Presentamos el relato Ãntegro DÃas de ocio en el paÃs de Yann, de lord Dunsany, incluido en la novedad Cuentos de un soñador, y otras fantasÃas (Valdemar), y cedido expresamente por la editorial. Como sugiere su tÃtulo, estamos ante un cuento contemplativo, también de introspección, que acaba resultando un deleite para los sentidos. En su interior se prefiguran los Mitos de Cthulhu.
Traducción de Juan Antonio Molina Foix
Giardini-Naxos. IlusgrafÃa de Ana Picos cedida expresamente a Fabulantes
Asà bajé, cruzando el bosque, a la ribera del Yann y encontré, como se habÃa profetizado, el barco Pájaro del RÃo, a punto de soltar amarras.
El capitán estaba sentado con las piernas cruzadas sobre la blanca cubierta, con su cimitarra junto a él, en su vaina enjoyada, y los marineros se afanaban en desplegar las ligeras velas para llevar el barco a la corriente central del Yann, y todo el tiempo cantaban dulces canciones antiguas. Y el viento fresco de la tarde, que desciende de los campos de nieve de alguna monumental morada de dioses remotos, llegó de pronto, como las buenas noticias a una ciudad impaciente, a las velas como alas.
Y asà llegamos a la corriente central, con lo cual los marineros arriaron las grandes velas. Mas yo habÃa ido a inclinarme ante el capitán, y a preguntarle por los milagros y apariciones entre los hombres de los dioses más sagrados de cualquiera que fuese su paÃs de procedencia. Y el capitán respondió que venÃa de la bonita Belzoond, y que adoraba los dioses menores y más humildes que casi nunca enviaban el hambre y la calamidad, y que eran fácilmente aplacados con pequeñas batallas. Y yo le conté que venÃa de Irlanda, que está en Europa, a lo cual el capitán y todos los marineros se rieron, pues decÃan: «No hay lugares como ese en todo el paÃs de los sueños». Cuando cesaron de burlarse de mÃ, expliqué que mi imaginación habitaba sobre todo en el desierto de Cuppar-Nombo, cerca de una ciudad azul llamada Golthoth la Maldita, cuyo contorno custodiaban lobos y sus espectros, y que habÃa estado completamente deshabitada durante años y años, debido a una maldición que en tiempos echaron los dioses indignados, y desde entonces nunca se pudo revocar. Y que de vez en cuando mis sueños me llevaron hasta Pungar Vees, la bermeja ciudad amurallada donde están los manantiales, que comercia con las Islas y con Thul. Cuando dije eso me felicitaron por la elección de mi imaginación, diciendo que, aunque ellos nunca habÃan visto esas ciudades, eran capaces de imaginar tales lugares. Durante el resto de aquella tarde negocié con el capitán la suma que deberÃa pagarle por mi pasaje si Dios y la corriente del Yann nos llevaban sin ningún percance hasta los arrecifes junto al mar, que llaman Bar-Wul-Yann, la Puerta del Yann.
Y entonces se habÃa puesto el sol, y todos los colores del mundo y del cielo habÃan celebrado con él un festival, y se habÃan escabullido uno tras otro antes de la inminente llegada de la noche. Los loros habÃan volado a su hogar en la selva, en ambas riberas, los monos en filas a buen recaudo sobre las ramas altas de los árboles estaban callados y dormÃan, las luciérnagas subÃan y bajaban en la espesura del bosque, y las estrellas grandes salÃan relucientes a mirar la superficie del Yann. Entonces los marineros encendieron faroles y los colgaron alrededor del barco, y la luz destelló de pronto y deslumbró al Yann, y los patos que se nutren a lo largo de sus riberas cenagosas se alzaron de improviso, y trazaron amplios cÃrculos arriba en el aire, y columbraron los lejanos tramos del Yann, y la niebla blanca que cubrÃa tenuemente la selva, antes de regresar de nuevo a sus marismas.
Y entonces los marineros se arrodillaron en las cubiertas y rezaron, no todos juntos, sino cinco o seis a un tiempo. Uno al lado de otro, se arrodillaron a la vez cinco o seis, pues allà sólo rezaban al mismo tiempo hombres de creencias diferentes, de modo que ningún dios tuviera que oÃr a dos hombres rezándole a la vez. En cuanto alguno habÃa terminado su oración, otro del mismo credo le sustituÃa. Asà que se arrodillaba la fila de cinco o seis con las cabezas inclinadas bajo las ondeantes velas, mientras la corriente central del rÃo Yann los llevaba hacia el mar, y sus plegarias ascendÃan entre los faroles y se dirigÃan a las estrellas. Y detrás de ellos, en la popa del barco, el timonel rezaba en voz alta la oración del timonel, que rezan todos los que ejercen su oficio en el rÃo Yann, cualquiera que sea su fe. Y el capitán rezaba a sus pocos dioses menores, a los dioses que bendicen Belzoond.
Y a mà también me pareció que debÃa rezar. Sin embargo no querÃa rezar a un dios celoso allà donde los dioses débiles y benévolos eran invocados humildemente; de modo que me acordé, en cambio, de Sheol Nugganoth, a quien los hombres de la selva habÃan abandonado hace mucho tiempo, que ya no es venerado y está solo; y a él le recé.
