La dupla literaria Erckmann-Chatrian fue célebre por sus cuentos fantásticos, diseminados en selectas antologías o íntegramente publicados, como en Los cuentos de las orillas del Rin, uno de los libros favoritos de Javier Marías. Estos ocho cuentos perderían toda razón de ser sin su ambiente de perpetua vigilia, y sin la cachaza que da carta de naturaleza a lo imposible. Los muertos regresan para exigir compromisos o revelar secretos, el vino canta, las almas se transmutan, y la reacción de los personajes ante estos acontecimientos sobrenaturales es de tranquila naturalidad. No en vano, la región goza de la protección de lo invisible.

Heinrich Funk (Herford, 1807- Stuttgart, 1877). Paisaje con iglesia de fondo

Curiosa pareja la formada por Émile Erckmann (1822-1899) y Alexandre Chatrian (1826-1890): durante 37 años formaron una fecunda sociedad literaria bajo el seudónimo Erckmann- Chatrian que produjo innumerables ensayos, relatos y novelas. Entre los dos esbozaban las tramas o los argumentos generales, pero era Erckmann quien les daba forma; Chatrian los corregía y se encargaba de situarlos en el mercado editorial. En la cúspide de su fama se les llegó a conocer como “Los hermanos siameses”. No obstante, el tándem terminó abruptamente por una mezcla de motivos económicos y orgullo. Erckamnn expuso las razones de la ruptura: “(Chatrian) Quería eliminarme […], hacerme pasar por su parásito”. Lo cierto es que cuando Chatrian murió tras una larga convalencia, con la foto de ambos bajo la almohada, Erckmann se propuso un ambicioso plan de escritura en solitario, que no llegó a concretar: en los años siguientes a la muerte del socio-amigo tan sólo escribiría dos obras menores.

Erckmann y Chatrian tienen hueco hoy en nuestra página porque son conocidos, fundamentalmente, por sus cuentos fantásticos, de atmósferas impecables. Los dos autores, o el autor bicéfalo, fueron respetados por maestros en la recreación ambiental como M. R. James y H. P. Lovecraft. En pocas páginas, Erckmann-Chatrian son capaces de introducirte en un mundo palpitante más allá de lo narrado. Aunque hoy no gocen de la celebridad que tuvieron en vida, es posible encontrar rastros de su obra en selectas antologías, o incluso ejemplares (de coleccionista) de algunos de sus libros, como Cuentos de las orillas del Rin, un volumen con una historia singular, sugerida en su edición más reciente: publicado originalmente en castellano dentro del catálogo de Reino de Redonda en 2009, a modo de capricho de su editor Javier Marías, ha sido rescatado íntegramente por Penguin Clásicos en 2017. El lector medianamente informado de los trasiegos editoriales encontrará algo extraña, pero a la vez fascinante y muy coherente con el espíritu del libro, esta trasposición gemela, con nota previa aclaratoria del propio Marías y traducción de Mercedes López-Ballesteros.

Marías, en las pocas páginas que dedica a presentar el libro, ofrece una definición casi perfecta de estos ocho cuentos: se trata de “historias antiguas de un tiempo desaparecido”, de lugares plácidos, casi idílicos, en los que subyace un mundo invisible o sobrenatural al que no podemos sustraernos. Este ambiente fantástico es común en los ocho, pero se intuye poderosamente en el primero, “El tesoro del viejo duque”, una búsqueda que recuerda mucho a M. R. James, y en la que un ex-cochero recorre kilómetros, siempre por el margen del Rin, en persecución de un sueño. Al contemplar desde lo alto la ciudad amurallada de su destino final —Brisbach— percibirá tanto el pendular movimiento de lo que es posible contemplar como también de lo que está oculto, y que forma parte de esa región como un elemento más de su arquitectura, pero que sólo es posible intuir entre susurros o con una atención concentrada.

