Noche de Difuntos 2019: Nos preparamos para el aquelarre en nuestra reseña de Los sueños de la casa de la bruja, el relato en el que Lovecraft fabuló con el hiperespacio (la cuarta dimensión) como vía de acceso al Universo de sus Entidades Cósmicas. El mejor Lovecraft, el más atmosférico, firma uno de los cuentos más terroríficos de toda su producción, que debe buena parte de sus escalofríos a una bruja fugada de Salem y a su demonio familiar, Brown Jenkin.
Los sueños en la casa de la bruja. Ilustración de Mariano de Henestrosa para Fabulantes
La ilustración que encabeza estas líneas representa a Brown Jenkin, la abominación surgida de la mente de Howard Phillips Lovecraft en Los sueños de la casa de la bruja. El Solitario de Providence garabateó a lápiz el relato en 1933, pero, tal y como señala Juan Antonio Molina Foix en las notas al segundo tomo de la Narrativa completa (edición consultada de 2008), Lovecraft no quiso enviarlo a Weird Tales por despecho ante la negativa de Farnwsorth Wright de publicar Las montañas de la locura un año antes. Finalmente, fue August Derleth quien lo mecanografió y lo envió al magacín pulp, obteniendo inmediatamente el visto bueno del editor.
Wright, que solía tener buen ojo para detectar lo que funcionaba, había rechazado Las montañas… debido a su considerable extensión, pero vio en “Los sueños…” una obra que aunaba con mucha solvencia los Mitos de Cthulhu con la brujería. Todavía no se podía hablar propiamente de un canon -fue Derleth quien lo sistematizaría más adelante-, pero de los trece textos de Lovecraft sobre este singular mundo, Los sueños… es uno de los últimos que escribió. Cronológicamente situado entre Las montañas… y “La cosa en el umbral”, posiblemente sea, junto con “La sombra sobre Innsmouth”, la pieza más escalofriante de toda su obra. Y lo es, en buena medida, por el personaje de Brown Jenkin.
Es sabida la querencia de Lovecraft por las lecturas oscuras, por los tratados de brujería o de otras artes arcanas. Uno de los referentes que los estudiosos de su obra citan a menudo es Witch Cult in Western Europe (1921), una codiciada pieza de coleccionista para el lector en castellano y casi tan difícil de encontrar como el Necronomicón para los atormentados personajes lovecraftianos. En el libro, la antropóloga Margaret Murray ofrece una valiente visión del fenómeno, si bien no exenta de polémica, ya que sostenía que el culto a la brujería se asentaba en una religión pagana perseguida por el cristianismo, e insistía en la presencia de reductos de hechiceras en época moderna. Una concepción de la brujería que actualmente se llega a saludar como la primera teoría que empodera a las brujas por su libertad, tras ser vilipendiadas por siglos. En sus descripciones de los aquelarres, Murray a veces hablaba de pequeños demonios familiares que acompañaban a las brujas. Obviamente, para alguien con una imaginación tan potente como Lovecraft, esta obra era mucho más que un estudio antropológico. De ahí que terminara sirviendo de inspiración para crear a Brown Jenkin.
Este monstruo es una de las causas principales de que Los sueños en la casa de la bruja le quite el sueño a cualquiera. Pero dejemos que sea Lovecraft quien abone esta tesis: “(Brown Jenkin tenía) pelo largo y forma de rata, […] (su) cara era diabólicamente humana […]. Sus zarpas parecían humanas… […] Se alimentaba de la sangre de la bruja, que bebía como un vampiro […]. Su voz era una repugnante risita ahogada que podía hablar todos los idiomas”. Hacia el final del relato, Walter Gilman, el protagonista, acaba dándose cuenta de que sus facciones se asemejan a las de Keziah Mason, la bruja prófuga de Salem en 1692. Jenkin es el nexo de Mason con el Hombre Negro (el Diablo), y a la vez con las entidades cósmicas de Más Allá de los Eones. Hace acto de presencia precedido de una luz pálida, y surge en sueños, en los que parece que vaya a atacar a Gilman. Es temido por los habitantes de Arkham, que aseguran haberlo visto en numerosas ocasiones.
Keziah Mason. Ilustración de Yuki Sato
Mencionamos a estos secundarios porque son imprescindibles para la recreación atmosférica de Los sueños en la casa de la bruja. A diferencia de otros cuentos de Lovecraft, éste está narrado en tercera persona: la perspectiva es parte del efecto, porque Lovecraft necesita una distancia para que las personas que rodean a Gillman se persignen y hablen. Parte del impacto que generan las apariciones de Mason y su monstruoso acompañante se debe a la leyenda que difunden los atemorizados arkhanitas, sobre todo los inquilinos de la casa donde Gillman sufre pesadillas, la misma que perteneciera otrora a la bruja. Casi todos, menos el estudiante Elwood, son extranjeros (mayoritariamente polacos, nacionalidad que Lovecraft despreciaba particularmente): es a ellos a quienes el Solitario confiere el poder de la superstición, con la que siempre mantuvo una relación ambigua: detestada por bárbara, pero también idolatrada por fascinante.
