Amina es uno de los cuentos que componen Lukundoo y otros relatos extraños y terroríficos, de Edward Lucas White, novedad de Valdemar que incluimos íntegramente, y por cortesía de la editorial. Esta pesadilla se desarrolla en mitad de las dunas de Oriente Medio, y supone una revisión de uno de los monstruos más icónicos de la literatura.

Amina, ilustración de Mariano de Henestrosa para Fabulantes

Waldo, enfrentado a la realidad de lo increíble (como él mismo lo habría expresado) estaba aturdido. En silencio, aguantó que el cónsul le condujera desde la tibia penumbra del interior, a través de la ruinosa entrada, a la tórrida y deslumbrante luminosidad del paisaje desértico. Hassan le siguió sin volver la vista atrás ni una sola vez. Sin mediar palabra, había cogido la pistola que Waldo sujetaba débilmente y se la llevó junto a la suya propia y la del cónsul.

El cónsul avanzó por la gruesa arena unos cincuenta pasos desde la esquina suroeste de la tumba hasta un trozo de muro medio en pie desde el que había una vista despejada de la entrada a la tumba y del lateral con la grieta más grande.

Hassan –ordenó–, vigile aquí.

Hassan dijo algo en persa.

¿Cuántos cachorros había? –preguntó el cónsul a Waldo. Waldo lo miró mudo–. ¿Cuántos jóvenes vio? –volvió a preguntar el cónsul.

Veinte o más –respondió por fin Waldo.

Eso es imposible –replicó el cónsul.

Parecía haber unos dieciséis o dieciocho –aseguró Waldo.

Hassan sonrió y gruñó. El cónsul le quitó dos pistolas, le pasó a Waldo la suya y ambos rodearon la tumba hasta la misma distancia de esta, pero en la esquina opuesta. Había otras ruinas, y delante de ellas, en el lado de la tumba, había un bloque de piedra en su mayor parte a la sombra del muro.

Muy práctico –dijo el cónsul–. Siéntese en esa piedra y apóyese en el muro, póngase cómodo. Está un poco conmocionado, pero se pondrá bien enseguida. Debería comer algo, pero no tenemos nada aquí. En todo caso, dé un buen trago a esto.

Permaneció a su lado mientras Waldo tragaba con dificultad el brandi a secas.

Hassan le traerá su cantimplora antes de irse –continuó el cónsul–; beba mucho, porque deberá quedarse aquí un rato. Y ahora, présteme atención. Debemos acabar con estas alimañas. El macho debe de estar ausente. Si hubiera estado cerca, usted no estaría con vida ahora. Los cachorros no deben de ser tantos como dice usted, pero calculo que tendremos que enfrentarnos a diez de ellos, una camada entera. Debemos sacarlos asfixiándolos con humo. Hassan regresará al campamento y traerá gasolina y al guarda. Mientras tanto, usted y yo debemos asegurarnos de que no escape ninguno.

Tomó la pistola de Waldo, abrió la recámara, la cerró, examinó el cargador y se la devolvió.

Ahora, míreme con atención –dijo. Se alejó mirando a su izquierda al pasar la tumba. Finalmente paró y apiló varias piedras–. ¿Ve estas piedras? –preguntó.

Waldo le respondió a gritos afirmativamente.

El cónsul regresó, recorrió la misma línea mirando ahora a su derecha una vez pasada la tumba y, finalmente, a una distancia similar, apiló otro montón de piedras; volvió a preguntar gritando y de nuevo recibió una respuesta. De nuevo, regresó.

Bueno, ¿está seguro ahora de que ve con claridad esas dos marcas que he puesto?

Muy seguro –respondió Waldo.

Es importante –le advirtió el cónsul–. Voy a regresar donde dejé a Hassan para vigilar desde allí mientras él no está. Usted vigilará desde aquí. Puede pasear tanto como quiera de una pila de piedras a otra. Desde ambas puede verme en mi puesto. No se desvíe de la línea que va de una marca a la otra. Porque en cuanto Hassan se pierda de vista dispararé a cualquier cosa que se mueva cerca. Siéntese aquí hasta que me vea colocar límites similares para mi vigilancia… vaya entonces a la marca más alejada y luego dispare a cualquier cosa que se mueva y que no esté en mi línea de vigilancia. Esté atento a su alrededor. Hay una posibilidad entre un millón de que el macho regrese de día… por lo general son nocturnos, pero esta madriguera es evidentemente excepcional. Esté vigilante.

