El vampiro lord Ruthven acaba de alcanzar los 200 años. El arquetipo que marcó la estela del subgénero literario del vampirismo apareció por primera vez en El vampiro, de John William Polidori, médico y asistente personal de lord Byron. Fue creado al albur de las ensoñaciones del caluroso verano en Villa Deodati, en las mismas circunstancias en las que también nacería Frankenstein, de Mary Shelley, otra de las asistentes en la mansión. Lord Ruthven influyó poderosamente en Le Fanu y Stoker y, con sus rasgos aristocráicos y sus aficiones perversas, definió la pauta de lo que tenía que ser el no-muerto literario por antonomasia.

 

Vampir. Austin Osman Spare (1888- 1956)

Ocurrió en el año del verano que nunca llegó, en 1816. Cuatro genios de la imaginación juntos, un desafío que cambiaría la historia de la literatura y dos criaturas monstruosas que surgieron de la oscuridad de ese estío, apagado por la explosión del volcán Tambora un año antes. Si el Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley abrió el paso a la ciencia-ficción, El vampiro de John William Polidori sentó, con su aristocrático y malévolo lord Ruthven, las bases del subgénero vampírico y dejó alguna de las improntas que repetirían todos y cada uno de los escritores que desde entonces abordarían en sus páginas el terror primordial a los “no-muertos”.

El vampiro fue publicado el 1 de abril de 1819 en The New Monthly Magazine. Desde un primer momento este relato no muy extenso atrajo la atención de los entusiastas de las historias de terror por su estructura y temática. Fue leído y plagiado, y sirvió de inspiración para los muchos opúsculos de ficción, en cuentos y obras de teatro, que aparecieron en toda Europa hasta casi fines del siglo XIX. La Carmilla de Sheridan Le Fanu y el Drácula de Bram Stoker llevan sin duda la huella de El vampiro de Polidori. Este relato plasmó la imagen del vampiro como un ente de maldad absoluta, pero capaz de mimetizarse en la sociedad hasta asumir la personalidad de un aristócrata de finos modales y arte seductor.  Pero, sobre todo, definió la principal fuerza de los vampiros: están ahí, muy, muy cerca, y pueden cazar con sigilo porque nadie cree en ellos.

El vampiro acaparó pronto el interés de los amantes de la polémica. El texto fue impreso en su primera edición y en algunas posteriores con su autoría atribuida a lord Byron, por entonces ya una figura ampliamente conocida, admirada y vilipendiada por su desparpajo y falta de mesura a la hora de vulnerar todas y cada una de las normas de la sociedad británica. No sabemos si el éxito y la influencia de El vampiro habrían sido a corto y medio plazo las mismas si no se hubiera publicado bajo el nombre de lord Byron, pero hoy día no se puede negar el favor publicitario que tuvo ese “error”.

La relación entre Polidori y George Gordon “lord Byron” no era casual. Es más, sin Byron no habría existido El vampiro, al menos tal y como nos ha llegado este texto a nuestros días. Su génesis está en los lazos que mantuvieron ambos hombres, con el primero como asistente y médico personal del aristócrata en 1816, en ese tiempo de la gestación del relato. Lord Byron y John William Polidori se encontraban al final de la primavera de ese año en Villa Diodati, una mansión en la orilla oriental del lago Leman, en la ciudad suiza de Ginebra. Allí recibieron la visita de otro gran poeta inglés, Percy Bysshe Shelley, acompañado de la amante de éste, Mary Godwin (más tarde Mary Shelley, cuando se casaron) y de la medio hermana de Mary, Claire Clairmont. Los tres pasaban unos días de asueto en la Maison Chapuis, pero se hicieron asiduos de la compañía de Byron, Polidori y otros ilustres huéspedes que acudían a la vecina Villa Diodati.

