Stefan Grabiński, uno de los malditos más destacados de la literatura, convirtió al ferrocarril en un elemento de discordia, como se puede apeciar en El demonio del movimiento y otros cuentos oscuros, de Valdemar: la tentación de superar los estrechos confines terrestres, y por tanto desafiar los límites de la humanidad… y la cordura.

Mal presagio, ilustración de Andrea Beré para Fabulantes, basada en el relato El Embadurnado

De existir un club de malditos literarios, el polaco Stefan Grabiński (Kamionka Strumilowa 1887- Leópolis, 1936) sería socio preferente. Su biografía contiene todos los rasgos para justificar su pertenencia: autor de éxito gracias a sus antologías de cuentos fantásticos, luego estudioso y téorico de la filosofía oculta, lo que llevó a su literatura por derroteros cada vez más esotéricos y menos interesantes para la mayoría de los lectores de su época, y finalmente arruinado y muerto —de tuberculosis— en la más absoluta soledad, su obra quedó relegada durante muchos años al ostracismo. Al igual que Poe, con el que se le tiende a comparar, debió su resurrección a un traductor en lengua extranjera (Miroslaw Lipinski).

Al igual que Poe: no existe aseveración más temeraria y quizás precipitada que la de comparar al genio de Boston con el solitario polaco. Puede que los únicos nexos en común que tengan ambos escritores, ambos continentes literarios, sean su declarada misantropía, el desdén intelectual que aflora en sus páginas, y el hecho de que ninguno admita adscripción con ninguna corriente literaria mayoritaria (si bien cada uno se sirviese instrumentalmente de ellas para configurar sus particulares bibliografías). Ni siquiera los elementos que los separan ayudan a certificar la comparativa: de ser efectivamente, y como se dice, el “Poe polaco”, Grabiński tan sólo lo sería por la vía de Eureka (1848), disquisición metafísico-cosmológica y único ensayo del autor de El cuervo. Lo que es más que indudable es que ambos resultan profundamente interesantes.

Grabiński publicaría en 1919 El demonio del movimiento, un libro de diez relatos con el que configuraría una suerte de extraña y subyugante mitología ferroviaria. La traducción de Katarzyna Olszewska Sonnenberg a la única e íntegra edición al castellano, El demonio del movimiento y otros relatos de la zona oscura (Valdemar, 2017) reproduce el misterio, las dudas, inquietudes y sombrías presencias que el escritor polaco imprimiría a sus cuentos. El volumen de Valdemar está dividido en dos partes diferenciadas: la primera, titulada igual que la antología de 1919; la segunda, dedicada al conjunto de relatos que no se desarrollan entre raíles pero que discurren por vías psicológicas muy parecidas.

En el universo de grises y descoloridos revisores, casi intercambiables con sus uniformes, viajeros obsesivos, maquinistas hechizados o máquinas pavorosas que son descritas casi como feroces Leviatanes enfrentados a las fuerzas de la naturaleza, predomina el vértigo cosmológico. La velocidad es un desafío a las leyes naturales; ínfima respecto del «gran movimiento» terrestre. El tren es la máquina que el hombre ha creado para subvertir las reglas establecidas, y así queda claro en “El maquinista Grot”, la historia de un conductor que repudió al aeroplano para vivir únicamente entre carbones y calderas y jugar a ser una suerte de Prometeo desencadenado. Para Grabiński el tren es un medio robusto y perfecto con el que superar los constreñimientos espaciales —y para él, limitantes—: «El maquinista sentía un placer casi físico con esa conquista continua; era como un animal insatisfecho que se deshace con desdén de la presa que acaba de alcanzar y corre veloz a por un nuevo botín. ¡A Grot le encantaba derrotar al espacio!». Grot, prosigue Grabiński, «amaba con todas sus fuerzas la eternidad del movimiento, el esfuerzo por seguir adelante». La máquina hechiza al hombre, lo impulsa hacia lo imposible.

Looking…, Ilustración de Moreno Matkovic

La mera existencia del ferrocarril supone una vulneración, pero también el establecimiento de un nuevo orden, con sus horarios, su puntualidad y sus flamantes reglas. Es una forma de tentar a la cordura, con su monotonía y sus repeticiones ritualistas. Los protagonistas de estos cuentos, desde su exasperación o su simple abnegación, enloquecen ante su contacto. Algunos, como el ferroviario de “El Embadurnado”, lo veneran como una Deidad implacable, infalible, cuya voluntad hay que acatar, porque «(según él), el ferrocarril existía para el ferrocarril y no para los viajeros. Su objetivo era el movimiento en sí, la conquista del espacio, y no el simple traslado de personas de un lugar a otro como medio de comunicación».

