Lukundoo y otros relatos extraños y terroríficos recoge la práctica totalidad de los cuentos fantásticos de Edward Lucas White. Las diez piezas que componen este volumen, publicado en Valdemar Gótica, surgieron al dictado de sueños propios o ajenos del autor. Entre los relatos destacables, figuran “Lukundoo”, sobre una maldición basada en Wells, y que hubiese encantado a Harryhausen, y “Amina”, uno de los mejores cuentos sobre necrófagos.
Los sueños pueden producir monstruos. Y a veces incluso hasta cimentan carreras literarias, como la de Edward Lucas White (1866- 1934).
A pesar de sus cuentos extraños (más que terroríficos, aunque muchos se internen abiertamente en el campo de las pesadillas), a los que debe su fama, y sean la razón por la que hoy hablemos de él en Fabulantes, White fue reconocido en vida por sus novelas históricas —la Historia era su gran pasión— y humorísticas. Contemporáneo de Wells o Kipling, con los que mantuvo correspondencia, y con un cierto aire a Miguel de Unamuno, se licenció con honores en Lenguas Romances en 1888, aunque no logró cátedra en la John Hoskins University, de la que fue alumno tan brillante que hasta destacó en sus debates universitarios, en los que llamaría la atención de su conmilitón Woodrow Wilson, futuro presidente de Estados Unidos; no obstante, hasta su jubilación ejercería como querido y buen profesor de latín, lo que le proporcionaría una fuente de ingresos regular, que sumó a la de sus incursiones literarias. Sus cuentos de corte fantástico serían publicados por Weird Tales, pero también por varias revistas irrosorias. Así logró granjearse la admiración de Lovecraft en El horror sobrenatural en la literatura, donde se alaba “Amina”, el cuento sobre una necrófaga que se inspiró en algunas de las partes más oscuras de Las mil y unas noches. Para completar el retrato, señalaremos que fue T. S. Joshi, el gran biógrafo de Lovecraft, quien proporcionó en The Stuff of Dreams: The Weird Stories of Edward Lucas White (2016) los mayores indicios biográficos sobre el escritor al juntar fuentes dispersas e incompletas.
La reputación póstuma de Lucas White se debe por tanto al conjunto de cuentos singulares y ciertamente insólitos que Valdemar recoge íntegros en el volumen de su colección Gótica Lukundoo y otros relatos extraños y terroríficos (2019), con traducción de Marta Lila Murillo, prólogo de Jesús Palacios e ilustración de portada de Santiago Caruso. El abstruso e inextricable trabajo de Caruso comulga bien con la esencia de estas diez piezas cortas. Lucas White soñó todas menos la última, “La espada de Floki”, que es un sueño “prestado” que le fue relatado por un amigo. No obstante, todas están regidas por las normas de lo irracional: la estructura narrativa es a veces irregular y siempre exótica. Lo imposible se convierte en pauta, y va cerniéndose sobre la realidad, hasta que se cierra súbitamente sobre ella, como un cepo. Las atmósferas parecen fruto de un delirio, y muchas estampas se producen casi entre visillos, en vigilia, o en la explosiva contradicción entre la semipenumbra (“Lukundoo”) o la iluminación deslumbrante (“Amina”, “El hocico”). Sólo desde el sueño es posible conjugar con armonía estos elementos tan dispares.
Los diez cuentos parecen tener una voz de fondo que los va relatando, que los construye conforme van leyéndose. Así sucede, por ejemplo, con “El hocico”, una de las maravillas de este tomo, que trata sobre el asalto de tres ladrones a la mansión de un hermético millonario, y sobre los portentos que allí encuentran y las sensaciones que experimentan. El lector es conducido de la mano por pasillos adornados por estatuas y riquezas imposibles, mientras siente, como un latido, la sensibilidad del excéntrico anfitrión. En menor medida, sentimientos parecidos produce “La isla de la brujería”, un relato que entronca con los mundos exuberantes de Clark Ashton Smith o con las fantasías tecnocientíficas de E. P. Jacobs, aunque con una mayor incomodidad. La impresión generalizada del lector —que asiste como testigo, un poco como Scrooge en su peregrinar con los fantasmas redentores—, es de turbación, pues toma rápidamente conciencia de que se está vulnerando un secreto, desafiando un misterio hasta entonces vetado. White ahonda en una intimidad, cuya perturbación incomoda y sonroja, porque le resulta imprescindible traspasarla, al tener la necesidad imperiosa de expurgar estos sueños, de desentenderse de ellos.
