Presentamos reseña de El fantasma de Kentucky, de Elizabeth Stuart Phelps (incluido en la antología Venus en las tinieblas de Valdemar), un relato de inspiración marítima y marinera. Stuart Phelps fue pionera en un subgénero copado mayoritariamente por hombres: construyó una ambientación primorosa y centró la fuerza sobrenatural de su tono en un discurso moralista y fatalista, de castigo divino por los pecados humanos.
Sailors. Ilustración de Aleksander Karcz
Existió, en épocas pretéritas, la creencia de que una mujer no podía tripular un barco porque ocasionaba desgracias y atraía la mala suerte. Esta superstición fácilmente puede ser explicada si nos ceñimos a lo escrito por Jesús Palacios en Mar adentro (ensayo incluido en Los mares grises sueñan con mi muerte, Valdemar, 2014), pues la única entidad femenina que existe en este mundo aislado es el mar, que combate incesantemente las construcciones masculinas, representada por los barcos y los faros. Este machismo imperante —que también comparte un símil con el mundo literario de la época— no fue impedimento para que muchas mujeres conocieran el mundo marinero en forma de observación continua mientras las largas travesías tenían lugar en los océanos.
En este caso, Elizabeth Stuart Phelps (Andover, Massachusetts, 1844- Newton Centre, Massachusetts, 1911) no tiene nada que envidiar a los grandes novelistas y cuentistas del mar. El Fantasma de Kentucky, aparecido en el volumen de la editorial Valdemar Venus en las tinieblas (2007), es el ejemplo claro de una narración que contempla todo aquello que envuelve el misterioso mundo del mar y sus supersticiones. El maltrato y la agresividad de un mundo abiertamente hostil facilitará una venganza desde el Más Allá de parte de un joven polizón que continuamente es sometido a vejámenes por parte de su primer oficial. Stuart Phelps no desea presentar al mar como un ente casi demoniaco lleno de criaturas ignominiosas como lo hace William Hope Hodgson en sus Cuentos del Mar de los Sargazos, sino que insinúa continuamente la existencia de fuerzas poderosas que trascienden lo natural, dejando un resabio de continua inestabilidad ante lo desconocido. Este ambiente es perfecto para que los marineros sean testigos de un solo hecho que marcará el oscuro viaje hacia tierras orientales.
La narración avanza con rapidez, construyendo una trama ágil y en apariencia simple: en el marco de una conversación entre marineros, uno de ellos comienza a contar el extraño suceso que acaeció cuando viajaba en el barco Madonna rumbo a Madagascar. Cuando parte, a no mucho andar descubren a un joven de aproximadamente quince años que se ha metido en la bodega de polizón. A partir de allí, el joven será víctima de muchas agresiones e insultos salvajes de parte de los otros marineros y en particular del primer oficial Job Withmarsh, hombre hostil y temperamental con cualquiera que se le atraviese. El problema vendrá cuando, a causa de las continuas privaciones, el joven comienza a afiebrar y a desmejorarse progresivamente, hasta la fatal tormenta que asola el Madonna en el cabo de Buena Esperanza, y que terminará por acabar con su vida de una forma terrible .
Sin duda alguna, lo que le da mayor fuerza al relato es el argot marinero del narrador, que incluso se traspasa por la impecable traducción del cuento, que corre a cargo de Gonzalo Quesada. Es curioso que, si bien Stuart Phelps nunca estuvo relacionada directamente con el mar, sea capaz de construir un narrador que captura toda la esencia del marinero decimonónico, con su jerga característica y su afán de aventura. La autora le agrega una profundidad psicológica que es inusitada en cuentos de fantasmas anteriores a Edgar Allan Poe, o que sólo se puede ver en casos puntuales como La puerta abierta de Margaret Oliphant. De la misma forma que Oliphant sitúa sus espectros en un ámbito aparentemente doméstico y que se ve quebrado en su tranquilidad, Stuart Phelps posiciona primero al lector en un lugar de comodidad como la atmósfera de un barco, para luego quebrar la serenidad con ciertos atisbos extraños que resquebrajan la realidad. En ambas autoras la fuerza maligna recae en un ser que es cándido e inocente: el niño Roland en el caso de La puerta abierta o bien el joven Kentucky en nuestro caso concreto.
