Hace 50 años Neil Armstrong daba los primeros pasos en la Luna. Pero no fue el primer hombre en pisarla: antes, la Operación Campanole, liderada por el profesor Tornasol e integrada por Tintín, el capitán Haddock, Milú y Hernández y Fernández, había ido en vanguardia en los álbumes Objetivo: La Luna y Aterrizaje en la Luna. Con motivo del aniversario, recordamos su proeza a bordo del X-FLR 6.

El salto para la humanidad: las verdaderas primeras palabras proferidas en suelo lunar. El momento álgido de Aterrizaje en la Luna

Fue, como nos dijeron, un gran salto para la humanidad, y mucho más que una simple nota a pie de página en la Historia. El 16 de julio, a las 10:32 de la mañana, partía de Cabo Cañaveral el cohete Apolo XI, tripulado por los astronautas Neil Armstrong, Eugene “Buzz” Aldrin y Michael Collins, con el propósito decidido de colonizar la Luna. Eran tiempos de Guerra Fría, y cualquier imagen sobre la superficie del satélite implicaba una victoria moral sobre el denostado enemigo ideológico. Por eso, aquella misión era algo más que una misión: desde el principio, estuvo rodeada de épica. Valgan las célebres —y ensayadas— palabras de Armstrong durante el alunizaje como ejemplo.

La misión permaneció en suelo lunar desde el 20 de julio hasta el día 22, cuando los tres ya legendarios astronautas fueron rescatados, según lo previsto, en aguas del Pacífico. A su regreso, fueron recibidos como héroes, con honores de Estado: empezaron así un recorrido por todo su país, y por el “mundo libre” (sic), como peones de una despiadada propaganda y víctimas de una fama que terminaría por alterar tumultuosamente sus vidas. Hoy es fácil encontrar imágenes de Aldrin o Armstrong sonrientes, posando en fotos preparadas. Pero hay que buscar un poco a conciencia para encontrar una felicitación sorprendente. Es un dibujo, y pone: “By believing in his dreams, man turns them into reality”. Está dirigida previsiblemente a Armstrong, que aparece representado descendiendo del módulo lunar (LEM), el vehículo del alunizaje del programa Apolo. La firma Hergé: Tintín, Haddock, Tornasol y Milú, cada uno enfundado en sus respectivos trajes de astronautas, reciben a Armstrong, o a alguien parecido, en el momento en que se dispone a poner pie en la Luna. Les asiste el derecho de vanguardia: cada uno de ellos se adelantó en más de 15 años a la expedición que cambió el rumbo de la historia (y de la Guerra Fría).

Primeros pasos en la Luna: Los Estudios Hergé

Hergé y su equipo construyeron una maqueta a escala del cohete X-LFR 6, como la de la imagen, para no fallar en realismo. Hoy está en los estudios de Hergé de Bruselas. Objetivo: La Luna

Corre 1950 y Georges Remi es un hombre exhausto. Harto del tiránico esfuerzo personal que le demanda Tintín, decide tomarse un descanso tras la elaboración de Tintín en el país del oro negro (1939-1950). Hergé necesita un cambio drástico, y toma una decisión digna de Agatha Christie: desaparece durante doce semanas para consternación de lectores y editores. La tensión crece, sin noticias del autor, hasta que, de repente, de algún lugar de Suiza llega una carta, con dibujo para los fans incluido, en la que el dibujante aborda sin rodeos la presión sufrida y sus consecuencias psicosomáticas y mentales. Revigorizado tras revivir sus experiencias scouts juveniles y pescar en el Lago Leman con el exiliado rey belga Leopoldo III (granjeándose así una amistad de por vida), Hergé terminará volviendo al redil, pero con una serie de condiciones innegociables. Ante todo, exige ayuda para proseguir con nuevos álbumes. Su editorial se aviene: nacen así los Estudios Hergé el 6 de abril de 1950.

