Ilustración realizada por Vadin Sadovski (Carbón)
Os presentamos una de las dos Menciones de Honor del concurso sobre pulp y space opera que concluimos hace unos meses. Inorgánica, de Juan A. Oliva, es un estupendo relato sobre la esperanza y la regeneración.
TenÃamos el tiempo en las manos para ser eternas… hasta que enfermamos.
Los clones moribundos de las hermafroditas iniciaban el relato de Alma de la misma forma; olvidaban que ninguno estuvo en Marte, ni eran ella.
—La Naturaleza, al igual que hiciera en la Tierra —prosiguió el clon—, volvió a imponer sus normas. Para entonces, la inmortalidad genética se habÃa difuminado en un laberinto de sueños.
Del mismo modo, los vientos habrÃan deshecho en la arena marciana, hacÃa años, las cicatrices serpenteantes que Alma dejase durante su huida.
—Una novedad, la muerte —confesó, en su lecho, la penúltima copia a la que le habÃa llegado su hora.
Siempre palabras melancólicas.
Atendimos, respetuosas, a la vÃvida leyenda del final de Alma; impresa en cada una de nuestras células, nunca aligeraba su pérdida.
Forzada al éxodo del Planeta Rojo, la soledad habÃa disparado contra la fortaleza psÃquica de Alma. Asediados, los muros de la cordura comenzaron, entonces, a mostrar algunas grietas. Mal no podÃa obviar los hechos: kilómetros de caminata habÃan abierto sus heridas. Las mentales se aliaron con el despoblado paisaje marciano. Y, como el menor de sus problemas, bajo el ajustado traje de supervivencia, la humedad de la sangre fue bienvenida.
Iustración
Serg Souleiman
(Luna Roja)
Paulatina y desgarradora, la enfermedad que se propagase entre las hermafroditas habÃa terminado con siglos de egos endiosados. Alma, que habÃa logrado esquivarla, le arañarÃa segundos a su aliento. Próxima a su destino, demasiadas cosas habÃan quedado tras ella.
—Lo siento —la voz de Alma se trasladó al murmullo del clon, que interrumpió el relato para dirigirse a fantasmas. Nostálgico, tardó en avanzar en la historia.
Dos dÃas hacÃa que Alma caminaba a través del mayor complejo de cañones de Marte: el Laberinto de la Noche. Se habÃa dejado guiar por la inteligencia artificial del traje, más fiable que sus sentidos. No obstante, durante la larga marcha, una mano enguantada habÃa permanecido sobre la culata de nácar del revólver. Bajo el otro brazo, su motivación para escapar de aquel mundo: una vaina generacional con la que volver a crear vida inorgánica. De manera constante, comprobaba el nivel de oxÃgeno en el visor de la máscara.
—Respira despacio, camina deprisa —se alentó a sà misma, imitó el clon.
Un eco reverberó entre los cañones.
—Detuve el paso —evocó la copia de Alma—. El sonido me atravesó como una onda gravitacional para, doloroso, alejarse como todo lo que habÃa amado.
SabÃamos que se habÃa vuelto y desenfundado con rabia. La última de su grupo habÃa sido abatida. Con la mandÃbula apretada, amartilló el arma y apuntó a la nada. Segundos inciertos…
—¡Perra! —La ira del clon calcó la que en su dÃa descargara Alma—. Hasta donde llegaba mi vista —prosiguió con el recuerdo—, las sombras dominaban los cañones. Amplié el zoom del visor… Nada.
Alma habÃa contado hasta cien antes de decidirse a seguir. Enfundó sin despegar los dedos de la culata. A una orden mental, el traje tomó un color cobrizo, intenso, desafiante. No creÃa que el camuflaje sirviera ya, pero venderÃa cara la vaina —nuestra vaina—. La apretó con fuerza. Una aguda punzada en el costado izquierdo le recordó su prioridad. También invocó lo ocurrido hasta verse huyendo por el Laberinto de la Noche. El clon lo hizo para nosotras por Alma.
Alma habÃa contado hasta cien antes de decidirse a seguir. Enfundó sin despegar los dedos de la culata. A una orden mental, el traje tomó un color cobrizo, intenso, desafiante. No creÃa que el camuflaje sirviera ya, pero venderÃa cara la vaina —nuestra vaina—. La apretó con fuerza. Una aguda punzada en el costado izquierdo le recordó su prioridad. También invocó lo ocurrido hasta verse huyendo por el Laberinto de la Noche. El clon lo hizo para nosotras por Alma.
La aparición de la enfermiza muerte fue tan repentina como inclasificable el hecho que la habÃa causado. Tomó forma y avanzó inexorable. Un agudo dolor en las sienes era la voz de alarma. Seguido de fuertes migrañas, se extendÃa por los sistemas a través de la sangre sintética y atravesaba la carne como lava volcánica. Invariablemente, con cruel lentitud. A dÃa de hoy, sabemos que esta información fue usada por una inteligencia artificial para crear la gripe Asimov y destruir a los androides que se rebelaron contra ella en la ya inexistente nave Desesperanza… Esa es otra historia.