Este caserón, al igual que la anterior vivienda que le antecedió en esa finca, la Villa Belle Rive, fue siempre frecuentado por grandes escritores. Villa Diodati era, como la describió el autor contemporáneo de ciencia-ficción Tim Powers, “una mansión porticada rodeada de viñedos en la que Milton se había alojado hacía ya dos siglos”. Y ciertamente John Milton y su Paraíso Perdido (1667) sobrevolaron el espíritu juvenil e impresionable de los reunidos durante tres días en Villa Diodati en ese mes de junio de 1816. Es comprensible que al final todo el asunto derivara en ángeles caídos como el de Milton, pues ¿qué es un vampiro sino uno de esos seres etéreos derribados por Dios por su ansia hacia el ser humano, por su sangre y carne tibias?. El mismo Powers recogió hace unas décadas el guante que le lanzaban del pasado y utilizó Villa Diodati como inspiración y escenario de una de sus mejores novelas, La fuerza de su mirada, también con Byron, los Shelley y Polidori como protagonistas principales.

Desde el 16 de junio de 1816 y durante varios días los ocupantes de Villa Diodati quedaron aislados en la mansión, a merced de su loca imaginación y de las inclemencias del tiempo. Era “el año del verano que nunca llegó”, como se llamó después. La erupción un año antes del volcán Tambora, en la isla de Sumbawa (Indonesia), una de las catástrofes naturales más graves de la era humana, llenó durante meses de cenizas la atmósfera de la Tierra y provocó un enfriamiento del clima, bajando las temperaturas y provocando miles de muertes en todo el mundo añadidas a las de la masacre que causó en el momento del estallido de la montaña indonesia. Ginebra no se libró del mal tiempo y allí, a orillas del lago Leman, quedaron nuestros singulares personajes bloqueados por las lluvias torrenciales. Aburridos, pero muy inquietos.

En estas circunstancias, y llevados por la tétrica atmósfera, los reunidos se dieron a la bebida, al debate, a hacer el amor (menos el pobre Polidori) y a la lectura de un curioso tomo sobre leyendas alemanas, Fantasmagoriana (1812), que había traído precisamente el médico. Pero más importante a la hora de crear ese ambiente detonante de “la noche de los monstruos” fue la declamación por lord Byron del poema Christabel (1816), de Samuel Taylor Coleridge (a la sazón, también personaje en La fuerza de su mirada). Este texto había sido publicado pocos meses antes con el apoyo del autor del Don Juan, buen amigo de Coleridge. Christabel está cargado de tintes espectrales e incluso vampíricos, y su lectura por Byron llevó la pócima de inspiración a su punto de máxima ebullición en Villa Diodati. Muchos años después el poema de Coleridge también serviría de inspiración directa a Le Fanu para su Carmilla.

Fue entonces cuando Byron propuso que cada uno de los presentes escribiera una historia de terror y que después decidieran cuál era la más terrorífica. Todos ellos aceptaron entusiasmados, aunque el compromiso fue muy irregular. Claire Clairmont dejó pronto claro que su único interés era lord Byron y no literaria sino literalmente, pues esperaba un hijo suyo; Percy Shelley estaba en otros asuntos, más líricos y con ciertas composiciones pendientes, y el propio Byron empezó a escribir una historia que quizá habría tenido cierto valor, pero que pronto apartó de su pluma, sin mayor interés en concluirla. Los dos huéspedes restantes sí cumplieron las expectativas. Tanto que sentaron las bases de sendas obras que cambiarían la literatura de terror. Mary Godwin Shelley pergeñó su Frankenstein y Polidori empezó a escribir El vampiro.

Retrato de John William Polidori, por F. G. Gainsford

Lo cierto es que Polidori leyó las líneas que había escrito lord Byron y que éstas sirvieron como arranque para su propio relato. Se trata del texto titulado El entierro: Fragmento de una novela, o simplemente conocido como Un fragmento. Más tarde, en ese mismo año de 1819 que dio a luz a El vampiro, el editor John Murray incluiría El fragmento en el poemario byroniano Mazeppa: un poema. En El entierro, el protagonista era un tal Augustus Darvell quien, a su muerte, debería haber extendido el terror transformado en vampiro. La galbana de lord Byron impidió el desarrollo de la historia, pero de este fragmento inacabado obtuvo Polidori, entre otras inspiraciones, la idea de situar buena parte de la acción de su propio relato en Grecia. El entierro tiene lugar en la entonces Turquía de cultura griega del oeste de la península de Anatolia.

Pero ésta no fue la única influencia literaria de lord Byron que tiene El vampiro.  El autor de Las peregrinaciones de Childe Harold (1812)  había publicado en 1813 El Giaour, uno de los primeros poemas sobre vampiros y en el que Byron evidenció el amplio conocimiento que sobre el fenómeno vampírico había adquirido en sus viajes por el Mediterráneo, especialmente por Grecia, la tierra de los temibles vrykolakas o brucolacos.