Y mientras rezábamos de repente se nos echó encima la noche, como cae sobre todos los que rezan por la tarde y sobre todos los que no lo hacen; sin embargo, nuestras plegarias aliviaron nuestras almas cuando pensábamos en la Gran Noche por venir.
Y asà el Yann nos llevó magnÃficamente hacia delante, pues le regocijó la nieve derretida que el Poltiades le habÃa traÃdo desde los Cerros de Hap, y el Marn y el Migris habÃan aumentado con las crecidas; y nos llevó hasta donde pudo más allá de Kyph y Pir, y vimos las luces de Goolunza.
Pronto todos dormÃamos excepto el timonel, que mantenÃa el barco en la corriente media del Yann.
Cuando salió el sol el timonel dejó de cantar, pues cantando se animaba en la soledad de la noche. Cuando cesó la canción nos despertamos todos de repente, y otro se hizo cargo del timón y el timonel se durmió.
Ruins Exploration. Ilustración de Martin Deschambault
SabÃamos que pronto llegarÃamos a Mandaroon. Comimos y apareció Mandaroon. Entonces el capitán dio órdenes y los marineros largaron de nuevo las velas mayores, y el barco viró y abandonó el curso del Yann y entró en una rada interior bajo las murallas rojizas de MandaÂroon. Entonces, mientras los marineros iban a recoger fruta, me fui solo a la entrada de Mandaroon. Fuera de ella habÃa unas cuantas chozas, en las que vivÃa la guardia. Un centinela de luenga barba blanca estaba en la puerta, armado de una herrumbrosa pica. Llevaba unas gafas grandes, que estaban cubiertas de polvo. Al otro lado de la entrada vi la ciudad. Una quietud sepulcral se cernÃa sobre ella. Las calles parecÃan no haber sido frecuentadas, y en el umbral de las puertas el musgo era espeso; en la plaza del mercado dormÃan un montón de figuras. El viento traÃa hasta la entrada un aroma de incienso llevado por el viento, de incienso y de amapolas abrasadas, y se oÃa un murmullo de ecos de campanas distantes. Le dije al centinela en la lengua de la región del Yann:
–¿Por qué duermen todos en esta ciudad silenciosa?
Él me respondió:
–Nadie puede hacer preguntas en esta entrada por miedo a despertar a la gente de la ciudad. Pues cuando la gente de esta ciudad se despierte, los dioses morirán. Y cuando mueran los dioses los hombres ya no podrán soñar.
Y empecé a preguntarle qué dioses veneraba aquella ciudad, pero él levantó su pica porque allà nadie podÃa hacer preguntas. Asà que le dejé y regresé al Pájaro del RÃo.
No cabe duda de que Mandaroon era bella con sus blancos pináculos que asomaban por encima de sus murallas rojizas y el verde de sus tejados de cobre.
Cuando volvà de nuevo al Pájaro del RÃo comprobé que los marineros habÃan regresado al barco. Enseguida levamos ancla y zarpamos de nuevo, asà que llegamos otra vez al centro del rÃo. Y el sol se acercaba ya a su cénit, y allà en el rÃo Yann nos llegó el canto de esas innumerables mirÃadas de coros que lo acompañan en su curso alrededor del mundo. Pues las pequeñas criaturas que tienen muchas patas habÃan desplegado sin dificultad sus alas de gasa en el aire, como el hombre apoya sus codos en un balcón y alborozado rinde ceremoniales alabanzas al sol, o bien se movÃan al unÃsono en el aire en vacilantes danzas, intrincadas y veloces, o se hacÃan a un lado para evitar el Ãmpetu de alguna gota de agua que una brisa habÃa sacudido de una orquÃdea de la selva, enfriando el aire y llevándoselo por delante, mientras caÃa a la tierra zumbando en su prisa; pero todo el tiempo cantaban triunfalmente.
–Porque el dÃa es para nosotras –decÃan–, tanto si nuestro magnánimo y sagrado padre el Sol engendra más como nosotras en las marismas, como si el mundo se acaba esta noche.
Y allà cantaban todos aquellos cuyos dejos conoce el oÃdo humano, asà como aquellos de cuyos dejos mucho más numerosos nunca ha tenido noticia el hombre.
Para éstos un dÃa de lluvia habrÃa sido como para un hombre una época de guerra que asolara continentes durante toda su vida.
Y salieron también de la oscura y humeante selva para contemplar el sol y alegrarse las enormes y perezosas mariposas. Y danzaron, pero danzaron despreocupadamente en dirección al aire, como podrÃa hacerlo una altiva reina de lejanas tierras conquistadas en su pobreza y exilio, en algún campamento de gitanos, aunque sólo fuese por el pan para sobrevivir, pero aparte de eso jamás se rebajarÃa a danzar por un trozo de más.