—No olvidaré el olor —divagó el clon, como si fuera Alma, con la voz quebrada—. Un perverso y constante recordatorio. Putrefacta, la pestilencia llegó a dominar las ciudades de Marte; embriagaba el aire de las cúpulas que las cubrÃan como los mares de azufre en el hemisferio sur del planeta.
No se encontró cura. Y las ciudades se transformaron en estercoleros de extinción… Un cataclismo.
La incredulidad, las mentiras autocomplacientes, las dudas infinitas, las negativas…, se cobraron tantas o más vidas como la propia lacra.
A Alma, la enfermedad no la pilló desprevenida. Era una de las voces que habÃa puesto el foco en los problemas del planeta, centralizado en el más grave: la terraformación llevaba años retrocediendo. ¿Uno de sus peores legados? La conversión de los mares en veneno. ¿Qué podÃa esperarse de un proceso que se originó con detonaciones termonucleares? Y del agua llegó la enfermedad. Se filtró a la tierra y cruzó fronteras hasta las hermafroditas. A mayor número de infectadas, los periodos de hambruna y racionamiento se alargaron. Las inminentes tensiones llevaron a los recelos, a la envidia, al miedo y la ira. El siguiente escalón fue el odio. Las ciudades entraron en guerra. Una guerra civil, pues todas eran hermanas genéticas. El siguiente paso fue el sufrimiento.
No se puede dar vida en la muerte. Y Marte ya estaba muerto antes de la llegada de las hermafroditas. Pero Alma, evolucionista de profesión y fe, confió en una certeza: en toda extinción, la conservación de la especie pasaba por la resistencia del uno por ciento. La suerte la habÃa convertido en parte de ese porcentaje. No fue un caso excepcional. Con todo, de la noche a la mañana los grupos de resistentes se volvieron parias. Se inició entre susurros, hasta desdibujarse en violencia desmedida. Nadie querÃa oÃr a las que, como Alma, podÃan aportar sus conocimientos para salvar a la especie. La distinción era: sanas o enfermas.
Mirar al cielo, al antiguo hogar, fue tan deprimente como ver la injusta pérdida de la persistencia en los cuerpos de las infectadas. El cadáver de la Tierra despreciaba por igual a resistentes y corrompidas. ¿Qué esperaban? Las eternas hermafroditas habÃan rechazado, durante siglos, el ansioso abrazo de una añorada bienvenida.
Alma no habÃa nacido en la era del Armagedón, cuando las naves abandonaron a la superpoblación de la Tierra a la agónica extinción. Un viaje de ida, directo a Marte. La quebrada Luna habÃa quedado descartada tras la guerra de las galaxias.
Ilustración de Emilio Grasso (Once Upon a Gravity)
Gracias al diseño evolutivo gestado en los laboratorios terrestres, sólo se permitió que el billete fuera para las hermafroditas. Dos géneros fundidos en uno con la utópica idea, entre lÃneas, de eliminar los antiguos vicios. Los conflictos bélicos tras la decisión aceleraron el proceso. Curiosamente, las mismas naves, ahogadas en polvo marciano, apuntaban hacia la Tierra. Durante décadas se les habÃan realizado mantenimientos y reajustes para un óptimo servicio en caso de emergencia. Descartados los temores al fracaso de una vida marciana, apenas se destinaron drones de servicio para cuidar las naves. Para las resistentes lideradas por Alma, se revelaron como la única posibilidad para sobrevivir. Antes, Alma, sobrada de determinación, tuvo que cruzar desde su ciudad, en la extensa falda del Monte Olimpo, hasta el Laberinto de la Noche al este, en Valles Marineris. La elección del lugar tenÃa su lógica: los cañones proporcionaban una protección natural a las devastadoras tormentas de arena. En ellos descansaban las naves más cercanas, que tal vez, con fe ciega en la fortuna, funcionasen. Sin embargo…
—Decidà que, de ser acorralada y no lograr despegar —exteriorizó el clon, su mirada febril era aterradora—, la primera bala serÃa para la vaina.
Un escalofrÃo nos recorrÃa siempre que los clones expresaban aquel pensamiento.
Alma habÃa perdido a su grupo en la sangrienta travesÃa. Una caza obsesiva y despiadada a causa de la vaina que habÃan tomado. Lo significaba todo. Multicelular, podÃa gestar una generación completa. MerecÃa la pena arriesgarse. A pesar de la persecución, Alma no iba a renunciar a permanecer en el Universo hasta que éste expirara. Matar fue sencillo cuando la convirtieron en presa.
