Lizzy McInnerny como Mary Shelley en Remando al viento (1988), de Gonzálo Suárez, una maravillosa ficción sobre la gestación de la novela en Villa Diodati.

Ofrecemos una relectura del clásico Frankenstein: o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, obra ya bicentenaria, pionera de la ciencia-ficción, y libro complejo, poliédrico, susceptible de múltiples interpretaciones debido al enigma que encarna su famosa criatura: un ser traumático, excesivo, que infunde terror y despierta compasión, que es fascinante y abyecto a partes iguales. ¿Qué es el monstruo? ¿Qué quiere? Él mismo dará la respuesta.

La criatura (the Being) nace como si muriera: ningún aullido, ningún fogonazo de electricidad acompañan el momento, simplemente “pasa” a la vida con la misma fugacidad con la que un moribundo exhala su último suspiro. En cierta forma, ha nacido ya muerta (sus ojos vidriosos son incoloros, sus enormes manos parecen momificadas), es materia muerta rediviva, es imposible, impensable, no puede ser mirada sin despertar el horror; no sólo no pertenece a este mundo, sino que además su presencia desencadena el lamento por lo que podría haber sido y no es. Y, sin embargo, es: la posibilidad de no haber sido se pierde como su ronca voz, ahogada por las furiosas ventiscas del Polo.

Pero ¿qué es la criatura? Desde luego, el “demonio”, como le llama su creador, no es el “albatros muerto” de la balada de Coleridge, tal y como cita la propia Mary Shelley, es decir, el eterno tema de la naturaleza malherida por la ambición y la irreflexión humanas, que pretenden superarla con actos intrínsecamente limitados, lo que justificaría el subtítulo de la novela, Frankenstein o El moderno Prometeo (1818; última reedición de Valdemar, 2017). Antes bien, el químico Victor Frankenstein ha sido poco ambicioso, ha dejado escapar una buena ocasión: literalmente no ha sabido qué hacer.

El demonio tampoco es, por lo tanto, la encarnación de las indomables fuerzas de la naturaleza. A lo largo del relato, en lo que es un recurrente tropo romántico, las estaciones y los fenómenos naturales acompañan la evolución anímica del protagonista: dulces brisas y frescos días secundan su entusiasmo científico, mientras que tormentas despiadadas son el eco de sus pasiones más turbulentas. El monstruo, en cambio, no encuentra tal reflejo en el entorno, y cada vez que aparece introduce una incongruencia, por ejemplo, entre la oscura pena de Victor y el acogedor clima primaveral.

La criatura tampoco es, como podría pensarse, el reverso oscuro del héroe, la encarnación de su lado maligno, salvaje, acultural; no cumple sus deseos más ocultos, ni da rienda suelta a pasiones de otro modo prohibidas. Y no es la voz interior de la conciencia, que susurra que los actos criminales deberán ser expiados; es decir, no es un delirio persecutorio, que sería la solución ambigua, dejando al lector con la duda de que, tal vez, Victor nunca emprendiera experimento alguno.

Ilustración realizada
por Bastian Kupfer 
para Fabulantes (Frankenstein)

Ilustración realizada por Bastian Kupfer  para Fabulantes (Frankenstein)

Lo que podría haber sido

Con todo, sí que podemos hablar de Victor Frankenstein como de un paranoico. El padre es un hombre sin autoridad, superficial y quejumbroso, y la madre, muerta demasiado pronto, es idealizada en la figura de la hermanastra, Elizabeth. A ella, una niña adoptada por la familia Frankenstein y con la que se ha criado desde los cinco años, Victor le declara un sincero amor tierno y confidente, en absoluto sexual. La unión matrimonial de ambos, impulsada por el padre, quedará manchada por la constante amenaza del monstruo.

De hecho, cuando la criatura solicita una compañera de su misma condición a su creador pero éste no obedece, le hará un juramento: “estaré contigo en tu noche de bodas”. Esto no sólo es, desde luego, la marca de la culpa por el incesto, sino el miedo al puro acto sexual, que lo hace fracasar de antemano. La enseñanza de la criatura es clara: incluso él, bestia diabólica, necesita de una imagen del deseo, de una identificación, de una construcción ficcional para poder tener sexo, en este caso, con alguien que responda a sus mismos parámetros de apariencia.

Victor en cambio parece no ser capaz de elaborar una escena de deseo semejante; su desinterés sexual hacia las mujeres es evidente. No obstante hallará en la ciencia un atajo, concentrándose enfermizamente en su empeño de crear vida antes que en el aspecto de la figura que está forjando. Un psicoanálisis de salón diría que aquí se da una sublimación de las pulsiones libidinosas frustradas, transfiriéndolas a contenidos no sexuales como la investigación, la cavilación, etcétera.