Y las mariposas cantaron acerca de cosas extrañas y cubiertas de colores, de orquÃdeas purpúreas y de perdidas ciudades rosa y de los horrendos colores de la descomposición de la selva. Y ellas también estaban entre aquellos cuyas voces no distingue el oÃdo humano. Y mientras flotaban sobre el rÃo, yendo de bosque en bosque, su esplendor rivalizaba con la belleza hostil de los pájaros que se lanzaban a perseguirlas. O a veces se posaban en las flores blancas como de cera de la planta que repta y trepa por los árboles del bosque; y sus alas purpúreas centelleaban sobre las flores grandes como, cuando las caravanas van de Nurl a Thace, las relucientes sedas centellean sobre la nieve, donde los astutos mercaderes las extienden, una a una, para asombrar a los montañeses de los Cerros de Noor.
Pero el sol daba somnolencia a los hombres y a los animales. Los monstruos del rÃo yacÃan en letargo en el limo, a lo largo de sus riberas. Los marineros montaron en cubierta un pabellón, con borlas doradas, para el capitán, y luego, todos menos el timonel, fueron a cobijarse bajo una vela que habÃan colgado como un toldo entre dos mástiles. Entonces se contaron historias unos a otros, de su propia ciudad o de los milagros de su dios, hasta quedarse dormidos. El capitán me ofreció la sombra de su pabellón con borlas doradas, y allà conversamos durante un rato, y me dijo que llevaba mercancÃa a Perdóndaris, y que de regreso llevarÃa a la bonita Belzoond cosas relacionadas con las cuestiones del mar. Entonces, mientras miraba a través de la abertura del pabellón a las estupendas aves y mariposas que cruzaban y volvÃan a cruzar el rÃo, me quedé dormido, y soñé que era un monarca que entra en su capital bajo arcos de banderas, y todos los músicos del mundo estaban allÃ, tocando melodiosamente sus instrumentos; pero nadie vitoreaba.
Por la tarde, cuando el dÃa refrescó de nuevo, me desperté y encontré al capitán ciñéndose la cimitarra, que se habÃa quitado mientras descansaba.
Y nos estábamos acercando ya a la amplia plaza de Astahahn, que da al rÃo. Extraños barcos de traza antigua estaban allà encadenados a la escalinata. Al acercarnos vimos la plaza abierta de mármol, en tres de cuyos lados se alzaban las columnatas del frente de la ciudad. Y en la plaza y a lo largo de las columnatas la gente de aquella ciudad paseaba con la solemnidad y atención que corresponde a los ritos del antiguo ceremonial. Todo en aquella ciudad era de estilo antiguo; las tallas de las casas, que con el paso del tiempo se habÃan roto y no se habÃan reparado, eran de las épocas más remotas, y por todas partes estaban representados en piedra los animales que han desaparecido de la tierra hace mucho tiempo: el dragón, el grifo, y el hipogrifo, y las distintas especies de gárgolas. Nada se encontraba, ni material ni de uso, que estuviera nuevo en Astahahn. En cambio nadie nos hizo el menor caso cuando pasamos, sino que continuaron sus procesiones y ceremonias en la antigua ciudad, y los marineros, que conocÃan sus costumbres, no les prestaron atención. Mas, cuando nos acercamos, le pregunté a uno que estaba al borde del agua qué hacÃan los hombres de Astahahn y cuáles eran sus mercancÃas, y con quién comerciaban.
–Aquà hemos puesto grilletes y esposado al Tiempo –dijo–, que, de no ser asÃ, habrÃa matado a los dioses.
Le pregunté qué dioses veneraban en aquella ciudad y me dijo:
–Todos los dioses a los que el Tiempo no ha matado todavÃa.
Entonces se apartó de mà y no dijo nada más, sino que se dispuso a comportarse con arreglo a la antigua usanza. Asà que, de acuerdo con la voluntad del Yann, seguimos adelante y abandonamos Astahahn. El rÃo se ensanchaba más abajo de Astahahn, y encontramos mayores cantidades de esas aves que se alimentan de peces. Y eran de plumaje maravilloso, y no salÃan de la selva, sino que, con sus largos cuellos estirados hacia delante y sus patas extendidas hacia atrás a favor del viento, volaban en lÃnea recta por el centro del rÃo.
Y entonces la tarde empezó a retirarse. Una espesa niebla blanca habÃa aparecido sobre el rÃo, y lentamente se estaba levantando. Se aferraba a los árboles con largos brazos impalpables, y ascendÃa cada vez más, helando el aire; y blancas figuras huÃan a la selva, como si los espectros de los marineros que han naufragado estuvieran buscando sigilosamente en la oscuridad los espÃritus malignos que hace mucho tiempo les habÃan hecho naufragar en el Yann.
Cuando el sol se puso por detrás del campo de orquÃdeas, que creÂcÃan en la enmarañada cúspide de la selva, los monstruos del rÃo salieron, revolcándose, del limo en el que se habÃan recostado durante las horas de más calor, y los grandes animales de la selva bajaron a beber. Las mariposas hacÃa un rato que se habÃan ido a descansar. En los pequeños y angostos afluentes que dejamos atrás la noche parecÃa haber cerrado ya, aunque el sol, que se nos habÃa ocultado, todavÃa no se habÃa puesto.