El ser humano es insignificante en relación; por eso, la visión que se ofrece del tren es casi siempre fatídica. A pesar de ser una invención humana no está hecha a medida del hombre, todo lo que la rodea es colosal, en cierto sentido monstruosa. Paradójicamente deshumanizada. No es de extrañar que la locomotora de “El tren fantasma” sea por esa razón imprevisible e inesperada, un intruso dentro de un organismo organizado y sincronizado. El pavor que produce lo genera el desconcierto, lo inesperado, más que el miedo: «Amenazaba con destruir el viejo orden de las cosas».

Todo ese orden conlleva una predestinación fatalista. En “Señales”, un muerto es capaz de anunciar desde el más allá una tragedia que está a punto de suceder, porque se intuye. En “Ultima Tule”, su protagonista, otro ferroviario con fama de augur funesto que tiene el don de anticipar calamidades, se resigna al destino de su condición: «Somos hijos de la Tierra y estamos sometidos a su poderoso influjo, incluso en campos que aparentemente no están relacionados con su esencia». El propio Grabiński habla aquí por boca de Kaziermz Joszt, ese ferroviario; es él quien lanza, en el relato postrero a su colección de cuentos sobre locomotoras, esta advertencia, que incluye una amenaza: ¡Ay de quién ose vulnerar las reglas no escritas de la Naturaleza! Abandonad cada esperanza vosotros que entráis: porque en estos relatos no abundan sentimientos positivos, no hay ilusión, ni optimismo. La perspectiva del futuro es un no-futuro de connotaciones funestas.

Abandoned Train Station, ilustración de Piotr Bystry

Una creencia tan lúgubre requiere de un carácter solitario, no hecho para amar o entender al prójimo. Grabiński estaba aquejado de esa dolencia, que quedará aún más puesta de manifiesto en los relatos pertenecientes a la segunda parte de El demonio del movimiento. Los tres primeros, “Estrabismo”, “Gases” o “Saturnin Sektor”, tratan sobre la duplicidad desde una óptica muy negativa, porque constituye, desde el punto de vista del autor polaco, «una maldita agregación»: es decir, la prolongación, o imitación, de alguien ya de por sí molesto en un entorno opresivo por lo que tiene de incómodo para el narrador (y que se asocia casi siempre con el contacto con el prójimo). Por supuesto, esta neurosis alienta lo espectacular, y, así, el lector quedará sobrecogido por las imágenes impactantes que ofrecen la fusión andrógina de “Gases”, o el colofón de “Estrabismo”. Aunque si hay un momento realmente inolvidable es aquel que contienen las páginas finales de “El amo de la zona”, un relato que sirve como revelación sobre la auténtica naturaleza de los locos de Grabiński: sus dementes lo son por incomprendidos, por ser portadores de secretos más allá de la comprensión. Ciertamente, el de “El amo de la zona” se pasa de frenada; el cuento es una truculenta e inolvidable aportación al tema del vampirismo astral: a través de su odio, Wresmian, el misántropo de turno, canaliza unas energías malignas —y hambrientas— que cobrarán consistencia en la casa de al lado, reclamándole. No vamos a añadir más, salvo que la imagen última, una apología desesperada al intento por ser (algo), es digna de la más fastuosa literatura pulp.

Las tres narraciones que cierran el tomo —“La mirada”; “La venganza de los elementales”; “El cuento del enterrador”— son las que más se hermanan con los usos del Terror literario habitual. “El cuento del enterrador” es una pieza necrófila en la que el lector encontrará resonancias imposibles —porque ni Grabiński ni Lovecraft llegarían seguramente a saber de su existencia recíproca— con El horror de Dunwich. “La venganza de los elementales” gira sobre el motivo obsesivo y recurrente de fuerzas de más allá de la naturaleza, pero inspiradas por ella, que castigan las veleidades humanas de confrontar lo incomprensible, lo que al ser humano le está vedado, y de querer domeñarlo. Son heraldos de tragedias como los de “La vía muerta”: los miembros de una secta ferroviaria desaparecen «en una lejanía interplanetaria del más allá», rotas las barreras de la cordura y la demencia, de lo real y lo imposible, de lo que intenta ser y es. A este respecto, parece pertinente poner el punto final citando la reflexión del neurótico obsesivo de “La mirada”: «¿Acaso existe el mundo que me rodea? Y si realmente existe, ¿no es el resultado de mi pensamiento?». Desde luego, el mundo proyectado por la mente de Grabiński no era un estación recoleta y agradable.