»Y ahora escúcheme bien. No debe caer en ningún sentimentalismo estúpido por la semejanza que imagine de estas alimañas con seres humanos. Dispare, y dispare a matar. No sólo es nuestro deber, en general, eliminarlos, sino que suponen un gran peligro para nosotros si no lo hacemos. Hay muy poca o ninguna solidaridad en las comunidades mahometanas, pero en los comparativamente pocos puntos en los que existe opinión pública actúa con asombrosa rapidez y vigor. Una cuestión en la que no existe discusión es que es responsabilidad de todo hombre ayudar a erradicar a estas criaturas. La buena y antigua costumbre bíblica de lapidar es el modo de linchar de los indígenas de los alrededores. Estos asiáticos modernos son muy capaces de ajusticiar de esa manera a cualquiera señalado por no cumplir sus obligaciones contra estos monstruos hostiles. Si dejamos que escape uno solo y se extiende el rumor, podríamos propiciar un estallido de prejuicios raciales difíciles de combatir. Dispare, hágame caso, sin dudas ni compasión.

Entendido –respondió Waldo.

Me da igual si me entiende o no –dijo el cónsul–, quiero que actúe. Dispare si es necesario, y dispare apuntando –concluyó, y a continuación se alejó a grandes zancadas.

Proj. Golden Crescent (1), ilustración de Waqas Malik

Hassan finalmente apareció y Waldo bebió de su cantimplora toda la cantidad que Hassan le permitió. Tras su partida el estado de alerta inicial de Waldo pronto dio paso a una mera espera monótona de vigilancia bajo el calor intenso. Su malestar se convirtió en sufrimiento, y con la furia del seco resplandor, las punzadas de sed y su estado mental de desconcierto, Waldo se movía en un sueño despierto cuando Hassan regresó con dos burros y una mula cargados de leña menuda. Tras las bestias marchaba lentamente la guardia.

El trance de Waldo se convirtió en una pesadilla cuando el humo hizo efecto y comenzó la batalla. Sin embargo, no sólo le ordenaron no unirse a la matanza, sino que además le pidieron que se quedara en retaguardia. Y en efecto se quedó bastante apartado, atisbando de la masacre sólo lo que su curiosidad le impidió evitar ver. Sin embargo, se sintió un asesino cuando observó los diez cadáveres pequeños dispuestos en una hilera, y el recuerdo de su vigilia y el final de esta, de hecho el día entero, a pesar de ser el día de su aventura más maravillosa, sigue pareciéndole una serie de fragmentos inconexos de una fantasmagoría.

La mañana de ese memorable momento de peligro Waldo se había despertado pronto. Las experiencias de su travesía marina, las vistas de Gibraltar, de Port Said, del canal, de Suez, de Adén, de Muscat y de Basora formaban todas ellas una transición insuficiente desde la decorosa regularidad de su vida en el hogar y la escuela en Nueva Inglaterra hasta la pavorosa maravilla de las inmensidades del desierto.

Todo parecía irreal y, sin embargo, la realidad de su extrañeza lo acosaba de tal forma que no era capaz de sentirse como en casa allí ni de dormir a pierna suelta en su tienda. Tras prepararse para dormir, permanecía consciente durante mucho tiempo y se despertaba pronto, como esa mañana, justo al inicio del alba.

El cónsul se durmió profundamente muy rápido y roncaba con fuerza. Waldo se vistió en silencio y salió; mecánicamente, sin propósito o pensamiento alguno, tomó su pistola. Fuera encontró a Hassan, sentado y con el arma sobre las rodillas y la cabeza inclinada hacia delante, tan profundamente dormido como el cónsul. Ali e Ibrahim habían abandonado el campamento el día anterior para recoger provisiones. Waldo era la única criatura despierta por aquellos lares; en cuanto a los guardias, acampados a cierta distancia, dormían como troncos alrededor de las cenizas de la hoguera. Con la intención de disfrutar simplemente bajo el fulgor blanco del alba la mágica reaparición de las constelaciones y la fugaz y última gloria del firmamento estrellado, aquel breve frescor que compensaba un poco la calurosa mañana, el calor feroz del día y la noche tibia, se sentó en una roca a unos cuantos pasos de la tienda y al doble de distancia de los guardias. Se pasó la pistola de mano a mano y sintió una tentación irresistible de alejarse a solas, de vagar solo por la fascinante vacuidad del árido paisaje.