El Giaour, que alude a una palabra turca que define a un infiel o no creyente, se subtitulaba “Un fragmento de un cuento turco”; narra el asesinato de una mujer por el dueño del harén al que pertenece y cómo un giaour toma cumplida venganza de esta muerte, aunque acabe él mismo condenándose. El infiel, víctima del remordimiento por el crimen cometido, terminará convertido en vampiro y, como hacen los brucolacos, lo hará atacando a sus seres más cercanos. Polidori bebía así, con la avidez de un chupador de sangre, de las fuentes de su amado/odiado Byron.

Y la impronta no quedó ahí. El nombre del vampiro polidoriano, lord Ruthven, lo obtuvo de la novela Glenarvon (1816), escrita por Lady Caroline Lamb, quien fuera amante de Byron años antes. En este texto, Clarence de Ruthven es un libertino y contumaz depredador social que merece la reprobación de sus contemporáneos. Como la mereció Byron y como la encarnó después el vampiro lord Ruthven de Polidori. Y es que el “doctorcito”, como lo llamaba Byron, quiso dotar a su vampiro de todas los rasgos sociales negativos que atribuía a su patrón. Polidori admiraba a lord Byron, sí, pero al tiempo lo detestaba con toda su alma. Eran continuados y crueles los desdenes y menosprecios que el lord inglés prodigaba a su facultativo y secretario de origen italiano, a quien llegaba a denominar en público “Polly Dolly”, muñequita, y cuya habilidad literaria denostaba una y otra vez, haciendo alarde de este desprecio en público.

A pesar de los vilipendios, las humillaciones e incluso el eventual oportunismo de Byron sobre Polidori y viceversa, El vampiro es una obra original y pionera en la literatura de terror y del subgénero de vampiros. Trata sobre la ambivalente y finalmente destructora relación de Aubrey, un joven inglés potentado y huérfano, “que cultivaba más su imaginación que su juicio”, con el misterioso lord Ruthven. La atracción que siente por la figura altiva y desafiante de Ruthven no evita que Audrey perciba la crueldad y capacidad de manipulación del noble, “siempre con el mismo semblante impasible con que generalmente observaba a la sociedad que le rodeaba”.

Sus tutores le recomiendan que abandone la compañía de lord Ruthven, a quien califican de depravado, a la par que le atribuyen un “irresistible poder de seducción que hacía de su licenciosa conducta un peligro para la sociedad”. Audrey no sólo no les escucha sino que se embarca con el lord en un vertiginoso viaje por Europa, durante el que ya percibe algo más que libertinaje en sus acciones. Se separan en Roma y Aubrey sigue hacia Grecia, una de las cunas clásicas del vampirismo europeo. Allí conoce a una bella muchacha, Ianthe (nombre, por cierto, de una hija de Percy Shelley), de la que se enamorará y que se encargará de introducirle en las historias de vampiros de esa tierra ancestral. Ianthe, cuenta Polidori, “le detalló la tradicional aparición de estos monstruos y el horror de Audrey aumentó al oír una descripción puntual de lord Ruthven”. Las tragedias se suceden y Audrey vuelve a reunirse con Ruthven, asiste a su muerte por la bala de un bandido, conoce su resurrección y corrobora espantado cómo el vampiro retorna más terrible y fuerte. El drama se precipita en Inglaterra. Y es que El vampiro tiene un final terrible, que corta todo hálito de esperanza en torno a la manera en que los upires, los vampiros, los brucolacos, imponen su terror y triunfan sobre la cordura humana.

Además de su valor literario, El vampiro puede servir de enjundioso texto con contenido antropológico sobre el vampirismo en Grecia, el ámbito geográfico de esa plaga demoniaca abordado ya por Byron en sus citados poemas y que ahora Polidori desarrollaba con una mayor meticulosidad. Así, entre los rasgos de los brucolacos que pormenoriza el texto del médico destacan su preferencia por víctimas femeninas, su potencial para revivir con la exposición al primer rayo de luna en la noche, la constatación de que un vampiro es un muerto reanimado y la creencia de que no es un marginado de la sociedad, sino un rico aristócrata y, por tanto, con los medios necesarios para poder moverse con total libertad por el mundo.