En este micromundo que goza de la protección de lo invisible, cualquier cosa es lícita: los muertos regresan para revelar misterios (“El tesoro del viejo duque”) o, transformados en otros seres (como el gallo negro de “La pesca milagrosa”), para exigir promesas. Los personajes parecen estar marcados por el estigma de lo fantástico (el ilustre doctor Adrien Selman, del segundo relato —“Mi ilustre amigo Selman”—, un cuento que podría haber inspirado a Alexander Mackendrick para rodar El quinteto de la muerte [The Ladykillers, 1955], es presentado de esta manera: “parecía una cabeza de muerto cercenada”); mientras, lo cotidiano se transmuta en lo insólito. En Los cuentos de las orillas del Rin el vino tiene propiedades mágicas, e induce a cantar a quienes jamás lo han hecho (“El canto del vino”); las tabernas no son meros lugares de paso sino santuarios de secretos, custodiados por seres de leyenda como Hérode Van Gambrinus (“La pesca milagrosa”). Todo personaje que comparece en estos cuentos, ya sea principal, secundario o comparsa, es tratado con la familiaridad que da el trato diario, ese roce con el que se consiente en aceptar al otro en sus manías, virtudes y defectos.

Jan Griffier (Amsterdam, 1652- Londres, 1718). Paisaje fluvial con campesinos comiendo frutas y uvas

Nada resulta sorprendente en el interior de estos relatos: el profesor Hans Weiland, del cuento “Hans Weiland el cabalista”, entra en un trance místico que le permite recorrer kilómetros en cuestión de segundos, y su discípulo lo acepta como una excentricidad propia de su carácter; el protagonista de “Lo blanco y lo negro” asiste a una reunión familiar con visos de velatorio, un bautizo siniestro presidido por la efigie de la Muerte, caracterizada como autómata en un reloj, y su azoramiento se nos presenta poco natural y auténtico; el doctor Hâselnoss, de “El réquiem del cuervo”, cura y mata con la misma facilidad con que tratara fenómenos sinónimos, y no contradictorios, y al observador-narrador no parece importarle; a la loca de “La ladrona de niños” le basta apenas con un sutil movimiento, como el de un visillo, para obtener la clarividencia de un hecho terrible, y afrontarlo. Cada personaje estaría de menos, fuera de lugar, sin esas sugerencias fantásticas; estos cuentos perderían toda razón de ser sin su ambiente de perpetua vigilia, y sin esa cachaza que da carta de naturaleza a lo imposible.

Erckmann y Chatrian cuidan tan bien la atmósfera que ésta se convierte en la clave de sus cuentos del Rin. Para demostrarlo, pondremos dos ejemplos: para empezar, la repetición de nombres fomenta el hermanamiento de todos ellos, como si se trataran de una única unidad. Así, tenemos los siguientes casos: Hans es un cabalista y además un cuervo, y ambas criaturas podrían compartir también la misma alma; Théodore y Christian son protagonistas casi intercambiables de varios cuentos; Zacharias es tanto un tío preocupado por la salud del sobrino (“Hans Wieland el cabalista”) como, en el relato siguiente, un excelso maestro de capilla con talento sobrenatural para la música de cámara (“El réquiem del cuervo”). Da la impresión de que Erckmann y Chatrian trabajasen con un plan global, que no se circunscribe a un único cuento y lo trasciende… Aunque puede parecer, asimismo, que se dedican solamente a elaborar la trama, en sus aspectos más básicos, mientras consideran que sus personajes son simplemente una cuestión de trámite, meros peones necesarios que situar en un marco determinado y a los que obligar a conducirse con una cierta moraleja. Cualquiera de estas dos visiones es válida, y podría ser complementaria.

La segunda clave atmosférica se basa en el cuidado. La elección de palabras, de puntos de vista o de escenas y situaciones se realiza con la única voluntad de demostrar que hay cosas más allá de los sentidos. Precisamente, se exaltan estos sentidos, que terminan siendo una puerta de entrada hacia lo invisible. A través de su mimo y su posterior catarsis se alcanza su extásis, como en los cuentos de Vernon Lee. Y una vez logrado su adiestramiento, su docilidad, lo extraño se naturaliza. Se vuelve real y normal. Inevitable.

Un caso parecido al de Erckmann-Chatrian fue el de Pierre Boileau (1906-89) y Thomas Narcejac (1908-1998), autores de novelas de suspense bajo el seudónimo de Boileau- Narcejac. Hitchcock adaptó Vértigo, según una de sus obras (De entre los muertos, 1954), y Clouzot La que no existía (1952) en Las diabólicas. En el cómic, fueron homenajeados en Los seres de papel (1985), segunda aventura de Jérôme K. Jérôme Bloche.