El 1 de diciembre de 1911 Richard Middleton emplearía cloroformo para acabar con su vida. Tenía 29 años. A pesar de su joven edad, dejó una suficiente cantidad de relatos como para ser reunidos en la antología El buque fantasma y otros relatos tristes y siniestros (Valdemar, colección El Club Diógenes), selección que debe su nombre a su cuento más conocido. Espectros, muerte, humor negro, pesimismo, tristeza, son algunos de los temas que caracterizan a esta recopilación de historias de un autor que encarnó el ideal bohemio y romántico propio de la época.

Silver Moon, Albert Pinkham Ryder (1847-1917)

Richard Barham Middleton (1882-1911) aprovechó su breve paso por la Tierra para escribir poesía, cuentos y ensayos, cultivando así multitud de géneros sin decantarse del todo por ninguno de ellos. Fue criado en el seno de una familia inglesa de clase media y ya desde pequeño mostraría una sensibilidad que caracterizaría su vida y posterior obra. Malvivió, como tantos otros, de la venta de sus narraciones y trabajando como editor de revistas. Su talento no sería reconocido en vida, lo que le convirtió en uno de los muchos escritores olvidados de su época, cuyo potencial no empezaría a valorarse hasta después de su muerte. En la introducción del libro de Valdemar, su traductor, José María Nebreda, señala que Middleton no es una excepción, sino que sufrió del mismo mal que numerosos autores del momento que fueron ignorados por culpa de una mala distribución o de, directamente, no ser publicados, condenados a permanecer en un olvido del que desconocemos si será eterno o pasajero. Afortunadamente, editoriales como Valdemar han podido recuperar algunas de estas obras y combatir así el abandono de literatura de una calidad que, como mínimo, merece ser discutida por los lectores.

A la ya mencionada introducción del traductor de El buque fantasma y otros relatos tristes y siniestros (Valdemar, 2000) le sigue un prólogo de Arthur Machen, autor que admiró su obra y con quien compartía de alguna forma su visión del mundo, la que usó, al igual que Middleton, como fuente de inspiración, aunque desde un lado mucho menos pesimista. El autor galés encontraba en la obra del inglés una profundidad, belleza y calidad que, según decía, la diferenciaba de otros autores y convertía en auténtica. Además de Machen, Edgar Jepson (1863-1938) y John Gawsworth (1912-1970) también ayudaron a mantener viva su poca reputación literaria. Gawsworth fue un conocido antólogo británico que rescataría la obra de Middleton y la incluiría en diversas recopilaciones. Gracias a la labor de recuperación de estos tres autores, podemos leer hoy en día esta breve antología.

Sin embargo, las palabras de Machen no deberían ser tomadas como incuestionables; lamentablemente hacen que las expectativas sobre la obra que el lector se dispone a leer sean muy altas y puedan decepcionar a más de uno, porque en esta compilación encontraremos relatos de diversa calidad. Desde historias realmente originales e interesantes hasta otras cuya lectura no aportará demasiado. Mas no sólo la calidad de los cuentos es variada, también lo es la temática. Cuando uno mira la portada de la edición de Valdemar no logra ver el barco del título que da nombre a la antología por ninguna parte, pero sí percibe esa tristeza característica del resto de relatos en la mirada de la niña y su acompañante canino. La imperante melancolía a lo largo de toda la obra fue, probablemente, el motivo de la elección del cuadro del pintor inglés Briton Rivière (1840-1920) como portada.

