En Barrio Lejano, obra maestra de Jirō Taniguchi, una premisa aparentemente forzada se vuelve poética y es admitida con la serenidad con la que se cree en las leyendas. Reseñamos un manga en el que los silencios son elocuentes y sirven para reforzar las interioridades y las complejidades de su protagonista, en este viaje al corazón de la memoria.
Jirō Taniguchi (Tottori, 1947- Tokio, 2017) es maestro de maestros, una de esas sombras que únicamente parecen conocer los auténticos seguidores del cómic japonés y cuyo nombre sólo aparece en los listados de influencias de los autores más mainstream. Entre mangas shōjo y shōnen, entre retorcida ciencia-ficción de fanzine y kilómetros de viñetas sobre adolescentes reprimidos que saturan el mercado, Taniguchi surge como una figura innovadora, un autor de culto cuyos méritos son incalculables, aunque haya pasado desapercibido, al menos en nuestro país.
Creador e impulsor internacional del manga cuando el público europeo y norteamericano (quizás también animado por la absurda fiebre de consumo de manga barato que había por entonces) repudiaba la calidad de las producciones gráficas niponas, Taniguchi fue una de las puntas de lanza, junto con otros hitos como Akira, en la dignificación del cómic japonés fuera de sus fronteras. Su obra la componen numerosos títulos, algunos más renombrables que otros, pero todos elaborados con una perfección puntillosa. La narrativa de Taniguchi es sinónimo de artesanía; sus historias a través de dibujos muy cuidados, nos conducen entre los detalles con gran sofisticación. Esta óptica a la hora de crear un manga más adulto, cuyos personajes se someten a la realidad emocional de la vida, abrió la puerta para la consagración de otros autores más próximos a nosotros como Inio Asano.
De su producción, Barrio Lejano (19998; Ponent Mon, 2016) es, sino la mayor, una de sus mejores creaciones, premiada al mejor guión en el Festival del Cómic de Angulema y como mejor álbum en el Salón Internacional del Cómic de Barcelona. Taniguchi vuelve a sumergirnos en una lírica reflexión sobre el tiempo, la infancia y las relaciones personales, como ya hiciera en El alambique de mi padre (1994) o El gourmet solitario (1997). A través de los recuerdos de Hiroshi, reconstruye la vida de un adolescente desde los ojos de un adulto, y obtiene así un suspense natural e íntimo. Como un río cuya desembocadura inspira una angustia cotidiana por el final y el cambio, vemos un destino consumado que el viejo Hiroshi, en la piel de su pubertad, luchará por cambiar, o al menos comprender.
Rótulos precisos y una gran fuerza en el dibujo para dar vida a la característica expresividad contenida de los japoneses, que rompe la habitual adicción occidental a los textos: la mano de Taniguchi nos ofrece un trazo fino y pulcro, un dibujo cristalino, para poner en movimiento una cotidianidad rebosante de sentimiento y emoción. Son innecesarias las explicaciones. El realismo costumbrista, heredado de autores como Sōseki, se respira en cada pequeño gesto, en cada paso de viñeta. El lento ritmo permite degustar cada matiz personal, los escuetos diálogos y monólogos del protagonista, y vislumbrar entre líneas un pensamiento más profundo de lo que pudiera parecer a simple vista.
La biografía, como género literario, tiene un trasfondo claramente moderno. En el surgimiento del individuo, la épica se convierte en construcción y retrato del individuo, la superación no se gana luchando contra los dioses, sino contra uno mismo. Habitualmente se plasman los hechos de la vida como experiencias que se acumulan en una tabula rasa. De forma lineal, nos vamos llenando hasta que no podemos más y morimos. En este marco, la adolescencia es, en buena medida, el umbral que cruzamos antes de estar acabados como adultos. Un falso momento de plenitud, dicho sea de paso.