Sky Mirror. Ilustración de Alena Aenemi
Y entonces las aves de la selva volvieron volando muy por encima de nosotros con el relumbre rosáceo del sol en sus pechugas y, en cuanto vieron el Yann, bajaron sus alas y se posaron en los árboles. Y el ánade silbón empezó a remontar el rÃo en grandes bandadas, todos piando, y entonces de pronto dieron la vuelta y bajaron de nuevo. Y pasó por nuestro lado como una flecha la pequeña cerceta; y oÃmos los numerosos graznidos de las bandadas de gansos, que los marineros me dijeron que acababan de llegar cruzando la cordillera Lispasiana; todos los años llegan por el mismo sitio, muy cerca del pico de Mluna, dejándolo a la izquierda, y las águilas de la montaña conocen el camino por el que vienen y —dicen los hombres— hasta la hora, y todos los años los esperan en el mismo sitio nada más caer las nieves en los llanos del norte. Pero pronto oscureció tanto que ya no veÃamos a esas aves, y solo oÃamos sus aleteos, y también los de otras innumerables aves, hasta que todas se posaron a lo largo de las márgenes del rÃo, y fue entonces cuando salieron las aves nocturnas. Acto seguido los marineros encendieron los faroles y aparecieron enormes mariposas nocturnas aleteando alrededor del barco, y por momentos los faroles dejaron ver sus vistosos colores, luego pasaron de nuevo a formar parte de la noche, en la que todo estaba oscuro. Y los marineros volvieron a rezar, y más tarde cenamos y dormimos, y el timonel cuidó de nuestras vidas.
Cuando desperté comprobé que sin duda alguna habÃamos llegado a Perdóndaris, esa famosa ciudad. Pues allà a nuestra izquierda se hallaba una ciudad bella y admirable, y mucho más agradable a nuestros ojos después de no haber visto más que la selva durante tanto tiempo. Y fondeamos junto a la plaza del mercado, y se expuso la mercancÃa del capitán, y un mercader de Perdóndaris se quedó mirándola. Y el capitán tenÃa en la mano su cimitarra, y golpeaba con ella la cubierta indignado, y las astillas saltaban de la blanca tablazón; pues el mercader le habÃa ofrecido por su mercancÃa un precio que el capitán declaró que era un insulto a él y a los dioses de su paÃs, los cuales dijo eran grandes y terribles, y sus maldiciones debÃan temerse. Pero el mercader agitó las manos, que eran bastante gruesas, mostrando sus rosadas palmas, y juró que no pensaba en sà mismo, sino únicamente en las pobres gentes de las chozas del otro lado de la ciudad a quienes deseaba vender la mercancÃa al precio más bajo posible, sin obtener a cambio ninguna retribución. Ya que la mercancÃa consistÃa en su mayor parte en gruesas alfombras toomarund, que en invierno protegen el suelo del viento, y tollub, que la gente fuma en pipa. Por eso dijo el mercader que si ofrecÃa un piffek más, la pobre gente prescindirÃa de sus toomarunds cuando llegase el invierno, y de su tollub para las veladas, o bien él y su anciano padre morirÃan de hambre. En eso el capitán levantó su cimitarra hasta su propio cuello, diciendo que entonces estaba arruinado y que no le quedaba más que la muerte. Y mientras se levantaba con cautela la barba con la mano izquierda, el mercader miró otra vez la mercancÃa, y dijo que, antes que ver morir a un capitán tan respetable, un hombre por el que habÃa albergado un especial cariño nada más ver cómo gobernaba su barco, preferÃa que él y su anciano padre murieran de hambre y por consiguiente ofreció quince piffeks más.
Dicho eso, el capitán se postró y rogó a sus dioses que aplacase el amargado corazón de aquel mercader… a sus dioses menores y más humildes, a los dioses que bendicen a Belzoond.
Por último el mercader ofreció todavÃa cinco piffeks más. Entonces el capitán lloró, pues dijo que sus dioses le habÃan abandonado; y el mercader también lloró, porque dijo que pensaba en su anciano padre, que pronto morirÃa de hambre, y ocultó con ambas manos su rostro lloroso, y miró de nuevo el tollub entre sus dedos. Y asà concluyó el trato, y el mercader cogió el toomarund y el tollub, pagando por ellos de una gran bolsa tintineante. Y volvieron a empaquetarlos en fardos, y tres esclavos del mercader los cargaron sobre sus cabezas y los llevaron a la ciudad. Y los marineros habÃan permanecido callados todo el tiempo, sentados en semicÃrculos con las piernas cruzadas sobre cubierta, observando atentamente el trato, y entonces se elevó entre ellos un murmullo de satisfacción, y empezaron a compararlo con otros tratos que habÃan visto. Y me enteré por ellos que hay siete mercaderes en Perdóndaris, y que todos habÃan acudido al capitán, uno tras otro, antes de que comenzara la negociación, y cada uno de ellos le habÃa prevenido en privado contra los demás. Y a todos los mercaderes les habÃa ofrecido el capitán el vino de su paÃs, que hacen en la bella BelÂzoond, pero de ningún modo pudo persuadirlos a que lo aceptaran. Mas ahora que el trato estaba cerrado, y los marineros hacÃan la primera comida del dÃa, apareció entre ellos el capitán con un barril de aquel vino, y lo espitamos con cuidado y nos divertimos. Y el capitán se alegró en el alma porque sabÃa que habÃa logrado mucho prestigio a los ojos de sus hombres a causa del trato que habÃa hecho. Asà que los marineros bebieron el vino de su paÃs natal, y sus pensamientos volvieron a la bonita Belzoond y a las pequeñas ciudades vecinas de Durl y Duz.
