A pesar del determinismo que condiciona y lastra situaciones y personajes, y del exceso de protagonismo de su personaje principal, en la ciencia-ficción actual cuesta encontrarse historias con la profundidad de perspectiva y la inteligencia en el detalle de Carbono modificado, de Richard Morgan, que es y será, durante mucho tiempo, una de las principales referencias en cuanto al debate transhumanista dentro del género.
Si todavía no sabes lo que es el transhumanismo, esta novela te lo explica. Se trata de un movimiento cultural, social y filosófico que defiende la posibilidad de una nueva forma de vida, quizás posthumana, surgida de la cooperación funcional plena entre el cuerpo humano y la tecnología. Muchos estáis leyendo esto y habéis pensado, automáticamente, en un ciborg: y sí, es una forma mixta de cuerpo y metal. Pero el transhumanismo va más allá… mucho más allá. Un ciborg es una forma corporal humana que incorpora parasitariamente tecnología para mejorar las funciones que ya posee. Mientras que el transhumanismo parte de la base que la tecnología abre nuevas e inexploradas posibilidades, de que la relación parasitaria pase a ser simbionte: la tecnología avanza a partir de las nuevas posibilidades que la biología le ofrece, y la biología avanza a partir de las nuevas posibilidades que trae la tecnología.
Desde luego, nuestro nivel de desarrollo actual está todavía muy lejos de permitirnos llegar a soñar con la biología posthumana, pero sí nos permite comenzar a imaginar cómo sería nuestra vida si incorporásemos decisivamente la tecnología al proceso.
Richard Morgan (Londres, 1965) realiza un más que digno intento de reflexión en Carbono modificado (Gigamesh, última reedición de 2020; originalmente publicada en 2002), la primera de las tres novelas protagonizadas por el enigmático personaje de Takeshi Kovacs, y que Gigamesh se ha comprometido a traer: Ángeles rotos (recientemente publicada este 2020, y que reseñaremos en breve) y Furias desatadas se llamarán las siguientes entregas. Takeshi Kovacs es un personaje extraño en un universo creativo desconcertante, donde los cuerpos pasan a ser “fundas” de personalidades digitalizadas que pueden copiarse y almacenarse y volverse a cargar donde y cuando se desee, o de borrarse definitivamente (como los discos duros del PP) para no volver a recuperar jamás esa ¿vida? ¿O era sólo información? ¿O era, sin embargo, ambas cosas a la vez?
A partir de este punto central, la novela introduce múltiples posibilidades de configuración de los cuerpos y, con ello, distintos debates para la reflexión ética y moral. Pues las “fundas” tienen la calidad y la capacidad que sus propietarios sean capaces de pagar: tantos implantes, tan potentes y de tanta calidad como el dinero pueda comprar. Por si fuera poco, los procesos de copia de seguridad y de “reenfundado” también están a expensas del nivel de renta. Si a esto se le suma una acentuada desigualdad, los costes añadidos de la mejora de la calidad de vida, o las ventajas de tener dinero a espuertas ¿qué es lo que tenemos? Pues, en este fascinante universo creado por Richard Morgan, la respuesta es una nueva clase social: los “Matu”, de Matusalén, personas de edad longevísima (cientos de años) capaces de “reenfundarse” ilimitadamente en nuevos cuerpos. De esta manera, consiguen mantener su poder y sus riquezas, y se alejan moral y éticamente de una humanidad mortal a la que, cada vez más, observan con superioridad desde la gigantesca altura que da una vida en la práctica eterna.
Esta división social no es baladí. No se trata tan sólo de una simple traslación futura de la actual fractura entre ricos y pobres. Porque en esta sociedad el reenfundado ha acabado por desvirtuar a la reproducción humana, reduciendo la vida a un mero proceso productivo. El cuerpo no posee un valor per se, sino que se convierte en un recipiente modificable y configurable, al que cada cual puede acceder y moldear a su gusto y según el tamaño de su cuenta corriente. Las relaciones humanas también experimentan una profunda y radical transformación: nuestra mente debe acostumbrarse a reconocer a las personas, pero ya no más por su apariencia, o por lo menos ya no principalmente por su aspecto físico y sus rasgos. Estos cambios suponen, efectivamente, una nueva humanidad, una nueva forma de vivir y de ser, que no tiene por qué —necesariamente— responder a las características de la utopía feliz que los amantes de la tecnología y sus bondades nos venden a diario.
