El gabinete de los delirios es la antología con la que Valdemar honra la figura del científico loco, uno de los personajes más clásicos y sugerentes de la literatura fantástica. El personaje inspiró a numerosos autores, recogidos entre estas páginas, aunque destacamos especialmente, y por su tono de contraste, las aportaciones de Lovecraft y Conan Doyle.
Chauds, Les glaçons (Hot, The Ice Cube), ilustración de Helder Almeida
Parafraseando a Bertolt Brecht, hay recopilaciones de relatos compuestas a partir de un único autor, y ésas son buenas. Luego tenemos aquellas que escogen una época, un género, un arquetipo y muestran su evolución a lo largo de la historia de la literatura, o al menos en la edad de oro del eje central; y ésas son mejores. Y después están aquellas compilaciones que, sin mirar género o autor, época o temática, tienen por criterio emplear las distintas pinceladas que se han dado en la infinita Biblioteca de Babel, que comprende cuanto haya sido escrito, para reflexionar sobre algo que va más allá del contenido literal de los textos. Y ésas son imprescindibles.
Pocas reseñas, sorprendentemente, adoptan una perspectiva de pájaro y valoran las antologías como tal en lugar de los relatos que contienen. Así, ocurre que, cuando toca abordar El Gabinete de los delirios (2017), antología de Valdemar dedicada a los sabios locos, tenemos un sinfín de comentarios diciendo (otra vez) que Poe era el mejor escritor de terror de todos los tiempos, que Lovecraft fue su aprendiz más aventajado o, y en menor medida, que Langelaan escribió uno de los cuentos de ciencia-ficción más terroríficos de la historia. ¿Y qué hay de la selección? ¿Exactamente qué hilo nos están proponiendo los editores de Valdemar? ¿Cómo valoramos la decisión de ciertos autores con los cuentos concretos que aquí se presentan?
Según hemos dicho antes, El Gabinete de los delirios no es una antología imprescindible, dada su escueta horquilla de tiempo (apenas salimos del mismo género) y de lectura, ya que está preparada para un público dispuesto a seguir consumiendo pastiches de terror gótico y decimonónico. Su recorrido propuesto es bastante limitado. Ahora bien, si tenemos en cuenta esto, podemos valorar hasta qué punto cumple las expectativas. Y en eso, debemos darle un punto positivo: posee algunos de los mejores cuentos de sabios locos, enmarcados en el terror y la ciencia-ficción más clásicos, y en muchas ocasiones olvidados para los lectores que se conforman con los autores de primera línea. Poe, Lovecraft o Wells están en la biblioteca del lector medio de la literatura de género, y eran casi de obligada elección. Es de agradecer la inclusión de autores como Hoffmann, Bierce o Hodgson, que igualmente alcanzaron las cotas más altas y fueron eclipsados por la fama de los primeros, a pesar de su decisiva influencia.
The Cult, ilustración de Lukas Walzer
Los relatos escogidos sobre sabios locos poseen tintes dramáticos que se amoldan a una estructura, que podemos describir de forma escueta: hombres carcomidos por el conocimiento desbordan lo comprensible hasta que se torna incontrolable y se vuelve contra ellos. En ocasiones, vemos la moraleja del conservador, advirtiendo de los peligros del saber que sólo pertenece a Dios, al Cosmos, a los Primigenios, o lo que quiera que haya en los albores de nuestra nimia existencia. En otras, la sociedad se remueve en cuanto el genial sabio abre camino a la humanidad, con la ruptura de la convencionalidad como precio. De cualquier manera, el individuo intenta imponerse al mundo con resultados fatales. En el sabio loco resuenan aquellos héroes románticos cuyo instinto por lo exótico y la sabiduría prohibida les conduce a su perdición (no en balde la novela del científico loco más famoso de la literatura se subtitula El moderno Prometeo). Eliminamos aquí los elementos más fantásticos y folkloricos para ver la conjunción de esa estética romántica con una ciencia descarnada y llevada a cabo a costa de la naturaleza.
En este marco, hay dos relatos que se diferencian del resto: Herbert West, reanimador, de Lovecraft; y El gran experimento de Keinplatz, de Arthur Conan Doyle. El primero de ellos, es todo un clásico del terror, inmortalizado en una adaptación libre que ya forma parte de las películas de culto ( y que dio lugar a dos secuelas más). El segundo, una parodia del espiritismo en el que, con jocosa ironía, se difuminan los límites generacionales y el clasismo entre dos grupos sociales: los profesores en su torre de marfil y los estudiantes con su jovial laxitud.
