En nuestra Noche de Difuntos 2018 homenajeamos a M. R. James, el máximo artífice del cuento de fantasmas, a través de ¡Silba y acudiré!, una de sus obras maestras. En este cuento se disponen todas sus tesis sobre la efectividad de los relatos terroríficos.

¡Silba y acudiré!, ilustración de Yuri Shepherd para Fabulantes

De no ser por sus fantasmas, la vida de Montague Rhodes James (Goodnestone, Dover, 1862- Eton, 1936) nunca hubiese pasado de una erudita nota a pie de página. Rhodes James pasó el resto de sus días entre manuscritos antiguos y ruinas medievales, clases de latín y reuniones académicas, que le granjearon una gran estima como estudioso y especialista. Fue artífice de densos y sesudos tratados sobre filología y teología, de gran aceptación entre los entendidos, y de una completa traducción al inglés de la obra de Hans Christian Andersen. Su altura intelectual le elevó al rectorado del selecto colegio Eton, entre cuyos muros moriría apaciblemente en el mes de junio de 1936, a punto de empezar las vacaciones veraniegas. Esta trayectoria anodina y un tanto insulsa impulsó al crítico Rafael Llopis a definirlo en su Historia natural de los cuentos de miedo (Ediciones Júcar, 1974) como “un tipo curioso de puro banal”, aunque sin afán peyorativo: Llopis pretende ensalzar las peculiaridades que explican a quien es el mejor autor de cuentos de fantasmas de la literatura.

Rhodes James tenía una pasión por los espectros que no ocultaba al mundo. Cada Navidad tenía por costumbre leer sus cuentos ante un público compuesto por amigos y estudiantes, y a la lumbre de una hoguera, como manda la mejor tradición del género. Como además no tenía nada de qué avergonzarse, entregó todos sus escritos de corte sobrenatural a la imprenta. A lo largo de sus 74 años de tranquila existencia publicó 31 relatos en cuatro volúmenes entre 1904 y 1925, lo que da sobrada fe de la dedicación con la que se volcó en la tarea. Estos tomos llevaban ya desde sus títulos la impronta de su sutil y acentuado sentido del humor: eran los cuentos de fantasmas de un anticuario, o sea, de él mismo, un coleccionista experto en antiguallas y arqueólogo de biblioteca capaz de restaurar vitrales o iglesias. Por esa razón, muchos de sus cuentos transcurren entre vestigios del pasado o páginas amarillentas (sería él precisamente quien introduciría el artificio de los grimorios inventados como apoyo de varias de sus maldiciones narradas, que luego imitarían los adeptos de los Mitos de Cthulhu).

Cabe añadir, para completar este cuadro, que el autor jamás vio un solo fantasma. En el prefacio al volumen integral que recogió todos sus relatos (1931; Valdemar lo publicó en 1997 y lo ha reeditado varias veces hasta 2014, bajo el título de Corazones perdidos. Cuentos completos de fantasmas, con traducción de Francisco Torres Oliver), Rhodes James se cura en salud al asegurar: “¿Creo yo en los fantasmas? Estoy dispuesto a tomar en consideración cualquier testimonio, y a aceptarlo si lo encuentro convincente”. Habla el estudioso acostumbrado a confrontar datos y a discutirlos, y también el narrador de pulso firme y enérgico, de ideas claras.

Por todo lo dicho hasta ahora, quizás el lector no aprecie motivos para el interés y sí para la sospecha. De ser así, se equivoca: Rhodes James, como los más grandes, va mucho más allá de las apariencias. Pero por si esta aseveración no resultase suficiente, o sonara a pamplina retórica, añadiremos un argumento de autoridad categórico: M. R. James fascinaba a Lovecraft. El suyo es uno de los nombres destacados en El horror sobrenatural en la literatura. La pluma del Solitario de Providence brinda al rector de Eton rendidos —y merecidos— elogios, y traza un fiel esbozo de sus aportaciones al género: “En los relatos de M. R. James encontramos a menudo maliciosas escenas humorísticas, retratos de género y caracterizaciones muy naturales, que en sus manos contribuyen a aumentar el efecto global, más que a estropearlo […]. Al inventar un nuevo tipo de fantasma, se aparta sensiblemente de la tradición gótica tradicional; pues mientras que los viejos fantasmas clásicos eran pálidos y majestuosos y eran percibidos principalmente con la vista, el espectro habitual de M. R. James es […] una abominación perezosa e informal de la noche, a medio camino entre la bestia y el hombre, a la que llega a tocarse antes de verla. A veces, ese fantasma tiene una constitución de lo más excéntrica [… ]”.

La invención de un “nuevo tipo de fantasma” señalada por Lovecraft es de importancia capital para empezar a entender las aportaciones del maestro M. R. James a la literatura de género. En sus textos, los entes que poco —o nada— tienen de humanos sustituyen a las cadenas chirriantes del Gótico y a los fantasmas sepulcrales de la era victoriana. Por hacer un símil cinematográfico: sus apariciones son como los bichos que rodean al Hombre Alto de la saga Phantasma. Un buen ejemplo de esta nueva raza de aparecidos lo encontramos en ¡Silba y acudiré!, nuestra elección para esta Noche de Difuntos, una de las más excelsas muestras del talento de James para generar desasosiego, tensión y, finalmente, un terror descarnado, corpóreo y amenazante, que pone en entredicho todas las convicciones de lector y personajes.