Pero el capitán me vertió en un vasito un poco de vino amarillo de sabor fuerte de una pequeña jarra que guardaba aparte entre sus objetos sagrados. Era espeso y dulce, casi tanto como la miel, pero tenÃa dentro un fuego poderoso y ardiente que mandaba sobre las almas de los hombres. Estaba hecho, me dijo el capitán, con gran sutileza y habilidad ignorada por una familia de seis miembros que vivÃa en una choza en las montañas de Hian Min. En aquellas montañas, dijo, una vez le seguÃa la pista a un oso y de pronto encontró a un hombre de aquella familia que habÃa perseguido al mismo oso, y se hallaba al final de una estrecha senda rodeada de precipicios, y le habÃa clavado su lanza al animal, pero la herida no era mortal y no tenÃa otra arma. Y el oso caminaba hacia el hombre, muy despacio porque le molestaba la herida… sin embargo estaba ya muy cerca. Y el capitán no quiso decir lo que hizo, pero todos los años en cuanto se endurece la nieve y se pueden recorrer las montañas de Hian Min, aquel hombre baja al mercado en el llano, y deja siempre para el capitán en la puerta de la bonita Belzoond un vaso de aquel inapreciable vino ignoto.
Y mientras bebÃa a sorbos aquel vino y el capitán hablaba, me acordé de las cosas dignas y nobles que yo habÃa planeado con resolución hace mucho tiempo, y mi ánimo pareció cobrar más fuerza dentro de mà y dominar toda la corriente del Yann. Es posible que entonces me durmiera. O, si no me dormÃ, no recuerdo ahora en detalle mis ocupaciones de aquella mañana. Hacia el atardecer me desperté y, como querÃa ver Perdóndaris antes de que nos fuéramos a la mañana siguiente, y no pude despertar al capitán, desembarqué solo. La verdad es que Perdóndaris era una ciudad impactante; estaba rodeada por una muralla muy alta y resistente, con galerÃas encajonadas para el paso de las tropas, y almenas a todo lo largo, y quince poderosas torres de milla en milla y, abajo donde los hombres pudieran leerlas, placas de cobre contando en todas las lenguas de aquellas regiones de la tierra –en cada placa un idioma– la historia de cómo un ejército atacó Perdóndaris hace tiempo y lo que le aconteció a ese ejército. Entonces entré en Perdóndaris y encontré a toda la gente bailando, vestidos con sedas brillantes y tocando el tambang mientras bailaban. Pues una tremenda tormenta eléctrica les habÃa aterrorizado mientras yo dormÃa, y los fogonazos de la muerte, decÃan, habÃan bailado su danza en Perdóndaris, y ahora los grandes, negros y espantosos truenos habÃan desaparecido, saltando, decÃan, por los cerros lejanos, y habÃan vuelto a gruñirles, mostrando sus relucientes dientes, y al irse habÃan pateado las cumbres de los cerros hasta que resonaron como si hubieran sido de bronce. Y de vez en cuando ellos interrumpÃan sus alegres danzas y rezaban al dios que no conocÃan diciendo: «Oh, Dios que no conocemos, te damos las gracias por hacer volver al trueno a sus cerros». Y yo seguà adelante y llegué a la plaza del mercado, y allà vi sobre el pavimento de mármol al mercader profundamente dormido y respirando con dificultad, con el rostro y las palmas de las manos vueltas al cielo, y los esclavos le abanicaban para quitarle las moscas. Y desde la plaza del mercado llegué a un templo de plata y luego a un palacio de ónice, y habÃa muchas maravillas en Perdóndaris, y me habrÃa quedado para verlas, pero cuando llegué a la muralla exterior de la ciudad vi de pronto una enorme puerta de marfil. Me detuve durante algún tiempo para admirarla, entonces me acerqué más y comprendà la terrible verdad. ¡La puerta estaba tallada de una sola pieza!
Huà en seguida por la puerta y bajé al barco, y mientras corrÃa hasta creà oÃr a lo lejos en los cerros a mis espaldas el ruido de pasos del horrible animal al que despojaron de aquella masa de marfil, que ya entonces buscaba tal vez su otro colmillo. Cuando me vi de nuevo en el barco me sentà más seguro y no dije nada a los marineros de lo que habÃa visto.