Cuando inició su vida en el campamento, pensó que el cónsul sería una combinación de deportista, explorador y arqueólogo, un guardián con el que se llevaría especialmente bien. Había anhelado la libertad sin barreras de la vasta extensión de aquel desierto infinito. Pero descubrió que la realidad era exactamente lo contrario a sus preconcepciones. El primer mandamiento del cónsul fue:

Jamás se pierda de vista de mí o de Hassan, a menos que él o yo le enviemos a algún lugar con Ali o Ibrahim. Que nada le tiente a vagar por ahí solo. Incluso un corto paseo es peligroso. Podría perder de vista el campamento antes de darse cuenta.

Al principio Waldo obedeció, más tardé protestó:

Tengo una buena brújula. Sé usarla. Jamás me perdía en los bosques de Maine.

No hay kurdos en los bosques de Maine –dijo el cónsul.

Sin embargo, no mucho más tarde, Waldo descubrió que los pocos kurdos que encontraba parecían gente honesta y pacífica. No había aparecido ni el más mínimo atisbo de peligro o tan siquiera aventura. Su guardia armada de una docena de mugrientos desharrapados había pasado el tiempo vagueando inquieta.

Asimismo, Waldo advirtió que el cónsul mostraba una total indiferencia a las ruinas que pasaban o entre las que acampaban, que su entusiasmo por las excavaciones y la topografía era más frío que tibio, y que no mostraba ningún ardor en su búsqueda de la escasa y poco interesante caza. Había aprendido lo suficiente de varios dialectos para escuchar repetidas conversaciones sobre «ellos».

¿Has oído que haya alguno de ellos por aquí?

¿Ha muerto uno de ellos?

¿Algún rastro de ellos en este distrito?

Y ese tipo de preguntas las entendía en distintos dialectos con los nativos que encontraba, aunque no recibió ninguna aclaración en cuanto quiénes eran esos «ellos».

Entonces preguntó a Hassan por qué sus movimientos estaban tan restringidos. Hassan hablaba un poco de inglés y le agasajaba con cuentos de Ifrits, necrófagos, espectros y otras presencias misteriosas legendarias; del genio del desierto, que aparecía con forma humana, hablando todas las lenguas, siempre alerta para capturar infieles; de la mujer cuyos pies estaban dados la vuelta sobre sus tobillos y que atraía a los incautos a un estanque y allí ahogaba a su víctima; de los fantasmas malignos de bandidos muertos, más terribles que en vida; del espíritu encarnado en un asno salvaje, o de una gacela que atraía a sus perseguidores hasta el borde de un precipicio y que parecía correr delante de ellos sobre una extensión de arena, un mero espejismo, que se disolvía cuando la víctima traspasaba el borde y se lanzaba a una caída mortal; del espíritu encarnado en una liebre que fingía una lesión, o de un ave en tierra que fingía tener un ala rota, atrayendo a su perseguidor hasta que este encontraba su muerte en un agujero oculto o la boca de un pozo.

Ali e Ibrahim no hablaban inglés. Por lo que Waldo podía entender de sus largas arengas, contaban ambos historias similares o dejaban entrever peligros igualmente vagos e imaginarios. Estos cuentos de miedo para niños simplemente alentaban aún más el deseo de independencia de Waldo.

En estos momentos, mientras estaba sentado en la roca deseoso por disfrutar del cielo perfecto, el aire fresco mañanero, el amplio y solitario paisaje, junto a la sensación de tener todo aquello para él solo, tenía la impresión de que el cónsul era simplemente innecesariamente cauto, demasiado precavido. No había peligro. Se daría un relajante y buen paseo, tal vez matara algo y sin duda estaría de regreso al campamento antes de que el sol calentara demasiado. Se levantó.

Proj. Golden Crescent (2), ilustración de Waqas Malik

Unas horas más tarde descansaba sentado en una albardilla de piedra caída a la sombra de las ruinas de una tumba. Todo el territorio que habían estado atravesando estaba repleto de tumbas y restos de tumbas, prehistóricas, bactrianas, de la antigua Persia, partas, del Imperio sasánida o mahometanas, desperdigadas por todas partes en grupos o solitarias.