La lectura de “Lukundoo” ofrece una razón para explicar este apremio urgente. Lucas White describe los efectos de una maldición, a la que ha sido sometido un explorador y aventurero por culpa de su soberbia. “Lukundoo” se ambienta en lo más profundo de un África ajena a lo civilizado, en la que la magia dicta sus propias reglas. Así, fuerzas tradicionales y fuera de lógica se enfrentan a la intromisión de lo extraño que pretende alterarlas con la excusa de una presunta pulsión civilizadora. El hombre blanco anglosajón es un parásito en este mundo de fuerzas oscuras, que los sueños de Lucas White tomaron de Pollock y el hechicero Porroh (1895), de H. G. Wells. “Lukundoo” es un cuento narrado entre luces raquíticas, que apenas pueden apartar las sombras, y entre el desconcierto, la impotencia y un miedo que va más allá de la muerte. Algunas de sus escenas, de una viveza feroz, habrían hecho las delicias de Ray Harryhausen.
Ciertamente notable es también “El mensaje en la pizarra”, una historia sobre profecía autocumplida con un magnífico clímax final, a la altura de lo mejor del género. En este cuento el narrador afirma que “fuerzas ciegas y sin sentido, como las voces de los sueños” rigen la conducta presuntamente arbitraria de su protagonista. La frase tiene el valor de resumir exactamente el conjunto de factores que mueven estos relatos, así como de apuntar sus consecuencias derivadas. Porque lo que se intuye en ellos es mucho más poderoso, en numerosas ocasiones, que lo que se cuenta. Es el caso, por ejemplo, de “Alfandega 49 A”, ambientado en Brasil, y que nace de una experiencia macabra de Lucas White: el ambiente idílico contiene algo perverso en su sustrato, algo maligno que induce, y conduce, a la tragedia.
Por su parte, “El cinturón de piel de cerdo” coincide con “Amina” a la hora de presentar a criaturas que escapan al entendimiento humano. La necrófaga, una sirena del desierto, nació antes bajo forma de poema del propio Lucas White (“The Ghoula”, 1897). Dejamos a nuestros lectores que padezcan por sí mismos las impresiones que genera este cuento; encontrará más interés, por ahora, en las escasas pinceladas que daremos sobre “El cinturón de piel de cerdo”, una especie de western que podría haber firmado Robert Edwin Howard y protagonizado Lee Van Cleef en el cine. El coronel del cinturón de piel de cerdo es un sujeto conocido y estimado, pero que a la vez intriga con su conducta inflexible. Se defiende de los recelos ajenos con esta sentencia rumiada y claramente elaborada a lo largo de los años, y que debería servir para defender también posturas dentro del fantástico: “Creer en la brujería es como tener fe en cualquiera de la docena de religiones de moda, no es algo que se discuta o de lo que se pidan pruebas, sino un hábito mental. Ése es mi hábito mental. No lo discuto, pero no dudo en reafirmarlo”. ¿Oye el lector en estas palabras el eco de las voces oníricas que se las dictaron a Lucas White?
Los tres relatos sobrantes —“El rompecabezas”, más propio de Roald Dahl; “La casa de la pesadilla”, cuento de fantasmas del montón, aunque con una magnífica ambientación previa, y el ya citado “La espada de Floki”— los dejamos en suspenso para que trabe contacto con ellos el lector interesado por los vericuentos oníricos. Completan el retablo que termina por despertar a Lucas White y traerlo de vuelta entre nosotros, de entre las brumas de los sueños.