Imaginemos esos Estudios como un taller de pintura renacentista a cargo de un gran maestro. En él, bajo la tutela y supervisión del jefe, desarrollan su talento una serie de especialistas en diversas áreas que contribuyen a perfeccionar el producto que se elabora. Es un colectivo que colectiviza el trabajo: Hergé ficha a dibujantes que se encargarán de los paisajes, de los vehículos, mientras él desarrolla a los personajes principales, unifica criterios, resuelve problemas y se ocupa de perfilar la historia. La más importante incorporación al estudio será Bob De Moor, dibujante de trazo y temperamento tranquilo, modesto en su personalidad. De Moor se especializará en dibujar coches y otros medios de transporte. En la serie lunar de Tintín será el responsable del cohete X-LFR 6. Muchos años después de Edgar P. Jacobs, flamante autor de Blake y Mortimer, Hergé se vuelve a topar con un compinche.

Dueño total de su destino, pues los Estudios le granjean además una independencia física del asfixiante ambiente de la rue Lombard, sede del semanario Tintin, Hergé cumple al fin un sueño largamente perseguido: mandar a sus héroes al espacio. La determinación de hacerlo surgió por puro afán de contradicción mientras se ocupaba de Las siete bolas de cristal (1943-46) y El templo del sol (1946-48): si en aquel díptico había deslizado ciertos elementos sobrenaturales, en su alunizaje tuvo claro que el enfoque tenía que ser cientificista y basarse únicamente en los avances existentes en la época, que eran abundantes y, en algunos casos, también inconsistentes (Hergé erró, por prescripción de una de sus fuentes, al asegurar la existencia de hielo en la Luna, por ejemplo).

Ejemplo del traje lunar desarrollado por Silvestre Tornasol. Hergé se basó en material de archivo para su concepción. Objetivo: La Luna

La cuenta atrás: Realismo cientificista

Objetivo: La Luna (1950-52) y Aterrizaje en la Luna (1952-53) son los dos álbumes más concienzudamente científicos de toda la producción de Hergé. Los preparó metódicamente a base de, como era habitual en él, una ingente labor documental nada azarosa. Localizaciones u objetos tienen su reverso realista, o beben del coleccionismo del que siempre hizo gala: el Centro de Investigación Atómica de Sbrodj, en Sildavia, se basaba en la planta k-25 del Oak Ridge Center, de Tennessee; las literas ergonómicas en las que se tumban los viajeros lunares se deben a la obra L’ Astronautique (1950), del científico y divulgador Alexander Ananoff, consultor de varios detalles técnicos del díptico a petición de Hergé. El cohete tuvo un referente siniestro: se inspiró en el V-2 nazi, un reactor que Hitler convirtió en arma de destrucción masiva al lanzarlo sobre Bélgica y el sureste de Inglaterra. El V-2, primer misil balístico y primer artefacto de fabricación humana en realizar además un vuelo suborbital, fue concebido y desarrollado por Wernher Von Braun, ingeniero mecánico y aeroespacial amnistiado por los estadounidenses al término de la Segunda Guerra Mundial. Con el paso del tiempo, Von Braun se convertiría en una autoridad mundial en astronáutica y en el principal artífice de la supremacía estadounidense en cuestiones espaciales.

El enconado enfoque realista adoptado por Hergé queda reflejado en la narración de Objetivo: la Luna y Aterrizaje…, dos obras más densas de lo habitual, con textos más descriptivos y cercanos a la concepción viñetística de Edgar Jacobs, en la que los personajes se ven impelidos a contar lo que está sucedido, como si retransmitieran. El recurso es muy efectivo durante el viaje en el cohete lunar, con Tintín convertido en locutor de riesgo: Hergé logra generar una tensión contagiosa y claustrofóbica al incidir en la incertidumbre del desenlace. Pero también, con esa misma técnica, erige momentos hermosos, con un lenguaje casi radiofónico, que estimulan la imaginación (y anticipan el trabajo de locución de Walter Cronkite en 1969). Las primeras impresiones de Tintín en la superficie lunar no pueden ser más vívidas y poéticas: “¡En la Luna! Es…es… ¿Cómo describirlo? Un paisaje de pesadilla, de muerte, de espantosa desolación… Ni un árbol, ni una flor, ni una brizna de hierba… Ni un pájaro, ni un ruido, ni una nube… En el cielo, negro como la tinta, brillan millones de estrellas…pero inmóviles, heladas, sin ese parpadeo que, desde la Tierra, las hace tan vivas” (23).