¡Silba y acudiré!, ilustración de James McBryde

Hay un detalle preliminar en ¡Silba y acudiré! que favorece la inmersión en su atmósfera y que refleja a la perfección el estilo de su autor: la ruptura de la cuarta pared. El narrador del relato no es su protagonista sino alguien que lo conoce de oídas, fundamentalmente de boca de quien vivió los terribles acontecimientos, y que lo refiere, con una cierta camaradería, a su audiencia. Rhodes James empleará una argucia en este cuento (como también en muchos otros) no muy socorrida dentro del género: dará voz a personajes que sólo sirven para contextualizar, para ir edificando su narración. Son comparsas sin nombre pero muy consistentes, que de alguna manera ponen en movimiento la acción y que crean un ambiente idílico previo a lo siniestro. ¡Silba y acudiré! se abre con una conversación cotidiana sobre unas vacaciones en las que se desliza, casi sin pretenderlo, la información que desencadenará la venida del fantasma: Parkins, el héroe, será informado de la existencia de las ruinas de un viejo monasterio templario, pero él dará a esta información casual, casi peregrina, una importancia relativa, que sólo su curiosidad ociosa terminará por volver relevante. De esta manera tan campechana, Montague Rhodes James ha puesto en marcha su eficaz y envolvente técnica narrativa, sobre la que llegaría a disertar en el prólogo a la edición integral de todos sus cuentos, a la manera del mago que enseña sus trucos porque no pretende impresionar con ellos.

Sostiene el propio autor en el susodicho prefacio, citado por Llopis: “Dos ingredientes de la máxima importancia para guisar un buen cuento de fantasmas son, a mi juicio, la atmósfera y un crescendo hábilmente logrado”. ¡Silba y acudiré! está debidamente sazonado con ambos componentes: la acción se sitúa en la ficticia Burnstow (inspirada en la localidad costera de Felixstowe, en Suffolk, como admitirá el propio James), un resort tranquilo y aislado ideal para el reposo, la reflexión y las partidas de golf. Y también para lo truculento que se va abriendo paso lenta pero inexorablemente, como sucede con la recalcitrante maldición de It Follows. Rhodes James consideraba además que una pizca de “cierto grado de realismo” era fundamental para lograr magnificar el efecto de su ambientación progresiva. Por ello, opta por paisajes diurnos en los que pega el sol, por atardeceres donde el horizonte se confunde con la línea del mar, por sobremesas para el té o misterios entre drives de golf: el autor quiere que todo sea, en la medida de lo posible, relajante.

Debe de ser así porque está firmemente empeñado en pillar al lector con la guardia baja, aun avisándole con antelación de lo que está por llegar. En esa indefensión fundamenta la clave de su tesis terrorífica: “Séannos, pues, presentados los personajes con suma placidez; contemplémoslos mientras se dedican a sus quehaceres cotidianos, ajenos a todo mal presentimiento y en plena armonía con el mundo que les rodea. En esta atmósfera tranquilizadora, hagamos que el elemento siniestro asome una oreja, al principio de modo discreto, luego con mayor insistencia, hasta que por fin se haga dueño de la escena”. El elemento siniestro es invocado mediante un acto aparentemente inocuo: el silbido de una antigua flauta, reliquia de horrores insinuados. Parkins traerá de un lugar hostil a una criatura que no por ser descrita como un gurruño de mantas resulta menos terrorífica. La verdadera entidad de este monstruo reside en la fuerza con la que James le dota de vida, así como en la ambigüedad de su propia amenaza (¿es un peligro o una pesadilla?). Muchas veces, y aquí lo hará magistralmente, Rhodes James jugará con esa dualidad entre lo latente y lo patente, el mal sueño y el peligro. De no ser porque se conoce bien a un autor tan trasparente como un libro abierto, se podría decir que se deleita en azuzar al héroe y al lector con una cierta crueldad sardónica; pero en Montague Rhodes James esa treta es técnica y la técnica es a su vez efecto. La suma de estas partes es igual a terror puro.

Ilustración de James McBryde

Rhodes James concibió sus cuentos sobre fantasmas como un mero pasatiempo a sus tareas e investigaciones más enjundiosas. Eso no significa que no se los tomara en serio: nadie escribe y publica 31 cuentos si no creyera en lo que hace, y el británico respetaba el Terror con la devoción reverente de un converso. No en vano, fue él quien sacó del ostracismo literario la obra de Joseph Sheridan Le Fanu, nombre mayúsculo en la literatura de horror, iniciador del vampirismo contemporáneo —nítida referencia para Bram Stoker—, de los relatos sobre detectives de lo oculto o de la ghost story. Para el erudito de las catedrales, Le Fanu supuso la más alta cima del terror relatado. Pero lo cierto, o lo irónico, es que sería el pupilo quien superaría al maestro: con Rhodes James el cuento de fantasmas alcanzaría su plenitud y su máximo apogeo. Sirviéndose de herramientas propias —erudición y humorismo (muchas veces negro)— y de otras importadas, como la capacidad de sugerencia del mismísimo Le Fanu, Montague Rhodes James llevó al cuanto de fantasmas hacia la madurez. Le bastó para ello temple y tranquilidad de espíritu, dos características tan opuestas como aparentemente complementarias a la hora de querer asustar en serio.

Porque M. R. James jamás bromeaba cuando se trataba de fantasmas.