Viajes por la cuarta dimensión
Para Lovecraft la superstición era el vestigio de otro tiempo. Sus cuentos rebosan superstición, de hecho, es difícil encontrar en ellos teorías contemporáneas, más allá de las estrictamente necesarias para sus fines narrativos. Pero en Los sueños de la casa de la bruja se nutre de Planck, Sitter o Einstein para deslizar varias hipótesis que conducen a la explicación del hiperespacio o la formulación matemática de la cuarta dimensión. Si bien el autor sospechaba, o incluso abjuraba de la validez de las teorías de algunos de los físicos de su tiempo —cuanto menos conocidas, ya desarrolladas o incluso en estado embrionario— no pudo resistir la tentación de encontrarles en esta ocasión una utilidad fantástica: el hiperespacio se convirtió en el lugar a través del que se desplazaba Keziah Mason, la vía directa hacia el trono del demente Azathoth, en el centro del Universo desconocido.
“Ella (Keziah Mason) le había hablado al juez Hawthorne [antepasado del escritor y uno de los miembros del tribunal de Salem] de líneas y curvas que podían trazarse para señalar direcciones que llevaban hacia otros espacios de más allá, y había dado a entender que tales líneas y curvas eran utilizadas frecuentemente en ciertas reuniones de medianoche celebradas en el enigmático valle de la piedra blanca […]”. Juzgue el lector si este pasaje no tiene la fuerza de un terrible secreto susurrado entre dientes por alguien que intenta prevenirnos de un terror inclasificable. A partir de esta premisa, Lovecraft jugará literalmente con el espacio, para espantar con la contemplación prolongada de una esquina o una arista oscura de la siniestra casa de gabletes arcaicos.
Lovecraft se anticipará —es más, inspirará— al terror contemporáneo con sus vívidas apariciones de la bruja y su monstruo. Serán puntos en el horizonte que irán enfocándose: la bruja, siempre de perfil o espaldas, y girándose lentamente; las pocas veces que aparezca de frente, con una mirada llena de maldad. Brown Jenkin casi siempre a sus pies, oculto a la vista, pero acechante como una amenaza. La forma en que cada uno de ellos se manifiesta genera angustia y un terror paralizante. A Gillman le cuesta grandes esfuerzos, al igual que a nosotros, sustraerse a la poderosa voluntad de estos dos entes. Lovecraft dosifica sus apariciones, que no son ignoradas por Elwood o los polacos, mientras los va acercando al durmiente Gillman: el lector quiere gritar para despertarle, pero no puede.
The Black Plague (atra mors). Ilustración de Vladimir Manyukhin
También gira en torno a este cuento una curiosa historia: cuando Lovecraft falleció en 1937, Henry Kuttner publicaba en Weird Tales un relato titulado El horror de Salem (recogido en Cthulhu. Una celebración de los mitos, pero leído en Miedo en el cuerpo. Veinticinco años de terror con Valdemar). En él, incluía también a un protagonista que era manejado mediante hipnosis, y forzado a realizar acciones terribles, aunque sin poseer la “exagerada agudeza auditiva”, casi tísica, de Walter Gillman. Al igual que el estudiante de matemáticas, era conducido al cubil de la bruja por una rata. Una vez en su interior, descubría geometrías imposibles, un altar de sacrificios, y un objeto de un material inhumano. Y durante su investigación terminaba topándose con Abigail Primm, hermana de aquelarres de Keziah Mason. Ninguno de estos hechos son mera coincidencia, y menos si se tiene en cuenta la estrecha relación entre Kuttner y Lovecraft. Como tampoco es casualidad que Mason y Primm sean las dos brujas más escalofriantes de todo el género.
Quien lea por primera vez Los sueños en la casa de la bruja no solamente quedará impactado por la fantasía de Lovecraft, sino que sentirá una estremecedora aversión a los espacios reducidos. El secreto está en que la acción se desarrolla en un escenario tan pequeño como inabarcable, porque es el epicentro de un enloquecido viaje estelar al estilo de los de Randolph Carter . Un habitáculo en el que al entrar uno emprende un viaje al infinito en el que existe todo y nada. Resulta casi tentador imaginar que en aquella ciudad de Providence, Lovecraft contemplara el vacío oscuro del firmamento, pensando en la insignificancia del hombre, de todos los hombres, mientras soñaba con aquellas entidades cósmicas que en un día no muy lejano, estornudarían y acabarían con toda la existencia humana. Un horror que, incluso hoy, quizá hoy más que nunca, nos sigue recordando que el hombre no es más que polvo ignorante entre olas de destrucción y miseria.