Sin embargo, en este recorrido, lo que mejor queda reflejado en el cómic es el hilo que cose cada instante de nuestra vida: el tiempo. A diferencia de la costumbre occidental por ofrecer una temporalidad como un camino de principio y final, consecuencia de un pensamiento causal de la historia, Taniguchi ofrece una visión más oriental, en el que el tiempo ni empieza ni concluye, sino que alberga una cierta simultaneidad. Esta perspectiva se materializa en el cruce de corrientes temporales en la novela (la realidad interna y externa de Hiroshi), que hace que comprendamos el tiempo y la regresión a la infancia desde otro punto de vista: un tiempo más bien caracterizado por un cambio constante de distintos estratos de la realidad, de la memoria del individuo.
La expresividad tan propia de la estética nipona convierte aspectos meramente particulares del personaje en elementos narrativos, en sucesos. Lo hemos visto en novelas y películas o en la aclamada poesía haiku, y se rastrea hasta en el I Ching. La verdad interior, la raíz de la existencia, su progresión, se da en forma de imagen, y ello requiere una exteriorización de lo que, para los occidentales, constituye el resquicio de nuestra identidad y que guardábamos bajo nuestra piel con recelo. Para aquellos que dicen que la cultura oriental es más reprimida, aquí encuentran su contraposición. A quien le cuesta hablar es porque valora más la palabra que el que habla mucho. Su contención encuentra su salida en el mundo, y de ahí la sensibilidad natural y honesta de los personajes, las visiones que los envuelven como pequeños haces de luz de una trama que subyace y lo empapa todo. De igual modo, la regresión que sirve de clave de bóveda en Barrio Lejano no es una vuelta atrás, sino una introspección del presente, y que se dan las circunstancias y no sólo en la mecánica interna del personaje.
Obviamente, lo más que acuciará a muchos críticos será abordar historias como esta desde un punto de vista psicoanalítico. Y, en verdad, ofrece todos los elementos necesarios: la muerte de la madre arranca una regresión al pasado, la desaparición del padre como una amenaza consumada que se lucha por incorporar a la subjetividad del protagonista, una relación amorosa incipiente e infantil. Sin embargo, lo dicho debería servir para rehuir una lectura así, puesto que estas connotaciones, aunque justificadas por las remanencias del protagonista, rompen la lógica de la estética de Taniguchi. La subjetividad japonesa, representada en estos símbolos poéticos en el cómic, escapan de un análisis cultural sólo aplicable a occidente, en la medida en que la cultura asiática todavía contiene factores culturales que el psicoanálisis dista mucho de poder asimilar, como se aprecia en la estética o en las concepciones de temporización (no es lineal y, desde luego, la infancia no alberga etapas más allá de los aspectos funcionales).
Nos hacemos eco de ese gusto que Tanizaki decía que tenía el imaginario japonés por la sombra, en lo que se oculta y se desvela. En Barrio Lejano, una premisa aparentemente forzada se vuelve poética y es admitida con la serenidad con la que se cree en las leyendas. Como la corteza de un gran árbol, cuyos anillos internos sostienen un rugoso silencio, siempre oculto para el caminante del bosque. Barrio Lejano es un viaje a través de ese silencio, de esos resquicios de la memoria que, a pesar de haber caído en el olvido, son tan vitales para la biografía de uno mismo. Ya nos enseñó Funes que saber es olvidar, y lo que olvida Hiroshi, y que recupera en su madurez, son aquellos ángulos oscuros que, entonces, se negó a aceptar. La lejanía a la que alude el título tiene esa polisemia que, en realidad, se hace patente a lo largo del cómic. La lejanía de los recuerdos, la lejanía con que se viven aquellos episodios que permanecen posados en nuestra vida, pasan desapercibidos, y se reviven llegado el momento. Lejanía en el espacio que, como decía Jean Améry, los jóvenes controlan gracias a su agilidad y fuerza, un espacio que se estrecha a la par que se amplía el tiempo que nuestro cuerpo recoge en cada articulación.