El discurrir del tiempo se habÃa vuelto difuso. Al clon de Alma le costaba centrarse pero, en ocasiones, regresaba entre nosotras. Reanudó el relato de su original en el momento en que las piernas de Alma la plantaron ante la reliquia del crucero de batalla espacial Apocalyptica. El titánico armazón, digno a pesar de los siglos, imponÃa su estatus. El traje le indicó la compuerta más cercana. Asimismo, la informó de las décimas que habÃa aumentado su piel.
—Le pedà al traje que me guiara por la roñosa nave, que crujÃa y parecÃa quererse venir abajo a cada paso —el clon permanecÃa con los ojos cerrados y el ceño fruncido, se habÃa vuelto a abstraer en la experiencia.
Ilustración de Lina Sidorova (Rojo)
Alma llegó hasta el puente. Dividida la sala en distintos niveles de plataformas, le alarmó la poca iluminación que mostraban los paneles de control. Alcanzó el asiento del comandante y dejó la vaina a un lado. Se desnudó; un martirio por las heridas. Colocó, a continuación, el traje en el asiento. La inteligencia artificial deberÃa realizar el despegue, controlar los meses de vuelo que separaban a los planetas y el aterrizaje. Mejor no valoraba el sinfÃn de problemas que podÃan surgir. Confiada, Alma cedió el control total de la nave al traje y tomó el revólver. A ella, con todo, los minutos se le escapaban con el rojo de la sangre y tenÃa algo que hacer. La vaina esperaba.
Un clic.
La melena rojiza de Alma se giró antes que el resto del cuerpo. El instinto alzó su brazo —el clon imitó el gesto—. Pulso firme a pesar de la flaqueza en sus fuerzas. El cañón del revólver apuntó a su perseguidora: Aqua, hermafrodita idéntica a Alma, con pústulas en el rostro, apuntaba a Alma con un arma de fuego inconcebible. Pilotaba un traje de combate bÃpedo, monstruoso artefacto de engranajes y pistones a la vista.
—¡Puta! —escupió Aqua.
Frente a frente, al fin. Fieras. Alma y Aqua. Vida y Muerte. Hostilidad. MandÃbulas apretadas. Animadversión.
Duelo, breve.
Disparos.
El desgarro en el hombro izquierdo de Alma no le habÃa hecho perder pie, asà que logró apretar el gatillo. Milagroso, el proyectil arrancó masa cerebral del cráneo de Aqua. Un grito colérico recorrió la garganta de Alma. Se dejó caer de rodillas. Sin permitirle al dolor distraerla, se arrastró con la ayuda del brazo que le quedaba hacia la vaina. No podÃa entretenerse más, el colapso serÃa inminente. La pérdida de sangre se habÃa multiplicado por dos y necesitaba las escasas energÃas para la unión, poco ceremonial, que iba a llevar a cabo. Allà mismo, en una vieja nave espacial. Sin compañÃa. Y sin haber sido programada para ello.
—El misterio embargó mis pensamientos —recitó el clon, crÃptico. Todos lo hacÃan. Suponemos que, sin más, ellos comprendÃan esa frase.
Era el inicio del desenlace del relato.
En ese punto, los grises ojos de los clones se perdÃan en su interior.
SabÃamos que Alma se habÃa sentado en el metálico y mugriento suelo. Que dejó el arma a un lado y atrajo la vaina hacia sÃ. DebÃa ser todo tan frÃo, triste, terrorÃfico. Era inevitable que nuestras lágrimas formasen ejércitos de desconsuelo. Se nos habÃa explicado tantas veces cómo observó Alma la vaina. Cómo se abrió de piernas. Cómo dejó viajar impulsos desde su cerebro hasta que su pene se hinchó. Con un movimiento brusco y acuoso, que oÃamos en nuestras cabezas, penetró la vaina. El tormento del acoplamiento se completó al extenderse un apéndice desde el objeto, que desgarró la vagina de Alma sin miramientos. De forma inmediata, la vaina expulsó tentáculos que surgieron disparados hacia su columna.
Entonces, llegaba el fundido a negro en la historia y los clones dejaban esta existencia.
Nacimos, idénticas a Alma, de los bulbos de la vaina generacional en la regenerada Tierra. A nuestro lado, la muerte también se quedó para silenciarnos antes o después. No envejecemos más allá de cierto punto, pero sin vainas, hay muchas formas de irse. A cambio, ganamos libertad para multiplicarnos. Con el transcurso de los años y, sin las ataduras de la sociedad marciana, hermafroditas, varones y hembras, correteaban, jugaban, chillaban, reÃan entre los ruinosos restos de la nave, mezclada con el paisaje terrestre, como si no hubiera un mañana. Y procreaban. Nos amoldamos al entorno junto con las nuevas normas dictadas por la Naturaleza. Poco a poco, como la ciudad, nos expandimos.
Alma creó nuestra vida. No necesito imaginar su sonrisa, la conozco. Y podrá sentirse orgullosa donde esté, su uno por ciento perdurará en los descendientes.
Los recuerdos del último clon serán para ellos cuando me apague.
Ilustración realizada por Dylan Kowalski (Deshumanizado)