El capitán se estaba despertando poco a poco. La noche se acercaba ya por el este y el norte, y sólo los pináculos de las torres de Perdóndaris seguÃan recibiendo la descendente luz solar. Entonces me dirigà al capitán y le hablé discretamente de lo que habÃa visto. Él me preguntó enseguida acerca de la puerta, en voz baja, para que los marineros no se enterasen; y le conté que pesaba tanto que no podÃa haber sido traÃda desde muy lejos, y el capitán sabÃa que hacÃa un año no estaba allÃ. Estuvimos de acuerdo en que a semejante animal no podÃa haberlo matado ningún hombre, y que la puerta debÃa haber sido un colmillo caÃdo, y además cerca y recientemente. Por lo tanto decidió que era mejor huir de inmediato; asà que dio órdenes de zarpar y los marineros fueron a las velas, otros levaron el ancla, y en el preciso instante en que el más alto pináculo de mármol perdÃa los últimos rayos de sol abandonamos Perdóndaris, la famosa ciudad. Y cayó la noche y cubrió Perdóndaris y la ocultó a nuestros ojos, que tal y como han sucedido las cosas nunca volverán a verla; pues he oÃdo decir con posterioridad que algo repentino y sorprendente ha destruido Perdóndaris en un solo dÃa: torres y murallas, y gente.
Y la noche se cerró sobre el rÃo Yann, una noche toda blanca y estrellada. Y con la noche surgió la canción del timonel. En cuanto hubo rezado empezó a cantar para animarse durante toda aquella noche solitaria. Pero primero rezó, invocando la plegaria del timonel. Y esto es lo que recuerdo de ella, traducido al inglés con una muy feble equivalencia del ritmo que parecÃa tan sonoro en aquellas noches del trópico.
Sueños. Ilustración de Patricio Bertacchini
A cualquier dios que escuche:
Dondequiera que haya marineros, de rÃo o de mar; ya sea misteriosa su derrota o en pleno temporal; ya estén en peligro de fieras o de roca; o de enemigo que les aceche en tierra o les persiga por mar; siempre que la caña del timón esté frÃa o el timonel entumecido; cuando duerman los marineros o los timoneles vigilen; protégenos, guÃanos y devuélvenos a la querida tierra que nos ha conocido: a los lejanos hogares que conocemos.
A todos los dioses que son.
A cualquier dios que escuche.
Eso rezó, y hubo silencio. Y los marineros se acostaron para descansar por la noche. El silencio se hizo más profundo, interrumpido únicamente por el chapoteo del Yann, que acariciaba suavemente nuestra proa. De cuando en cuando tosÃa algún monstruo del rÃo.
Silencio y chapoteo, chapoteo y de nuevo silencio.
Y entonces la soledad se apoderó del timonel, y empezó a cantar. Y cantó las canciones del mercado de Durl y de Duz, y las viejas leyendas del dragón de Belzoond.
Cantó muchas canciones, contando al extenso y exótico Yann las pequeñas historias y nimiedades de su ciudad de Durl. Y las canciones brotaban de la oscura selva y eran parte del lÃmpido aire frio en las alturas, y las grandes constelaciones de estrellas que miraban al Yann empezaron a conocer los asuntos de Durl y de Duz, y de los pastores que habitaban en los campos de en medio, y de los rebaños que tenÃan, y de los amores que habÃan amado, y de todas las pequeñas cosas que esperaban hacer. Y mientras yacÃa envuelto en pieles y mantas, escuchando esas canciones, y contemplando las fantásticas formas de los grandes árboles, que parecÃan gigantes negros que acechaban en la noche, de pronto me quedé dormido.
Cuando desperté se alejaban del Yann grandes brumas. Y el caudal del rÃo se agitaba ahora tumultuosamente, y aparecieron pequeñas olas; pues el Yann habÃa olfateado desde lejos los antiguos riscos de Glorm, y sabÃa que por delante de él permanecÃan frescos sus barrancos, en los cuales encontrarÃa al alegre e impetuoso Irillion disfrutando de los campos nevados. Asà que se libró del sueño letárgico que se habÃa apoderado de él en la cálida y fragante selva, y olvidó sus orquÃdeas y sus mariposas, y siguió avanzando turbulento, expectante, poderoso; y pronto aparecieron rutilantes las cumbres nevadas de los Cerros de Glorm. Y los marineros estaban ya despertando de su sueño. Pronto comimos, y luego el timonel se echó a dormir mientras un compañero le sustituÃa, y todos le cubrieron con sus pieles favoritas.
Y al cabo de un rato oÃmos el ruido que hacÃa el Irillion, que bajaba danzando de los campos nevados.
Waterfall. Ilustración de Astrid Lian Aa
Y entonces vimos ante nosotros la quebrada en los Cerros de Glorm, escarpada y lisa, hacia la que nos llevaban los saltos del Yann. Asà que dejamos la húmeda selva y respiramos el aire de la montaña; los marineros se levantaron y lo tomaron en grandes bocanadas, y se acordaron de sus lejanos cerros Acroctian en los cuales están Durl y Duz… debajo de ellos en las llanuras está la bella Belzoond.
Una gran sombra se cernió entre los precipicios de Glorm, pero los riscos brillaban por encima de nosotros como lunas nudosas, y casi iluminaban la penumbra. Cada vez llegaba más fuerte el rumor del Irillion, y el ruido de su danza bajando de los campos de nieve. Y pronto la vimos blanca y cubierta de bruma, y coronada de tenues y pequeños arcos iris que habÃa cogido, cerca de la cima de la montaña, de algún jardÃn celestial del sol. Entonces se fue hacia el mar con el inmenso Yann gris y la quebrada se ensanchó y se abrió al mundo, y nuestro barco salió balanceándose a la luz del dÃa.