Pero lo que despeja el camino para ver en Victor a un paranoico es su fantasía megalómana: poder concebir un ser gracias a la química, usando fragmentos de cadáveres profanados, un detalle por cierto muy romántico, y sin la concurrencia del otro sexo, una suerte de fantasía infantil (los niños vienen al mundo por el culo, ¡yo también puedo parir, observa!), narcisista. El fragmento (el ser compuesto de restos, de excrementos, de presencias) es lo que le permite seguir negando la diferencia sexual; mejor dicho, lo que le permite, aún reconociéndola, poderla soportar (poder soportar la ausencia –de pene en la mujer–, o la ausencia mítica por antonomasia, el útero) y tomar como modelo para el objeto sexual su cuerpo propio. Como esos divertidos retratos satíricos del manierismo, Frankenstein construye un ser a base de penes.

Si Victor decide tapar la ausencia para resuturar su mundo mediante una construcción delirante como es el ser de trozos recosidos, por su parte éste es una entidad mucho más radical y subversiva, como lo demuestra el original giro a mitad del libro que, de ser una novela gótica más, lo convierte en una historia pionera de la moderna ciencia-ficción.

Ilustración
de Bernie Wrightson
(adaptación en formato cómic del clásico
de Mary Shelley, 1983)

Ilustración de Kristian Llana

¿Qué es lo que he hecho?

Me refiero, desde luego, al momento en el que Shelley le concede voz al monstruo. De no haberlo hecho, habría seguido siendo un radical otro, un mudo asesino, como resulta del imaginario clásico desde el Boris Karloff en la cinta de Whale a las de la Hammer: la amenaza antagonista necesaria para tejer el drama de las desventuras de Víctor… Sin embargo, que la criatura pueda expresar lo que ha experimentado y sufrido (que encuentra, por cierto, un sucesor a la altura en la mítica escena final del replicante Roy Batty en Blade Runner), implica que su cuerpo im-posible es, pese a todo, posible gracias al orden de la palabra.

Hasta entonces ha sido indecible, indescriptible, su mera presencia enmudece a quien lo enfrenta. Pero no se trata de que el lenguaje se queda corto para contener a un ser semejante, sino que se lo define en exceso, la boca se llena con algo más que palabras, se satura, se colma con ese cuerpo descomunal. En la palabra que titubea, en las palabras que se agolpan, en el propio combinar de fragmentos que es el habla, el monstruo nace. Por eso, tras un primer momento de silencio sorpresivo cuando lo encara en las cimas heladas de los Alpes, Victor solo profiere insultos y bravuconadas, no por impotencia, sino porque son palabras preñadas de deseo.

«Si nos limitáramos al hambre, la sed y al deseo, podríamos ser casi libres, pero nos mueve todo hálito de viento, una palabra casual, o un episodio que esa palabra nos comunica», escribe Shelley antes de citar el poema Mutability de su marido Percy. La palabra es monstruosa porque es lo que plantea el corte, lo que nos inaugura como sujetos de lenguaje, imponiendo una distancia respecto a nuestro cuerpo meramente animal al mismo tiempo que, especulativamente, nos permite pensarlo. La palabra cambia para siempre las cosas, nos sustrae del dominio de la naturaleza al mismo tiempo que nos lo representa. La palabra siempre está atravesada por algo más (pulsiones, sexo, muerte) pero al mismo tiempo es «lo que nos arruina como seres vivos, lo que nos abisma a la mutabilidad infinita».

Si Victor abre un agujero en el orden biológico con sus experimentos heréticos, el monstruo es la encarnación del propio agujero: cuando esa criatura habla, nos enfrenta con la creación misma de la naturaleza a través del lenguaje. Monstruosa es, pues, nuestra relación con el mundo.

Ilustración de
Theodore Von Holst
(Portada de la
reedición de 1831)

Ilustración de Kirill Khrol (Tormenta)

Was will die Kreatur?

Es muy tentador ver en la criatura una alegoría de lo que es la mujer para la cultura patriarcal: la eterna histérica, insusceptible de definición, caprichosa y víctima a la vez (un demonio), sin voz ni capacidad de sublimación, que emborrona la normatividad simbólica de la cadena de equivalencias presenciales (pene=pene) con un no-es. Así como Freud se preguntó ¿Qué quiere la mujer? (Was will das Weib?), Víctor podría preguntarse ¿Qué quiere la criatura? (Was will die Kreatur?)

