo en recurrentes. A pesar de estar en tierras africanas, tenemos aquí ciudades amuralladas, con torres, casas nobles, capillas, callejones de una innecesaria “medievalización” que embrolla todo más, si cabe.

Al final, Leopardo negro, lobo rojo es un experimento de factura chapucera, un producto editorial más que una obra literaria o creativa, y como tal debe ser considerada. La mano de Marlon James está por todas partes, desvirtuando la novela como tal, impidiendo que se tome en serio a sí misma y que adquiera un sentido y una vida propias. Es por eso por lo que acaba siendo un artefacto inerte que, queriendo ser muchas cosas (reivindicación mitológica, recreación de la literatura oral africana, obra de literatura fantástica reconocible…), al final, acaba siendo una inmensa nada. Sólo un tocho aburrido y vacío, sin alma, que nos frustra y nos decepciona.