Y durante toda aquella mañana y toda la tarde pasamos por las marismas de Pondoovery; y el Yann se ensanchó allà y fluÃa solemne y despacio, y el capitán ordenó a los marineros tañer campanas para conjurar la monotonÃa de las marismas.
Por último divisamos las montañas Irusian, que protegen las aldeas de Pen-Kai y Blut, y las tortuosas calles de Mlo, donde los sacerdotes aplacan la avalancha con vino y maÃz. Entonces cayó la noche sobre las llanuras de Tlun, y vimos las luces de Cappadarnia. OÃmos a los Pathnitas batir tambores cuando pasamos por Imaut y Golzunda; luego todos dormimos, menos el timonel. Y aquella noche las aldeas esparcidas a lo largo de las riberas del Yann escucharon, en la lengua desconocida del timonel, las cancioncillas de ciudades que no conocÃan.
Antes de que amaneciera me desperté con una sensación de desagrado, sin recordar por qué. Entonces me acordé de que por la tarde del dÃa siguiente, según todas las probabilidades previstas, llegarÃamos a Bar-Wul-Yann, y tendrÃa que separarme del capitán y sus marineros. Y aquel hombre me habÃa gustado porque me habÃa ofrecido su vino amarillo que tenÃa reservado entre sus objetos sagrados, y me habÃa contado más de una historia sobre su bella Belzoond, entre los cerros Acroctian y el Hian Min. Y me habÃan gustado los entresijos que tenÃan sus marineros, y las plegarias que rezaban por la noche uno al lado del otro, sin que ninguno mirase con malos ojos los dioses extraños de los demás. Y también me habÃa caÃdo bien el cariño con que hablaban a menudo de Durl y de Duz, pues está bien que los hombres amen sus ciudades natales y los pequeños cerros que las sostienen.
Y habÃa llegado a saber a quién encontrarÃan ellos cuando regresaran a sus hogares, y dónde imaginaban que ocurrirÃan los encuentros, algunos en un valle de los cerros Acroctian, adonde llega el camino desde el Yann, otros en la entrada de una u otra de las tres ciudades, y los demás junto a la chimenea en su casa. Y pensé en el peligro que nos habÃa amenazado a todos por igual más allá de Perdóndaris, un peligro que, tal y como han sucedido las cosas, fue muy real.
Y recordé también la alegre canción del timonel en aquella noche frÃa y soledosa, y cómo él habÃa tenido nuestras vidas en sus manos cuidadosas. Y mientras lo recordaba, el timonel dejó de cantar y al alzar la vista vi que una luz tenue habÃa aparecido en el cielo, y que aquella noche soledosa ya habÃa pasado; y se extendió el alba, y los marineros despertaron.
Y pronto vimos la marea del propio mar que avanzaba resuelta entre las márgenes del Yann, y el rÃo se abalanzó ágilmente sobre él y lucharon durante un rato; acto seguido el Yann y todo lo que era suyo fue empujado hacia el norte, de modo que los marineros tuvieron que izar las velas y, como el viento era favorable, seguimos adelante.
Y pasamos por Góndara y Narl y Haz. Y vimos la memorable y sagrada Golnuz, y oÃmos rezar a los peregrinos.
Cuando despertamos de nuestro descanso del mediodÃa nos estábamos acercando a Nen, la última ciudad del rÃo Yann. Y una vez más nos rodeaba la selva, asà como a Nen; pero la gran cordillera de Mloon se alzaba por encima de todo, y observaba a la ciudad desde más allá de la selva.
Allà anclamos, y el capitán y yo fuimos a la ciudad y descubrimos que los Errabundos habÃan entrado en Nen.
Los Errabundos eran una extraña y enigmática tribu, que una vez cada siete años descendÃa de las cumbres de Mloon, cruzando por un desfiladero que solo ellos conocen, desde una tierra fantástica que está detrás. Y la gente de Nen salÃa de sus casas y se quedaba sorprendida en sus propias calles. Pues los Errabundos, tanto hombres como mujeres, atestaban todos los caminos, y cada uno hacÃa algo raro. Unos bailaban danzas asombrosas que habÃan aprendido del viento del desierto, encorvándose y dando vueltas tan rápidamente que la vista no podÃa seguirlos. Otros interpretaban con sus instrumentos bellos aires de desconsuelo llenos de horror, que les habÃan enseñado criaturas que vagaban de noche por el desierto, aquel extraño desierto remoto del que proceden los Errabundos.
Ninguno de sus instrumentos era como los que se conocen en Nen, ni en ninguna otra parte de la región del Yann; incluso los cuernos de los que algunos estaban hechos eran de animales que nadie habÃa visto a lo largo del rÃo, pues tenÃan barbas en las puntas. Y cantaban, en una lengua desconocida, canciones que parecÃan estar relacionadas con los misterios de la noche y el miedo irracional que infunden los lugares oscuros.