Si leyésemos la antología de cubierta a cubierta, y si avezáramos el ojo para descubrir las intenciones detrás del lenguaje que nuestra mente traduce con voz de Vincent Price, estos dos cuentos resaltan con un color especial. En esencia, escapan a la marca del terror y sirven de caricatura de todos los demás.
El primero de ellos, como bien vio Stuart Gordon, es una lectura exageradamente cómica del Frankenstein de Mary Shelley. Herbert West adquiere unos tintes excesivamente excéntricos; la idea de que un innumerable ejército de cuerpos semidescompuestos camine acechando a su creador como pollo sin cabeza, no deja de adquirir un regusto a mofa. Sin desmerecer la maestría de la atmósfera, y su tono en primer persona y sobreadjetivado tan característico de Lovecraft, vemos que, dentro de su carrera, revivir muertos es lo más leve que podía hacer un personaje, y lo hace con tal descaro que cabe apreciar cierta sorna en la historia. Al lado de personajes de linajes malditos y añejos, con propiedades ominosas, de temple caballeresco, grandes sabios lectores de libros roídos por el polvo, Herbert West es un estudiante que busca los cuerpos como quien busca el pescado más fresco en un supermercado, algo que a ojos del aristócrata Lovecraft resulta digno de la más baja estofa, sobre todo si pensamos en cómo se retrata en sus relatos a cualquiera que tenga que ganarse el pan con el sudor de su frente. Si a este hecho le sumamos que lo envió a una revista humorística en 1921, aunque fuera por necesidades económicas, esa elección por lo grotesco (en un sentido etimológico) no deja de ser algo que no se encuentra en otros relatos suyos ni de la colección que reseñamos.
Nightgaunt. Ilustración de Richard Wright
En esta línea y con otro estilo, El gran experimento de Keinplatz es una burla a las pretensiones de las escuelas espiritistas de la época. Aun siendo Conan Doyle un seguidor de esta doctrina inventada por Allan Kardec a mediados del XIX, este cuento rebosa la ironía que tanto caracterizó otras obras y que tan poco se ha sabido apreciar (lo digo por aquellos que leen a Sherlock Holmes como algo serio). El sabio se ve rebajado y ridiculizado ante jóvenes imberbes y borrachuzos que sirven de contraposición para sus altas pretensiones de conocimiento. En cierto sentido, que el humor se dé en esferas cotidianas y completamente alejadas del ambiente propio de un sabio (la familiar casa del maestro, una taberna repleta de estudiantes tarambanas) hace que la crítica sea más estética que otra cosa: ser un sabio loco no es un error por el peligro que supone el conocimiento prohibido ni por estar condenado al fracaso al batirse en duelo con la realidad, sino que es patético por una cuestión de gusto. Recuerda a aquella sentencia de Calicles hacia Sócrates; es una perspectiva que Conan Doyle plasma con maestría. Si eliminamos el tono magnánimo que ofrecen los escritores, el sabio loco es, a ojos de la sociedad, un pedante inmaduro, de trato insufrible, que critica desde sus privilegios sin mayor mérito.
El reflejo esperpéntico del sabio loco que ofrece Lovecraft, o el romántico conocimiento desmesurado retratado como jactancia de un catedrático sin método de Conan Doyle, son dos jarros de agua fría en mitad de una colección con un tono típicamente terrorífico y sereno. Quizás no sea interpretado así por la mayoría de lectores que adquieran esta antología, ya que va enfocada a un público de consumidores de terror clásico para los que tentáculos asomados en el quicio de una puerta vieja es suficiente. Para ellos no hace falta decir que esta antología es un buen trabajo por cuanto te acerca a la temática a través de escritores de una calidad excelente. Esta recopilación tiene un sentido, y no se espera más que eso.
Dicha limitación invita a reflexionar. A unos y a otros, debemos instarles a superar las barreras de la antología (sea esta cual sea). La elección no deja de ser una forma de descartar otros textos. ¿El sabio loco debe ser un arquetipo de terror? Don Quijote, Bouvard y Pécuchet, Ignatius J. Reilly, por referirnos a algunos personajes paródicos, ¿no responden también al sabio loco cuya existencia tiene los mismos límites que su pretendida sabiduría? Si dejamos de lado los fines comerciales, admitir ejemplos como estos sería abrir la posibilidad a un cuadro mucho más complejo y rico en detalles y estilos, a fin de despertar la inquietud del lector en esos ingredientes literarios que tan rápido reconocemos en El Gabinete de los delirios.