Elegimos para estremecer esta Noche de Difuntos 2020 el relato El invitado de Drácula, de Bram Stoker. Considerado durante mucho tiempo como un primer capítulo desechado de la novela, unas notas del autor irlandés halladas en 1970 demostraron que el cuento se pensó como un apéndice, y no un prólogo, a la novela Drácula. Su ambientación y varios elementos, que os mencionamos en esta reseña, avalan su independencia.
Cuando Bram Stoker muere en 1912 cree haber exterminado a su criatura más célebre y diabólica, el conde Drácula. Pero el Mal, sobre todo si es tan antiguo y profundo como el encarnado por el viejo boyardo cárpato, se niega a ser erradicado tan fácilmente. Por esa razón, dos años después, Drácula volvería a burlar a la muerte por enésima vez.
En esta nueva resurrección contaría con el apoyo de un cómplice y heraldo inesperado, la viuda de Bram Stoker, Florence, lo más parecido que hubo nunca a un Renfield. Cuando se publica en 1914 el libro de cuentos póstumos El invitado de Drácula y otros relatos (que incluye otras piezas famosas como «La casa del juez» o «El entierro de las ratas»), la viuda de Stoker se encargará de propagar, cual peste, la idea de que el cuento que dará título a la antología, y que reseñamos hoy, era una suerte de primer capítulo de la novela Drácula desechado por los editores ante el imponente volumen del original. Durante muchos años esa versión fue dada por correcta, hasta que el hallazgo de las notas de Stoker en 1970, conservadas en el Museo y Biblioteca Rosenbach (Filadelfia, Estados Unidos), se encargaron de desmentirla: El invitado de Drácula bien pudo ser desechado por los editores, pero nunca fue ideado como primer capítulo de la obra. Más que nada porque éste pervivió en su forma autóctona, como una pieza breve perfecta; corrió mejor suerte que las ideas sepultadas en el bosquejo inicial, que servirían también de cepa común a este cuento.
Una lectura correlativa —hoy es fácil hacerla, dado que numerosas ediciones las incluyen juntas— de relato y novela certifica esta misma refutación. En el borrador inicial, Drácula (entonces llamado Conde Wampyr) ejerce de boyardo de Estiria, región austriaca fronteriza con Eslovenia. No hay rastros aún de Transilvania, como sucederá en la versión final de la novela, aunque será igualmente una zona donde la no-muerte rija los destinos humanos. En el borrador del que terminaría apartándose la novela, además, Drácula tendría una mayor presencia activa entre los personajes, llegando incluso a ser representado por un pintor. El eco de El retrato de Dorian Gray (1890) es evidente, y no deja de ser curioso: Oscar Wilde sería una de los primeros y entusistas partidarios del libro desde su publicación. Aunque la presencia de Drácula termina diluyéndose hasta convertirse más bien en una sombra, en una amenaza que se yergue sobre todos los protagonistas de la novela, su poder es aún más imponente en el bosquejo y, por extensión, también en el relato. No hay que olvidar que éste se cierra con una carta de Drácula a uno de sus vasallos, un atemorizado maître de hotel. La importancia de este detalle, mucho más que una cuestión de matiz, es crucial, como señaleramos más adelante.
Centrémonos de nuevo en Estiria. El relato se abre con una imagen tranquila, casi idílica: «[…] El sol resplandecía brillantemente en Munich y el aire estaba lleno de la alegría del preludio del verano». La estampa prácticamente invita al recogimiento, y marca asimismo un contraste con la violencia que se desencadenará posteriormente. Porque unas páginas más allá, las nubes se cerrarán sobre el sol, el viento se tornará gélido, y la nieve sepultará caminos y formas. Stoker le dará resonancias humanas: escribirá sobre los «resoplidos de la nieve» y los «sollozos de la tormenta» que concluyen en «aullidos graves», como si tuvieran vida propia. O peor aún, como si se trataran de elementos comandados e invocados por alguna fuerza inhumana.
Stoker ambienta su cuento durante la vigilia de la Noche de Walpurgis, en el declinar del último día de abril y el nacimiento del primero de mayo, el momento en el que la superstición popular considera factible que brujas y muertos caminen juntos sobre la tierra, en terrorífica comandita. Jonathan Harker —el personaje mantendrá ya su nombre en esta versión pionera— desdeña las súplicas aterrorizadas de su cochero y opta por internarse en la carretera impía que conduce a un poblado desolado desde hace trescientos años, en el que vivieron aquellos que fueron enterrados y regresaron. Con una flema temeraria, que Stoker parece denunciar aunque sea involuntariamente, Harker desoye los consejos del cochero y toma la imprudente decisión de remontar el camino que empieza con el mal augurio de la tumba de un suicida sin nombre. Su identidad desconocida parece advertir del peligro que se cierne más allá. Sin mencionarlo, también entraña un misterio: el suicida, ¿pudo matarse por lo que vio varios kilómetros más adelante? En cualquier caso, es un aviso que Harker opta por rechazar. ¿Cómo va a hacerlo cuando «la Walpurgis Nacht no afecta a los ingleses»? Esa misma ignorancia estará en la raíz de parte del mal que propagará Drácula en Inglaterra, magnificado por la infravaloración de su potencial destructor y por la infundada confianza en el poder del genio y del progreso británicos.
