La isla de Abel es un libro espléndido de William Steig, el “rey de las caricaturas” y padre literario de Shrek. Una novela hermosa, que retrata la soledad, la tristeza y, de manera particularmente bella, la esperanza: es un libro que habla también de superación, así como de aprender a valorar las cosas que tenemos. Una lectura imprescindible para tiempos de confinamiento, y más allá.
Las ilustraciones de este artículo han sido cedidas por cortesía de Blackie Books
El día a día del coronavirus nos enseña que existen muchos tipos de confinamientos. A la propia realidad física de estar obligado a permanecer en casa se añaden las distintas actitudes ante la situación forzada: los casos más abundantes son de responsabilidad y madurez, de simple y expectante aburrimiento entre los más privilegiados, de miedo generalizado ante el futuro incierto. Pero también hay confinamientos que se producen al aire libre, y que suponen un cambio de perspectiva ante la vida. Son oportunidades de madurar y de reencontrarse a sí mismo. Por eso, vamos a hablar de lo que le sucedió a Abelardo Hassan di Chirico de Pedernal, por todos conocido simplemente como Abel, y de las enseñanzas que obtuvo de su experiencia. Esperamos que alguna sirva en estos tiempos oscuros.
Abel es un ratón de buena familia, de Musgravia. Nació rodeado de todos los lujos, temeroso y a la vez respetuoso de su padre, y sobre todo, de su madre, el verdadero núcleo del clan y la fuente de la fortuna familiar. Un buen día de 1907, Abel y su esposa Amanda salen a celebrar un picnic en el campo, bien vestidos y arreglados, sin otras preocupaciones que las de divertirse. De pronto, les sorprende una tormenta, un auténtico aguacero que parece alterar los elementos; corren a refugirase, junto a otras criaturas, en una cueva. Pero el pañuelo se desprende del cuello de Amanda por un golpe de viento, y Abel se lanza a por él, con la mala suerte de verse arrastrado por el temporal. Entre golpe y golpe, termina llegando, gracias a una tabla que hará las veces de balsa improvisada, a una isla. Se trata de La isla de Abel (Blackie Books, 2018), y es el escenario de un precioso cuento de William Steig, el padre literario del ogro Shrek.
Steig lo publicó en 1976, con 69 años. Había nacido precisamente el mismo año del primer aniversario de boda de Abel y Amanda, el mismo en que se ambienta la novelita. Steig era ya por entonces un caricaturista de éxito (de hecho, recibió el apodo de “rey de las caricaturas”), sobre todo en el New Yorker, en el que desarrollaría una carrera incontestable a lo largo de siete décadas de ilustraciones y portadas. Viviría hasta los 95 años, en los que tendría tiempo de realizar más de una veintena de libros infantiles, en los que no se anduvo por las ramas: jamás quiso escamotear las sombras de hechos terribles alterándolos o edulcorándolos.
La isla de Abel es un buen ejemplo. Y desde luego, es un buen libro. Uno en verdad espléndido: pocas veces se ha tratado de un modo tan directo la soledad, la tristeza, ni se ha descrito de una manera tan bella la esperanza. A través de un personaje prejuicioso de partida, petulante, presumido, frívolo e inútil, Steig narra una historia de aprendizaje que hunde sus raíces, claramente, en Robinson Crusoe (1719). Abel es un punto de partida; a partir de él, Steig retrata una transformación radical, una evolución en las posturas apriorísticas, un despertar de la apertura de miras. La tragedia que padece le lleva a cambiar su visión del mundo, a integrarse mejor en él. Abel aprende a disfrutar de las cosas, a valorar en su correcta medida lo que tuvo y perdió, así como lo que no tiene.
Steig describe cómo su ratón observa y se deleita ante la naturaleza en movimiento y sus cambios. Muchas veces, subido a la rama más alta del abedul que constituye el primer refugio de su isla, contempla su estrella, aquella a la que hablaba de pequeño, y recuerda su infancia. El momento apenas dura unas pocas frases, pero es de una gran hermosura y sensibilidad. Steig posee esa característica de estilo propia de los escritores que también fueron dibujantes, como Mervyn Peake: tiene una vívida imagen en la cabeza que transpone tal y como se le aparece. Sus estampas se trasladan al texto con precisión gráfica. Así, la atmósfera es “clara como el cristal”; el cielo es de un “azul cerúleo”; el agua corre “veloz, centelleante como champán al sol”. Su representación de un temporal con visos de apocalipsis bíblico sobrecoge, porque el espectador parece estar sufriéndolo también.
Sobre todo, La isla de Abel es una historia de superación con un mensaje claro: nunca hay que darse por vencido. La moraleja no debe interpretarse en clave de banal manual de autoayuda, sino en un sentido mucho más profundo: tiene que ver con el esfuerzo, pero también con la actitud. Con la humildad personal y con la crítica constructiva. Abel sobrevive en un entorno hostil ajeno a sus cuitas, porque comprende los ritmos de cuanto le rodea; sobrevive también a los depredadores porque sabe cómo adaptarse a los cambios, porque ha entendido cuáles son sus limitaciones y cuáles sus potencialidades. Cuando se confronta con lo distinto, Abel tiene curiosidad por encararlo. De pronto, se siente valiente, pero no porque se lo diga a sí mismo a modo de consuelo falaz: se siente valiente porque lo es, porque lo sabe, porque demuestra serlo.
William Steig escribió uno de los libros más bonitos que se pueden leer en tiempos de confinamiento, y también más allá. Contiene frases como ésta: “El universo era un lugar desolado, dormido, frío hasta el infinito, y el viento era una cosa aparte, no una parte del invierno, sino un alma perdida y a la que nadie amaba, que gritaba y gemía y corría en busca de algún sitio donde descansar y hacer recuento de sus penas”. Para llegar a escribir algo así hay que entender bien la naturaleza de las cosas. Se tiene que haber vivido y disfrutado de un modo especial, en el que se ha priorizado lo importante de lo que no lo es. No se me ocurre una mejor lectura para tiempos de coronavirus. Porque algún día volveremos a salir como Abel allá afuera, al mundo que nos aguarda, que no será ya nunca más aquel que dejamos atrás. Y entonces tocará plantearse qué queremos ser y cómo serlo. Quizás La isla de Abel nos muestre el camino.