En El buque fantasma y otros relatos tristes y siniestros encontramos muchas formas de entender el terror, aunque podríamos dividirlas en dos grupos: un terror más clásico de corte fantástico donde predominan las historias protagonizadas por fantasmas, frente a otro más mundano y sin elementos sobrenaturales caracterizado por un profundo miedo a vivir, a las desgracias de la realidad. En el primer grupo estaría “El buque fantasma”, historia aparecida en otras antologías de Valdemar y la más conocida del autor, en la que el humor negro está presente durante todo el relato, especialmente en el momento final. En él se nos cuenta cómo Fairfield, un pequeño pueblo cercano a Londres, afrontará la llegada de un barco lleno de fantasmas tras encallar en la huerta de uno de sus ciudadanos. En “El chico del pastor” y “En el camino de Brighton” asistimos, nuevamente, a una historia clásica de terror con un toque de sarcasmo y cinismo en el que los protagonistas serán los muertos. “¿Y quién puede decir…?”, “El comerciante de ataúdes” y “El mago”, junto con su historia más conocida, probablemente sean los mejores relatos de todo el libro, los más originales y trabajados, los que mejor sabor de boca dejarán al lector gracias tanto a su estilo directo y elegante como al atractivo de la trama.

El resto pertenecería al segundo grupo, conformado por los relatos tristes cuyo principal miedo, podríamos decir, es la propia vida. Este conjunto de cuentos es mucho más irregular; las principales pegas del libro las encontraremos aquí. La mayoría de ellos están protagonizados por niños, pero también por escritores frustrados, policías no conformes con su trabajo, vagabundos, personajes desilusionados y marginados, cuya incomprensión hacia la vida se convierte en el principal de sus temores. Muchos dan la impresión de ser autobiográficos, principalmente aquellos que cuentan con niños víctimas de un desamparo enfermizo como sus personajes principales; en ellos podemos vaticinar el origen y fatídico final del escritor. En este grupo también se incluyen relatos más cercanos al ensayo, pero que igualmente mantendrán ese profundo pesar como tema central. Pese a su prosa profunda, hermosa y expresiva, estos cuentos difícilmente serán disfrutados como los del primer grupo, pues probablemente no sean aptos para personas sensibles y no necesariamente agradables para personas no tan sensibles. Además, ninguno de ellos muestra la más mínima esperanza por hacer frente a sus miedos, sus trágicos finales se predicen con facilidad dada la falta de voluntad por parte de los protagonistas por afrontar un destino que consideran inalterable. Muchos de ellos no nos cuentan más que pasajes llenos de profundo asco, manifestado a través de actitudes exageradas, hacia la existencia y una sensibilidad claramente desmesurada.

Richard Middleton también reflexiona sobre las distintas naturalezas del hombre y su capacidad de condicionarnos el resto de nuestras vidas. Le aterra el hecho de que podamos ser nosotros mismos los responsables de ensombrecer nuestros pequeños éxitos. Culpa a los rígidos horarios de la pérdida de interés de la vida y de convertirla en fugaz. Teme que el poeta pierda su inspiración y condena las ataduras que aparecen cuando tan sólo buscas la libertad. Como vemos, la propia vida le basta a Middleton para encontrar un sinfín de miedos ante los que rendirse y sobre los que basar sus escritos.

La lectura, no obstante, valdrá la pena. Richard Middleton consigue narrar con mucha maestría episodios muy terrenales, y aunque la historia en general no nos aporte demasiado, nos impresionará su lenguaje lleno de frases preciosas para describir, por ejemplo, un amanecer: “El sol había trepado lentamente por entre las blancas y agrestes colinas hasta desparramarse, sin el misterioso ritual de la aurora, sobre un centelleante mundo cubierto de nieve”. O para hablarnos de una noche estrellada: “Por encima de los cables de teléfono las estrellas echaban anclas sobre el cielo despejado”. No nos sorprenderá, tras la lectura, el final del autor, quien el 1 de diciembre de 1911, en Bruselas, se fue para no volver jamás. Dejaría un legado consistente en un puñado de historias, pero ignoraba que un siglo más tarde serían reseñadas con la única y humilde intención de resucitar efímeramente su esencia de malogrado escritor y ayudarle a encontrar el sentido a una vida que desgraciadamente no fue capaz de hallar.