El último álbum publicado de Roberto Innocenti es un regreso a la nostalgia desde cubierta: en Mi barco repasa 50 años de vida de un armazón y su capitán, y a la vez de la historia del mundo. El espectacular gusto por el detalle de Innocenti genera un código especial con el espectador, que estimula su complicidad con lo que sugiere.

Roberto Innocenti regresa a la nostalgia en Mi barco (Kalandraka, 2018), su última obra publicada. La nostalgia es un puerto que el artista florentino conoce muy bien, y en el que se siente cómodo. Es un destino en el que cobijarse cuando quiere liberarse del yugo de las adaptaciones literarias, como demostró en El último refugio, un homenaje a las lecturas de toda una vida que buscaba implicar necesariamente a un lector cómplice. Mi barco parte de una premisa liberadora idéntica. En sus páginas, como en aquellas otras, se percibe el irresistible efluvio de la libertad, que aquí huele a mar salado.

Mi barco recoge en pocas pero bellísimas páginas los coletazos de un mundo que se acaba. Contada in extrema res (desde el final hasta el principio, y luego de vuelta al punto de partida), la historia de Innocenti adopta un tono ensoñado. El artista florentino carga sus ilustraciones con una mirada lúcida, satisfecha. La intención es la de despedir a un viejo amigo inseparable, a una parte del alma del narrador, sin sentimentalismos ni vanos arrepentimientos. Innocenti dibuja esta elegía con la firmeza que la templanza imprime a los años.

En este último álbum, Innocenti escoge el punto de vista de un capitán veterano. Su primera aparición es en un bote, en mitad de un mar embravecido que está cobrándose a Clementine, el barco en el que ha recorrido mundo durante 50 años. La crispación de esa imagen inmediatamente nos remite a los estertores de Moby Dick, cuando Ahab termina de condenarse a sí mismo y a toda su tripulación en su última lucha contra el leviatán quimérico. Ismael ya estuvo en el hotel de la imaginación de El último refugio, y vuelve a sobrevolar estas páginas. Y como él, tantos otros: porque de nuevo Innocenti plantea un juego al lector enrolado. Sus ilustraciones incitan al recuerdo, a la sugerencia. Así, cada lector recalará en sus propios puertos, en paralelo a los del Clementine.

En esta gigantesca capacidad para saber decir mucho más tan sólo insinuándolo es donde reside parte del descomunal talento de Innocenti. Sabida es su querencia por azuzar la inteligencia de los niños; incuestionable es su habilidad, también, por emplear en sus lienzos un doble lenguaje lleno de códigos y pistas con los que estimular a sus lectores/espectadores. Para lograrlo, se sirve de un estilo realista que jamás evade el detalle: Innocenti es puntilloso hasta lo apabullante. Cada ladrillo de una vivienda, pliegue de un vestido o cresta de una ola que se rompe en cubierta, transmite en quien los contempla la vívida sensación de no ser un simple paseante, sino testigo de la acción, parte de la historia y del drama.

Es debido a ese afán por hacer sentir al espectador parte del relato por el que Innocenti opta por la multiplicidad de perspectivas en sus dibujos. Una visión lineal en una narración ilustrada implica desgaste, repetición; Innocenti abjura de lo monótono. Gracias a este planteamiento sus obras tienen un ritmo tremendamente dinámico, casi cinematográfico, del que no es excepción Mi barco. Las ilustraciones prácticamente cuentan la trama por sí mismas, sin necesidad del recurso lacónico de los textos a pie de imagen: la escritura de Amy Novesky, al igual que la del resto de escuderos de Innocenti, gana en belleza poética con la sola fricción de las imágenes. En los libros «propios» de Innocenti, los que no son adaptaciones (y los que las son a veces también), lo que importa es lo que se enseña, porque lo que se enseña es lo que se cuenta, el continente y el contenido.

Dicho todo esto, toca finalizar el viaje. Echaremos el ancla con una doble aseveración. La primera: sabemos que Innocenti se divirtió haciendo este libro. Así nos lo manifiestan las páginas finales, que recogen el itinerario del Clementine sobre una carta náutica y que describen, pormenorizadamente, cada uno de los recovecos del barco. La segunda: nosotros también hemos sido marinos al contacto con estas páginas. Hemos desembarcado en la Valencia de la Segunda República, visitado puertos lejanos de nombres exóticos como Pago Pago o Papeete, visto banderas desconocidas mientras nos escoltaban delfines y bandadas de gaviotas. Podéis llamarnos Ismael.