Profundamente borrados se encuentran los rastros más leves de las orbes, ciudades y pueblos, casas efímeras o cabañas provisionales en las que habían vivido las innumerables generaciones de los dolientes que levantaron esas tumbas.

Las tumbas, de construcción más sólida y duradera que las simples moradas de los vivos, seguían en pie. Enteras o ruinosas, o reducidas apenas a fragmentos, abundaban por todas partes. En ese distrito todas eran de un solo tipo. Todas estaban cubiertas por una cúpula y la planta era cuadrada, la única puerta estaba orientada hacia el este y se abría a un habitáculo amplio y vacío que era la antesala de la cámara mortuoria.

Y allí a la sombra de una de estas tumbas estaba sentado Waldo. No había disparado a ninguna presa, se había perdido, no tenía ni idea de dónde se encontraba el campamento, estaba cansado, acalorado y sediento. Se había olvidado la cantimplora.

Paseó la mirada por el vasto paisaje desolado, el invariable turquesa del cielo arqueado sobre el desierto ondeante. Unas lejanas colinas rojizas sobresalían en el cielo del horizonte por encima de los montecillos pardos menos distantes que, sin cambiarlo, accidentaban el paisaje amarillo. Arena y rocas con uno o dos delgados y raquíticos arbustos componían la vista más cercana, interrumpida aquí y allá por ruinas deslumbrantemente blancas o entreveradas y grises. El sol no llevaba mucho tiempo por encima del horizonte y, sin embargo, toda la superficie del desierto temblaba por el calor.

Mientras Waldo seguía sentado contemplando el paisaje apareció una mujer por un lado de la tumba. Todas las mujeres de las aldeas que Waldo había visto llevaban yashmaks u otra clase de cobertor o velo para el rostro. Esta mujer llevaba la cabeza descubierta y sin velo. Llevaba una especie de túnica de color marrón amarillento que la envolvía desde el cuello hasta los tobillos, sin marcar la cintura. Los pies, desafiando la arena ardiente, los llevaba descalzos.

Al ver a Waldo se paró y lo miró al igual que él a ella. Advirtió la postura no europea de los pies, para nada abierta, sino con las líneas interiores paralelas. Observó que no llevaba tobilleras, ni brazaletes, ni collar ni pendientes. Aquellos brazos desnudos le parecieron los brazos más musculosos que jamás hubiera visto en un ser humano. Las uñas eran puntiagudas y largas, tanto en las manos como en los pies. Tenía el cabello negro, corto y despeinado, pero no parecía asilvestrada ni desaliñada. Sus ojos sonreían y sus labios parecían sonreír, aunque no estaban entreabiertos lo más mínimo, ocultando todos los dientes tras ellos.

Qué pena –dijo Waldo en voz alta– que no hable inglés.

Sí hablo inglés –dijo la mujer, y Waldo advirtió que cuando hablaba sus labios no daban la sensación de abrirse–. ¿Qué quiere el caballero?

¡Habla inglés! –exclamó Waldo poniéndose de pie de un salto–. ¡Qué suerte! ¿Dónde lo aprendió?

En la escuela de las misiones –contestó con una sonrisa de curiosidad jugueteando en las comisuras de una amplia boca cerrada–. ¿Qué puedo hacer por usted?

La mujer hablaba sin apenas acento, pero muy lentamente y con una especie de gruñido entre sílaba y sílaba.

Tengo sed –dijo Waldo–, y me he perdido.

¿Es usted el caballero que se aloja en la tienda de campaña marrón con forma de medio melón? –preguntó ella, con esa extraña y resonante nota arrastrándose de una palabra a la siguiente y sus labios apenas separados.

Sí, ese es nuestro campamento –dijo Waldo.

Podría guiarle hasta allí –ronroneó ella–, pero está lejos y no hay agua en esa dirección.

Primero quiero agua –dijo Waldo–, o leche.

Si se refiere a leche de vaca, no tengo. Pero tenemos leche de cabra. Hay de beber allí donde vivo –dijo, canturreando las palabras–. No está lejos. En la dirección opuesta.

Muéstreme el camino –dijo él.