Con estas palabras, Tintín se convierte en testigo-observador. Hergé otorga a su más célebre criatura un rol determinante: ya no le basta con ser el detonante de la acción, sino que debe de experimentarla y de compartirla porque representa la razón, la empatía, y es el amarre de la cordura de una expedición en el fondo delirante. Es el adulto en un patio de recreo, el pastor que vela porque no se pierda el rebaño. También es alguien con un importante bagaje vital: el reportero del chufo rubio lleva ya campando 21 años desde que debutara en El país de los soviets (1929). Toda una vida llena de experiencias y de viajes. Objetivo: La Luna supone su regreso a la ficticia Sildavia, una república militar con visos de país al oeste del Muro, desde El cetro de Ottokar (1938-39). Todo regreso implica necesariamente un reencuentro: en estos álbumes el pasado volverá a aparecérsele a Tintín bajo la forma de un viejo enemigo.

Tintín deberá pastorear a un Haddock ya en el cúlmen de su vis cómica (incluimos en la galería de imágenes uno de sus gags más memorables), a unos Hernández y Fernández sobrepasados por su torpeza, y entrañables por ella, a un Milú cada vez más secundario pero siempre con la simpática apostilla. Deberá lidiar con Wolff, el ingeniero, personaje de ida y vuelta (o sólo de ida, según como se interprete), una curiosidad dentro de la producción de Hergé por su parentesco con los héroes sin quererlo de John Le Carré… Y sobre todo tendrá que resistir a Silvestre Tornasol.

Página de Aterrizaje en la Luna que incluye el memorable gag de la gravedad y el whisky del capitán Haddock. Aterrizaje en la Luna

El despegue: El asunto Tornasol

Para dar verosimilitud a una historia con un componente realista y técnico tan destacado, Hergé necesitaba a un personaje que ejerciera de autoridad moral, que le sirviera de pretexto para exponer las teorías con las que, necesariamente, tenía que explicar el antes y el después de la odisea lunar. Un primer boceto del argumento, a cargo de Jacques van Melkebeke, editor jefe de Tintín, y de Bernard Heuvelmans, amigo y también fuente de inspiración de Hergé, convertía en antagonista al profesor Hipólito Calys, jefe de la expedición científica del navío Aurora en La estrella misteriosa (1942): Calys practicaba espionaje industrial para poder comprarle un diamante a Rita Hayworth. Este tratamiento fue desechado por Hergé, por inviable, aunque mantuvo su componente conspirativo.