Además, el vampiro no ataca sólo para alimentarse: existe una voluntad de dominar a su víctima que roza el ansia sexual. El upir no es una criatura de leyenda, sino que vive en nuestra propia sociedad, en cada tiempo y en cada época humanos, pero sin que la gente los detecte puesto que no cree en ellos. Y ahí está su principal fuerza, su más aventajada cualidad, que bien se encarga Polidori de poner de relieve.

Otra marca upirológica que Polidori plasma en lord Ruthven y que proviene de las viejas leyendas griegas es que alguien puede convertirse en vampiro como castigo a su malvado y espantoso comportamiento en vida, tal y como ya lo había reflejado lord Byron en Giaour. Y no hay ser más abyecto y depravado, en tal sentido, que lord Ruthven, capaz de pervertir a cualquier persona o al menos de encantarla como si de un proceso hipnótico se tratara. Es preciso señalar que cuando con sólo 19 años Polidori se convirtió en Doctor en medicina, empezó a interesarse en otras artes pseudocientíficas cercanas al ejercicio médico, como el mesmerismo y la propia hipnosis, conocimiento que llevaría a El vampiro. Este tema, así como la transmigración de las almas, el galvanismo y la creación de vida desde la materia muerta, colmaron horas y horas de charlas en aquel junio sin sol en Villa Diodati e influyeron también en Mary Shelley a la hora de empezar a coser a su criatura, traída a la vida por el imaginario Victor Frankenstein en un desván ficticio de la ciudad alemana de Ingolstadt.

 

Ruin by the Sea. Arnold Böcklin (1827- 1901)

Pronto el relato vampírico de John William Polidori empezó a marcar tendencia en la Inglaterra de mediados del siglo XIX, llegando alguna edición a vender hasta cinco mil ejemplares, eso sí, sin que el doctor viera aumentar su fortuna por las ventas y los derechos de autor. Inmediatamente se hicieron las primeras adaptaciones teatrales de un texto cuya estructura literaria se prestaba muy bien a ser representada en un escenario. Se estrenó en 1820 en la English Opera House de Londres y en el Theatre Royal de Dublín. En Francia, Charles Nodier había ya escrito su propia versión Lord Ruthven ou les vampires (1820), que adaptó a su vez al teatro, donde tuvo un notable éxito ese mismo año. Desde París no tardó en saltar la obra a los teatros de muchas otras capitales europeas, entre ellas Madrid, con sucesivas versiones y variaciones a veces muy alejadas del original, por ejemplo en lo que se refería a los escenarios en que transcurría la historia, pasando desde Grecia hasta las Highlands de Escocia.

El último intento literario de Polidori se centró en un poema que quería ser de gran extensión, sobre el mito de la rebelión y caída de los ángeles liderados por Lucifer. Sin embargo, las trágicas circunstancias de su vida, con su sentimiento de culpabilidad al considerar que había fracasado en la literatura, se cebaron sobre el “doctorcito” en sus últimos días. Los fantasmas de Villa Diodati no lo dejaron ni siquiera en la elección de la manera con la que quitarse la vida a los veinticinco años. Lo hizo ingiriendo ácido prúsico, un compuesto químico letal si uno lo confunde con la absenta o bien si decide emplearlo para poner fin a la propia existencia. El inventor de esa sustancia había sido un tal Johann Conrad Dippel, un loco alquimista y filósofo de fines del siglo XVII y principios del XVIII que había tratado de fabricar la piedra filosofal e intentado reanimar a los muertos con sus pócimas. Su laboratorio se encontraba en una de las lúgubres estancias de un castillo que se alza en una colina cercana a la ciudad alemana de Darmstad: se trataba de la fortaleza de la familia Frankenstein.

Nada es casual. Mary Shelley había viajado con Percy Shelley por la zona años antes de la escritura de su novela y había escuchado hablar del estrambótico doctor Dippel, del que su Victor Frankenstein sería un remedo mucho más famoso, inmortalizado con el apellido de tan ilustre familia bávara. El círculo estaba completo y Polidori, con su trago de veneno azul, se incorporaba al panteón de víctimas de las criaturas alumbradas en esas noches del verano que nunca fue, en Villa Diodati.