Ella comenzó a caminar y Waldo, con el arma bajo el brazo, junto a ella. Pisaba sin hacer ruido y muy rápido. Waldo apenas podía mantener su ritmo. Mientras avanzaban, él se quedaba atrás con frecuencia y contemplaba sus envolventes ropajes que se movían marcando una espalda flexible y bien proporcionada, una tersa cintura y unas caderas firmes. En cada ocasión él se apresuraba y volvía a ponerse a su lado, la examinaba con miradas intermitentes, perplejo de que su cintura, tan bien marcada por la espalda, no mostrara ninguna definición concreta por delante; que su cuerpo desde el cuello hasta las rodillas, totalmente informe bajo su ropa, careciera de contorno o no sugiriera firmeza o curva alguna. Asimismo, le sorprendió el brillo de curiosidad en sus ojos y la línea presionada de sus labios rojos, demasiado rojos.

Niqabi Warrior, ilustración de Waqas Malik

¿Cuánto tiempo pasó en la escuela de las misiones? –preguntó Waldo.

Cuatro años –respondió.

¿Es usted cristiana? –preguntó.

Los hombres libres no se someten al bautismo –afirmó simplemente, pero con bastante más del vibrante gruñido entre palabras.

Waldo sintió un extraño escalofrío mientras observaba que apenas movía los labios entre los que se deslizaban las sílabas.

Pero usted no lleva velo –no pudo evitar decir.

Las mujeres libres –replicó ella– jamás llevan velo.

¿Entonces usted no es mahometana? –se atrevió a preguntar.

Los hombres libres no son musulmanes.

¿Quiénes son los hombres libres? –le espetó él descaradamente.

Ella le lanzó una mirada hosca. Waldo recordó que estaba tratando con una asiática. Recordó entonces las tres preguntas permitidas.

¿Cuál es su nombre? –preguntó.

Amina –contestó ella.

Es un nombre de Las mil y una noches –se aventuró él.

Del absurdo cuento de los creyentes –dijo ella con sorna–. Los hombres libres no saben nada de tales estupideces.

La invariable cerrazón de sus labios parlantes, el ronroneo arrastrado entre las sílabas, le impactó aún más cuando los labios de la mujer se curvaron y no se abrieron.

Pronuncia las palabras de forma extraña –dijo.

Su idioma no es el mío –replicó ella.

¿Cómo es que aprendió mi idioma en la escuela de las misiones y no es cristiana?

Enseñan de todo en la escuela de las misiones –dijo ella–, y las jóvenes libres somos como las otras jóvenes a las que enseñan, aunque los adultos libres no son como los habitantes de la ciudad. Por lo tanto, me educaron como a cualquier joven criada en la ciudad, sin conocer mi verdadero yo.

La enseñaron bien –comentó.

Tengo un don para los idiomas –afirmó enigmáticamente con una extraña nota de triunfo resonando en las palabras que salían de los labios inmóviles.

Waldo sintió un escalofrío por todo el cuerpo, no sólo por sus palabras enigmáticas, sino también por pura debilidad.

¿Está lejos de su casa? –susurró él.

Está allí –dijo ella, señalando la entrada de una tumba grande. El arco totalmente abierto les condujo a un interior bastante espacioso, fresco por la temperatura constante que mantiene la gruesa construcción. No había basura en el suelo. Waldo, aliviado por escapar del ardiente fulgor del exterior, se sentó sobre un bloque de piedra a mitad de camino entre la puerta y la pared medianera interior, y apoyó la culata del arma en el suelo. De momento seguía cegado por el cambio de la insistente luminosidad de la mañana del desierto a la borrosa luz gris del interior.

Cuando se le aclaró la vista, miró a su alrededor y advirtió frente a la puerta el agujero irregular que abría el acceso al mausoleo profanado. A medida que sus ojos se iban acostumbrando a la penumbra, se quedó tan atónito que se levantó. Le pareció que las cuatro esquinas de la habitación estaban abarrotadas de niños desnudos. Con ojo inexperto calculó que debían tener dos años, pero se movían con la seguridad de niños de ocho o diez.

¿De quién son estos niños? –exclamó.

Míos –dijo ella.

¿Son todos suyos? –objetó él.

Todos míos –respondió ella, con una curiosa furia reprimida en sus maneras.

Pero si hay veinte –exclamé.

Cuenta mal en la oscuridad –le dijo ella–. No son tantos.

Al menos hay una docena –insistió él volviéndose mientras los niños bailoteaban y correteaban por allí.

Los hombres libres tienen familias numerosas –respondió ella.