Harker llega al pueblo, en Estiria, y se topa con un mausoleo, donde pueden leerse dos inscripciones: el epitafio a la condesa Dolingen de Gratz y el verso del poeta Bürger que resonará como un látigo en venideras palabras y escenas erigidas por Stoker: Die Toten reiten schnell. Los muertos cabalgan deprisa. Se mueven con rapidez, y no conviene molestarlos. Javier Martín Lalanda, traductor de la edición de Tus Libros (8º reimpresión, 1995) empleada para esta reseña, traduce la inscripción de una forma más poética, y todavía más perturbadora: «Los muertos viajan deprisa». Si Harker fuese observador, o tuviera un carácter más sensato, percibiría las señales a su alrededor, y sentiría la presencia que parece observarle. Quizás habría dado mayor importancia a la presencia del hombre alto en la colina que encabritaría a los caballos del cochero.
La verdad es que la llegada a esta aldea marca una de las cimas del terror literario, y está en cuanto a potencia atmosférica a la altura de la parte de los Cárpatos de la novela, de lejos lo mejor del libro. La virulencia de los elementos termina por fundirse, o por confundirse, con aullidos remotos y con sonidos imprecisos. Es precisamente la indefinición de esos ruidos lo que magnificará el desconcierto y el pánico creciente del lector y del acorralado Harker, cuando ya se sabe perdido y lamenta la negligencia de su impulsivo atrevimiento. Es entonces cuando el notario (su profesión será revelada en el libro; aquí es simplemente un peón, una víctima que puede ser sacrificada) cruza su mirada con el cadáver femenino yaciente de mejilas sonrosadas y labios ardientes. Y es en este preciso instante cuando los ecos de Carmilla, la obra maestra de Le Fanu que prefiguraría el mito literario del vampiro, resuenan en el relato con la misma fuerza que el viento que mellará la puerta del mausoleo. Carmilla se publicó en 1872; Stoker trabajará en el cuento y el tratamiento preliminar de su novela entre 1892 y 1894. Entre la bella Carmilla y la apenas entrevista condesa stokeriana mediarán veinte años, aunque esta última lleve difunta desde 1801.
Lo que sigue a esta aparición, y al relámpago que la destruye, es una demostración más de los poderes que se atribuyen a los vampiros. Un enorme lobo, una figura imposible por legendaria, extinta en esos parajes desde hace tiempo, al igual que la aldea impía azotada por la tormenta de nieve, se alimenta de la sangre del postrado Harker. Una batida de soldados logra salvarle in extremis de un destino peor que la muerte. Las reacciones de los militares están presididas por el miedo que origina lo imposible que sin embargo se sabe cierto. Cuando devuelven a Harker intacto, pero fatigado, a la misma posada donde inició su viaje, a modo de cuadratura del círculo, el maître al que nos referimos antes le explica que actuó movido por las órdenes perentorias del señor de la zona, el conde Drácula. El invitado de Drácula es una pieza independiente que, sin embargo, es necesaria para complementar a la novela, y que sobrecoge por su potencial terrorífico.
Antes de dejar a los muertos entre los muertos, y a los vivos con sus quehaceres, sean cuales sean, dirijamos nuestra atención, como último esfuerzo, hacia la carta de Drácula. Su tono no admite dudas. Sus órdenes encierran una amenaza y un terrible castigo en caso de incumplirlas. Drácula se adelanta a los acontecimientos que están a punto de causarle la muerte a Harker quizás porque los propicia él mismo, por maldad, por mero deseo de ofrecer un indicio de su desmesurado poder o para subyugar a aquellas fuerzas —pensamos en la condesa— que osan oponérsele. Drácula parece más fuerte que Dolingen-Gratz/Carmilla. En la novela, su presencia se verá agigantada por lo que otros opinen de él; excepto por una carta en el primer capítulo del libro, que parecen las instrucciones de una persona habituada al mando, segura de sí misma, pero para nada aterradora, Drácula carece de voz. Y al carecer de voz tampoco presenta una personalidad definida. Todo lo que sabemos de él lo sabemos por otros. Y por esa razón, su presencia es como esa misma niebla en la que es capaz de transformarse: como un miedo profundo y ubicuo que está en todas partes y ante el que resulta imposible ponerse a salvo. Las pocas líneas de la carta anticipatoria de El invitado de Drácula apuntan en esta dirección. Drácula es la noche, es el Mal. Es aquel que desafió y se impuso a la muerte. ¿Cómo no sentirse así desamparados, como Jonathan Harker en plena vorágine de esa cellisca que suena como el aullido grave de un lobo gigante?
EL INVITADO DE DRÁCULA es sin duda un misterio.
Creo importante aclarar numerosos errores y sobreentendidos que han afectado negativamente a su lectura.
¿Por qué consideramos que el tema es el vampirismo? En el relato no hay pistas claras sobre el asunto. Más bien, tendríamos un compendio de supersticiones, incluyendo fantasmas, no muertos, brujería y hombres-lobo. En realidad, si Drácula no apareciese en el título y firmando la carta final, nada nos haría pensar en la novela.
No es cierto -y perdóneseme la corrección- que el lobo esté sorbiendo la sangre del protagonista. Lo está protegiendo de morir congelado. Sin embargo, de forma inesperada, el propio narrador afirma que «lo han salvado de morir bajo las mandíbulas de un lobo»: Toda una flagrante contradicción que nos hablaría de un bosquejo aún no terminado.
El carácter del protagonista -osado, audaz y temerario- no tiene absolutamente nada que ver con el Johnatan Harker que encontramos en la novela -timorato, miedoso y pasivo-.
El inserto de la muerta rediviva del cementerio es más bien innecesario. Su papel en el relato es meramente anecdótico.
En resumen, se trata de un relato sumamente inconsistente, pero con una ambientación prodigiosa.
Creo que podría tratarse del inicio de la novela en una orientación diferente de la misma, que trataría en Estiria en vez de en Transilvania.
De todas formas, con todos sus defectos, se trata de un relato muy importante en la historia de la literatura terrorífica.