La autora es bastante cuidadosa en describir a la perfección la atmósfera que en un comienzo articula el espacio del puerto y luego en alta mar. En el caso de los muelles cercanos al embarcadero, Stuart Phelps escribe: “A veces en una tarde soleada, cuando el agua embarrada parecía más embarrada de lo normal porque las nubes eran del color de la plata y el aire del color del oro, los barriles de aceite chocaban en los muelles y se notaba el fuerte olor de las pescaderías”. Nunca escatima en detallar los pormenores de un mundo continuamente agitado por la soledad y el aislamiento en el desierto de agua en que se constituye el mar cuando no hay vientos propicios, o incluso en épocas de calor frente al sol abrasador. El narrador por su parte ayuda bastante a que el lector pueda recrear dicha atmósfera: es mucho más sensible que los marineros que lo rodean y por ello se siente desde un principio conmovido por el triste destino del joven polizón. Sus descripciones son extremadamente paternales y en la gran mayoría de los casos se evidencia una actitud de cariño hacia Kentucki, sobre todo cuando las líneas de la narración sobrenatural se comienzan a entremezclar con el discurso religioso, concretándose en una profunda alegoría moral contra aquellos que se alejan de Dios y de las buenas costumbres de la sociedad.
Rescue. Ilustración de Blake Rottinger
El aparato religioso que actúa como trasfondo del relato predispone a un desenlace que se anticipa malévolo. Continuamente el narrador observa cómo la tripulación se desboca en impiedades que no hacen más que acrecentar la certeza de la llegada de un castigo bíblico y devastador: “No pretendo ser muy piadoso, pero no soy tonto, y sé que, si hubiéramos tenido a bordo a un oficial temeroso de Dios y que cumpliese sus mandamientos, habríamos sido mejores”. Jack (el narrador) no quiere asumirlo, pero intuye que continuamente están siendo acechados por una poderosa fuerza que los observa.
La alegoría moral de la cual se sirve la autora provoca que el acontecimiento sobrenatural sea mucho más significativo, dotado de insinuaciones que parecen mucho más sugerentes que una escena sangrienta y rápida. Stuart Phelps sabe perfectamente que su narración no aguantaría integrar imágenes fuertes, pues así perdería inmediatamente el efecto melodramático que subyace debajo de aquello que no se nos dice como lectores. En ese sentido es posible señalar que esta narración —en palabras del antólogo, Antonio José Navarro— se emparenta mucho más con la idea de una fábula moral, de un cuento de hadas “para adultos”, entremezclando una idea sombría de lo “maravilloso” muy alejado de querer provocar el efecto de terror en el sentido moderno de la palabra.
Mucho más claro queda esta noción de “la fábula moral” si buscamos en los aspectos biográficos de la autora. Elizabeth Stuart Phelps, nace en Andover, Massachusetts, y se cría bajo el techo de un párroco especialista en griego y hebreo antiguo. A los dieciséis años trabaja en una escuela en Boston y se hospeda en la casa del reverendo Jacob Abbott, autor de libros religiosos para niños. Tal y como señala el antólogo en su breve referencia biográfica, Stuart Phelps fue íntima amiga de la autora Harriet Beecher Stowe (1811-1896), célebre por escribir La cabaña del tío Tom (1852), y por ser una gran defensora del movimiento abolicionista. Stuart Phelps, fiel a los principios nacientes del movimiento sufragista, es una activa militante que comienza a cuestionar en sus escritos nociones cristianas que provocan mucho revuelo social. Su idea diferente “del Más Allá” se ve reflejada en muchas de sus novelas, y en especial en este breve cuento, en donde casi al final, se puede ver cómo el paternal y cálido párroco se pregunta por las almas que se perdieron en el barco y por su destino final.
Activista por los derechos animales, por la reforma del vestir de las mujeres y por el terrible papel en la sociedad de las bebidas alcohólicas, comparte un sitial entre las primeras pioneras feministas que lograron evidenciar los problemas a los cuales se enfrentaba la mujer en la época que les tocó vivir. Tal como sus contemporáneas Beecher Stowe y Louisa May Alcott, Stuart Phelps abogó por una mayor libertad y se adhirió a una narrativa que ya tenía el germen de un movimiento feminista y emancipador.
De estar manera, la autora crea un cuento que se entrelaza con las creencias marineras, transgrediendo un espacio que fue ocupado sólo por hombres, como el mar, para relatar un hecho que sin duda adquiere una óptica extremadamente singular bajo la sensibilidad femenina y sobre todo por las líneas religiosas que lo atraviesan. Estas líneas, que en un principio se pueden leer como innecesarias, son reflejos de una época en la cual eran importantísimas para buscar una comprensión del mundo que avanzaba rápidamente hacia una modernidad que traería muchísima sangre y guerras a principios del siglo XX.
A fin de cuentas, leer este cuento es leer la reconstrucción de un mundo y una atmósfera de extensas ramificaciones y significados. Quien quiera pasar un buen susto sin más puede ir sumando el volumen Venus en las tinieblas a su biblioteca, porque lo que realmente se ofrece es un entrecruzamiento constante de las escritoras femeninas con un género del que se reapropian en nuevas versiones mucho más complejas e intimistas. En ello Elizabeth Stuart Phelps es una pionera.