Pero son todos de la misma edad –exclamó Waldo con la lengua reseca y pegada al paladar.

La mujer se rio, una risa desagradable y burlona, y aplaudió. Se encontraba entre la entrada y él, y como la mayor parte de la luz provenía de esta, no podía verle los labios.

¡Qué típico de un hombre! Ninguna mujer habría cometido ese error.

Waldo se sintió confundido y volvió a sentarse. Los niños corrían a su alrededor, parloteando, riendo, soltando risitas, burlándose, haciendo ruidos que denotaban regocijo.

Por favor, consígame alguna bebida fría –dijo Waldo, y sintió la lengua no sólo seca sino grande en el interior de la boca.

Beberemos algo en breve –dijo ella–, pero será algo caliente.

Waldo comenzó a sentirse incómodo. Los niños brincaban a su alrededor, chapurreando ruidos extraños y guturales, lamiéndose los labios y señalándolo con los ojos clavados en él, y lanzando de vez en cuando una mirada a su madre.

¿Dónde está el agua?

La mujer permaneció en silencio con los brazos colgando a ambos lados, y a Waldo le pareció más bajita que nunca.

¿Dónde está el agua? –repitió él.

Paciencia, paciencia –gruñó ella, y se acercó un paso hacia él.

La luz del sol le daba en la espalda y creaba una especie de halo alrededor de sus caderas. La mujer parecía aún más baja que antes. Había algo furtivo en su comportamiento, y los pequeños soltaban maléficas risitas.

En ese instante dos disparos de rifle estallaron casi al mismo tiempo. La mujer cayó boca abajo sobre el suelo. Los bebés chillaban en un coro estridente. Luego ella se levantó apoyándose en las rodillas y las manos con una rapidez explosiva, se tambaleó abalanzándose hacia el agujero de la pared y, con un grito aterrado, lanzó arriba los brazos, dio un giro y se desplomó en el suelo, doblada y retorciéndose como un pez moribundo; después se puso rígida, sacudió el cuerpo y se quedó inmóvil. Waldo, mirando horrorizado fijamente el rostro de la mujer, incluso en su aturdimiento advirtió que sus labios no se abrieron.

Los niños, chillando con gritos de consternación, se escabulleron por el agujero de la pared interior y desaparecieron en el oscuro vacío más allá. Cuando apenas se había esfumado el último, el cónsul apareció por la entrada con el arma humeante en la mano.

No nos hemos adelantado ni un segundo, chico –gritó–. Ella estaba a punto de saltar –amartilló el arma y empujó el cuerpo con el cañón–. Bien muerta –comentó–… ¡menuda suerte! Normalmente hacen falta tres o cuatro balas para acabar con ellos. He visto a alguno matar a un hombre con dos balas en los pulmones.

¿Ha asesinado usted a esta mujer? –inquirió Waldo con furia.

¿Asesinado? –dijo el cónsul resoplando–. ¡Asesinado! Mire eso.

Se arrodilló y abrió los labios carnosos cerrados, revelando unos dientes no humanos, pequeños incisivos y muelas puntiagudas, separadas, y unos caninos largos y afilados que se solapaban, como los de un galgo: una dentadura feroz, mortal y carnívora, amenazadora y de combate.

Waldo sintió una gran calma y, sin embargo, el rostro y la figura todavía despertaban una horrorizada empatía por su humanidad.

¿Es que ahora dispara a mujeres porque tienen los dientes largos? –insistió Waldo, asqueado por la horrible muerte que había presenciado.

Es difícil convencerle –comentó el cónsul con severidad–. ¿Llama usted a eso mujer? –y arrancó la ropa del cadáver.

Waldo se sintió totalmente asqueado. Lo que vio no era el frente de una mujer, sino más bien el bajo de una vieja foxterrier con cachorros, o de una cerda blanca con su segunda camada; desde la clavícula hasta la entrepierna había diez ubres bamboleantes, en dos hileras, laceradas, fibrosas y flácidas.

¿Qué clase de criatura es? –preguntó débilmente.

Un necrófago, hijo –respondió el cónsul solemnemente, casi en un susurro.

Pensé que no existían –balbuceó Waldo–. Pensé que eran una leyenda, pensé que no existían.

Puedo creer que no hay ninguno en Rhode Island –dijo el cónsul con gesto serio–. Esto es Persia, y Persia está en Asia.