Todos los perros de Nen desconfiaban tremendamente de ellos. Y los Errabundos se contaban unos a otros historias espantosas, pues aunque nadie en Nen sabÃa nada de su idioma, podÃan ver el miedo en los rostros de los oyentes y, mientras el cuento les seguÃa dejando sin aliento, el blanco de sus ojos mostraba un vÃvido terror, como los ojos de la avecilla que el halcón ha atrapado. Entonces el narrador del cuento sonreÃa y se detenÃa, y otro contaba su historia, y al narrador del primer cuento el miedo le hacÃa castañetear los dientes. Y si por casualidad aparecÃa alguna serpiente mortÃfera los Errabundos le daban la bienvenida como a un hermano, y la serpiente parecÃa saludarlos antes de marcharse de nuevo. Una vez, la serpiente más feroz y letal del trópico, la gigantesca lythra, salió de la selva y recorrió la calle, la calle principal de Nen, y ninguno de los Errabundos se apartó de ella, sino que batieron tambores ruidosamente, como si se tratase de una persona muy honorable; y la serpiente pasó por en medio de ellos y no hirió a ninguno.
Hasta los niños de los Errabundos hacÃan cosas raras, pues si alguno de ellos se encontraba con un niño de Nen ambos se miraban fijamente en silencio muy seriamente; acto seguido el niño de los Errabundos sacaba despacio de su turbante un pez vivo o una serpiente. Y los niños de Nen en modo alguno podÃan hacer nada por el estilo.
Me habrÃa gustado mucho quedarme y oÃr el himno con el que reciben a la noche, que los lobos contestan en las alturas de Mloon, pero era ya tiempo de levar de nuevo el ancla para que el capitán pudiera regresar de Bar-Wul-Yann con la marea que va hacia tierra. Asà que subimos a bordo y seguimos aguas abajo por el Yann. Y el capitán y yo hablamos poco, porque pensábamos en nuestra despedida, que serÃa por mucho tiempo, y en cambio observamos el esplendor del sol de poniente. Pues el sol era un oro rojizo, pero una tenue y baja bruma cubrÃa la selva, y en ella vertÃan el humo las pequeñas ciudades de la selva, y el humo de ellas se juntaba con la bruma para formar una neblina que, iluminada por el sol, se tornaba púrpura, lo mismo que los pensamientos de los hombres se tornan santificados por alguna cosa grande y sagrada. De cuando en cuando una columna de humo de alguna casa solitaria se elevaba más alto que el humo de las ciudades, y brillaba por sà sola al sol.
Las puertas de Yann. Ilustración de Patricio Bertacchini
Y entonces cuando los últimos rayos del sol estaban casi horizontales, vimos lo que habÃamos venido a ver, pues de las dos montañas situadas en ambas orillas se adentraban en el rÃo dos riscos de mármol rosa que brillaban a la luz del sol bajo, y eran completamente lisos y altos como una montaña, y casi se juntaban, y el Yann corrÃa veloz entre ellos y encontraba el mar.
Se trataba de Bar-Wul-Yann, la Entrada del Yann, y a lo lejos a través de la brecha en aquella barrera vi el indescriptible azul del mar, en el que espejeaban pequeños barcos de pesca.
Y el sol se puso, y llegó el breve crepúsculo, y el regocijante esplendor de Bar-Wul-Yann se desvaneció, aunque todavÃa relumbraban los riscos rosados, la más hermosa maravilla que se ha visto… y eso en un paÃs de prodigios. Y pronto el crepúsculo dio paso a la salida de las estrellas, y se fueron menguando los colores de Bar-Wul-Yann. Y la visión de aquellos riscos fue para mà como el acorde musical que la mano de un maestro habÃa arrancado al violÃn, y que lleva al Cielo o al paÃs de las hadas los trémulos espÃritus de los hombres.
Y entonces anclaron junto a la orilla y no pasaron de allÃ, pues eran marineros de rÃo y no de mar, y conocÃan el Yann pero no las mareas de más allá.
Y llegó el momento en que el capitán y yo debÃamos separarnos, él para regresar de nuevo a su bonita Belzoond a la vista de las lejanas cumbres de Hian Min, y yo para encontrar por extraños medios la manera de volver a aquellos nebulosos campos que los poetas conocen, en donde se ubican pequeños y misteriosos cottages a través de cuyas ventanas, mirando hacia el oeste, se pueden ver los campos de los hombres y, mirando hacia el este, rutilantes montañas mágicas, ribeteadas de nieve, que se internan de cordillera en cordillera en la región del Mito, y más allá en el reino de la FantasÃa, que pertenecen al PaÃs del Sueño. Nos miramos largo tiempo el uno al otro, sabiendo que nunca más volverÃamos a encontrarnos, pues mi imaginación se debilita al paso de los años, y cada vez son más raras mis visitas al PaÃs del Sueño. Luego nos estrechamos las manos, con zafiedad por su parte, porque ese no es el modo de saludarse en su tierra, y encomendó mi alma al cuidado de sus propios dioses, a sus pocos dioses menores, los humildes, a los dioses que bendicen a Belzoond.