La verosimilitud que buscaba alcanzar Hergé no podía permitirse a un Tornasol desdibujado, por lo que Hergé no sólo le dio más viñetas y frases que nunca sino que perfiló una personalidad que iba más allá de la doble parodia del sabio despistado y sordo como una tapia. Tornasol, como buen genio, sigue viviendo en su mundo (o, si se prefiere, en la Luna), pero esta vez no aparece desvalido. El profesor demuestra una energía arrolladora y agotadora en su trabajo; por primera vez le vemos ejerciendo de científico, sumido en el ensayo y error connatural a su condición curiosa y experimentadora. El éxito total de la expedición es suyo. El émulo del profesor Auguste Piccard (1884-1962), el increíble inventor, submarista y aeronauta suizo que le serviría de modelo, esboza teorías que ya suenan a vanguardia en 1950. Sin ir más lejos, en su concepción de un motor movido por plutonio, una posibilidad que le sería sugerida a Hergé tras el visionado de la recién estrenada Con destino a la luna (Destination Moon, Irving Pichel, 1950). La idea no es en absoluto descabellada: en Fabulantes preguntamos por la viabilidad de esta fuerza motriz a Gabriele De Zaiacomo, ingeniero aeroespacial en una importante empresa española del sector aeronáutico, y recibimos como respuesta un espaldarazo a las tesis de Hergé/Tornasol: “El motor nuclear sigue siendo hoy en día una de las soluciones que se consideran más factibles desde el punto de vista técnico para misiones de largo recorrido. El problema es que hay limitaciones en este sentido, porque por ejemplo la agencia espacial europea prohíbe usar elementos radioactivos en sus vehículos o satélites, por tema de seguridad en caso de desastre, principalmente. Al contrario, la NASA ha estado usando habitualmente elementos de este tipo, sobre todo para alimentar vehículos de exploración en condiciones en las cuales la disponibilidad de energía solar es demasiado variable”.

Hergé fijó un calendario para su alunizaje: el 3 de junio a las 01:34 horas. La expedición se mantuvo en el satélite 10 días terrestres (menos de uno lunar, que son 14 días). Aterrizaje en la Luna

Con Tornasol, al fin, Hergé ha encontrado la voz científica con la que dar rienda suelta a su declarado interés por el progreso (entendido en su acepción literal y no abstracta) material y humano. Pero Tornasol es parte de una familia con normas de actitud y comportamiento, y es por eso que no puede dejar de ser lo que es, un poco caricatura. Pero lo es tomando conciencia de sus limitaciones: Hergé palía su sordera con una trompetilla de fabricación casera, que será a la vez gag (por obra y gracia de ese portento llamado Haddock) como pirueta narrativa. Si Tornasol quiere sostenerse como personaje principal, no puede estar haciéndose repetir constantemente aquello que no oye. Para agilizar la narración, es preciso que Tornasol sepa que es sordo. Y no sólo: en cuanto a líder de un equipo, debe demostrar una serie de características con las que justificar el cargo de Director de aeronáutica en el Centro de investigación atómica de Sbrodj. El profesor se conduce por las instalaciones con una seguridad ingenua, tímida pero firme, convencido de su trabajo y de sí mismo. Pero también corretea por ellas furibundo cuando se le menta el orgullo: para los anales queda su enfado morrocotudo contra Haddock ante la acusación de estar “haciendo el indio”, que Tornasol interpretará como un desdén hacia toda la labor emprendida en Sbrodj.

Pocos hombres logran ver materializados sus sueños. Tornasol es uno de ellos. Creyó en la posibilidad de situar al hombre en la Luna y lo logró a base de superación y a costa, casi, de su propia integridad física. Anticipó un futuro en perpetuo movimiento, que ha devenido en un presente lleno de posibilidades. Las palabras de De Zaiacomo le avalan nuevamente: “La industria aeroespacial vive una fase de transformación. Estamos pasando desde una industria compuesta por grandes empresas semiprivadas que necesitabas de ambiciosos proyectos financiados con dinero público a lo que se llama New Space, donde aparecen cada día más empresas privadas, pequeñas y grandes, que se mueven según criterios casi puramente comerciales. También en este sector la dinámica de las start up se está empezando a imponer, y aparecen pequeñas empresas enfocadas a aplicaciones claras y muy puntuales, con un recorrido más corto”. De alguna forma, este escenario se vislumbró en las aventuras lunares de Tintín. ¿Qué nuevos horizontes hubiese explorado Hergé —para quien el viaje interplanetario se convirtió en un “tema agotado” tras dos álbumes y muchas horas de trabajo a destajo— hoy, de seguir vivo? O preguntémonos mejor: ¿Cuáles habría investigado Tornasol?