De esta circunstancia da buena cuenta la nueva criminalidad, los nuevos bajos fondos, las nuevas formas de delito situadas en los márgenes de esta nueva sociedad de límites difusos y posibilidades de vida ilimitadas. En este nuevo contexto, uno puede ser condenado a décadas o siglos de “almacenaje”, sin ver la luz del día y sin siquiera tener un cuerpo con el que vivirla. O ser suprimido mediante un “borrado”, mientras su cuerpo se alquila como una “funda”, un simple objeto biológico despersonalizado y comercializable para la libre disposición del mejor postor. O ser trasladado a colonias planetarias a años luz de distancia para pasar la condena como mejor considere la justicia. Las fórmulas son más amplias que en la actualidad, y la reflexión de cada uno dirá si son más o menos humanitarias, útiles para la reinserción de los criminales, o baratas para las arcas del Estado.
Al servicio de este universo creativo intenso, vivo y rico en posibilidades de interpretación y de debate, se esconde una trama policial, bastante tradicional y canónica, en lo esencial, respecto a lo que son las características y reglas de este género literario.
En ella, Takeshi Kovacs es el investigador extraterrestre contratado por el “matu” Laurens Bancroft para averiguar cuáles fueron las extrañas circunstancias que rodearon a su muerte, aparentemente imposible: siendo un hombre rico y bien relacionado, con todas las posibilidades de volver a revivir en otras “fundas” una y otra vez, y viviendo además en un entorno controlado y accesible sólo para unas pocas personas conocedoras de todas estas circunstancias, ¿qué sentido tendría el matarlo y por qué alguien haría algo así? Y si, además, fue un hecho irrefutable que efectivamente sucedió, ¿qué circunstancias fueron las que llevaron a que ese aparente sinsentido se produjese? ¿Por qué llegó a pasar algo que, racionalmente, era imposible que llegase a pasar? Takeshi Kovacs es el encargado de averiguarlo.
Por si esto fuese poco, para rizar el rizo, alguien aconsejó al señor Bancroft que, para su llegada a la Tierra, Kovacs se “enfundase” en el cuerpo de Elias Ryker, el ex-novio policía de Kristin Ortega, la oficial encargada de investigar en su día la muerte de Bancroft, y que desistió de seguir investigando porque le parecía un caso claro de suicidio. Con su “funda”, Kovacs hereda también todos los problemas de su antiguo propietario, un rudo agente de expeditivos métodos y poco acostumbrado a respetar los límites, condenado por esta razón a un prolongado “almacenaje” lejos de la vida y de Kristin. A estos problemas debemos añadir a la esposa celosa y posesiva de Bancroft, una criminal de altos vuelos manipuladora y a la que los buenos contactos de Bancroft con la ONU podrían ayudar mucho, o un criminal psicótico con unas enormes e insatisfechas ganas por ver a Ryker (¿o es a Kovacs?) muerto y liquidado para siempre.
Sin embargo, personajes interesantes y un rico universo creativo no siempre hacen un buen cóctel. O, por lo menos, el barman no ha sabido aquí equilibrar los elementos con el suficiente pulso y paciencia como para que mariden bien los unos con los otros. El universo creativo tira demasiado por los demás elementos, exigiendo con su razón de ser que las cosas sean como son, que los personajes hagan lo que hacen, que la historia se mueva hacia donde va; se trata de un determinismo que lastra la libertad de la trama, arrastrándola hacia un estatismo anodino que, a veces, llega incluso a introducir forzadamente momentos y situaciones de difícil encaje, y cuyo colofón resulta ser un “Epílogo” tan sintomático de estos problemas como innecesario para quien haya seguido la historia con atención. La novela tiene así altibajos, no pocos. Como también posee momentos de brillantez expresiva y diálogos vehementes. Todos ellos debidos a un intenso Takeshi Kovacs cuyo excesivo protagonismo impide también desarrollar el potencial de un interesante coro de secundarios y una trama dispuesta para su potencial (aunque nunca alcanzado) lucimiento.
Sobre una balanza, en el lado positivo nos quedamos con la riqueza en matices de este universo creativo, fuente para una interesante reflexión y un debate sin fin sobre el transhumanismo y sus posibilidades. Mientras que en el lado negativo destacamos una trama demasiado condicionada por este mismo universo, donde además el excesivo protagonismo de su personaje principal acaba aplanando demasiado al gran potencial del amplio elenco de personajes secundarios —esclavos, a su vez, de su lugar en este universo—. Ahora, es cada lector (o espectador: hay doble temporada en Netflix) quien debe decidir si acercarse a Carbono modificado. Nosotros lo hemos hecho porque, aunque parezca extraño, en la ciencia-ficción actual cuesta encontrarse historias con la profundidad de perspectiva y la inteligencia en el detalle de esta novela que, todavía hoy y por mucho tiempo, es y será, una de las principales referencias en cuanto al debate transhumanista dentro del género.