En la que es la parte más interesante de la novela (a pesar de sus subtramas), el monstruo, pura tabula rasa, efectúa su aprendizaje espiando a una familia de humildes campesinos. De ellos, y de las historias que leen a la luz de la lumbre, conoce sobre las clases sociales, sobre el injusto reparto de los bienes, sobre la fatua pretensión de un linaje, sobre las guerras y el imperialismo. Sin riqueza y sin clase el ser humano no es nada: ¿soy yo eso? se pregunta, en lo que es una toma de consciencia de su condición de desposeído, de paria.

¿Qué soy? ¿Qué quiero? O como las preguntas ilustradas de Kant: ¿Qué puedo esperar? ¿Soy digno de la felicidad? Entonces se cuestiona su origen: quién es mi progenitor, cuál mi familia. Dice: «el sendero de mi desaparición estaba abierto», es decir, nada le garantiza el sentido último de su existencia. Él, absoluta novedad, es un cuerpo sin significado que gesticula, parlotea, gime e imita, pero no sabe qué quiere, desconoce su deseo. Parece un caso de histeria en la Salpetrière. Pero antes de afirmar que el monstruo, como la mujer en el patriarcado, no-es, tal vez sea más adecuado decir que son en exceso, esto es, el punto de torsión, el cambio de paradigma que monstruifica la realidad social y, literalmente, demanda un nuevo comienzo.

Si la madre de Mary Godwin Wollstonecraft, esposa de Shelley, fue la famosa feminista, el padre, el teórico William Godwin, no es menos interesante. En su Investigación sobre los principios de la justicia política (1793) se muestra favorable a la idea de una evolución hacia una nueva especie humana por medio de fórmulas de progresiva democracia directa e ingeniería social, libres de la injerencia del Estado y de las construcciones sociales en la gestión de la razón y las pasiones. Por lo tanto, también desfavorable a una deriva violenta de la revolución que, como la de 1789, habría generado monstruos totalitarios.

Llegamos aquí al punto crucial: una lectura liberal diría que la criatura simboliza la Revolución Francesa, el acontecimiento que conmocionó Europa tan sólo unos años antes de la redacción de la novela, y respecto al cual los progresistas de entonces, que lo habrían quizá visto con no malos ojos, pronto verían desbaratadas sus expectativas al revelarse el ‘verdadero rostro’ en el periodo jacobino o, en un segundo acto, en el Napoléon emperador. La novela de Shelley, como todas las historias de ciencia-ficción, es una parábola crítica de las situaciones político-sociales a ella contemporáneas. ¿Una moraleja democrática sobre el peligro despótico que entraña todo estallido revolucionario libertador? Y, sin embargo, una criatura-revolución solo puede ser monstruosa, pero no como reza el argumento conservador de que, por ejemplo, el régimen soviético arruinó lo que era una buena idea sólo en teoría, lo cual condenaría a esa teoría a morir en su inaplicabilidad.

Robert de Niro como Monstruo
en la cinta de
Kenneth Branagh (1994).

Ilustración de Kirill Khrol (Tormenta)

¿Qué hacer?

El monstruo nace como un receptáculo potencial de amor, movido por una sincera intención de amar, con la condición, evidentemente, de ser amado. Confía en ser aceptado, a pesar de su terrible aspecto, gracias a su dominio de la palabra, pero le repugna la vileza de los seres humanos de la que él es víctima. Mientras que en la famosa película de Karloff el monstruo arroja al río a una niña inocente, en la novela la salva de ahogarse, pero recibe un disparo de un hombre que, en ese momento, en esa figura aberrante, ve la escena amenazante que luego sería representada por Karloff. La imagen del monstruo en el cine causa sus antecedentes retroactivamente.

Shelley, en la introducción que redacta en 1831 para su novela, escribe: «inventar no consiste en crear a partir del vacío, sino a partir del caos. […] puedo darle forma a sustancias oscuras, informes, pero no puedo crear la sustancia en sí misma». En efecto, si admitimos la metáfora, el monstruo no es el síntoma del terror revolucionario: es, antes bien, el síntoma que es, en sí, toda revolución digna de tal nombre, es decir, el punto en el que orden instituido cae y “demanda interpretación”. Como buen acontecimiento, el monstruo-revolución irrumpe sin mostrar sus causas (Shelley no explica con qué mecanismos se da vida al monstruo), sin respetar el orden temporal ni el contexto en el que lo hace, a los que desestabiliza. La audacia llega cuando la fascinación por ese síntoma, desconcertante, terrible, debe implicar el nacimiento de una imagen nueva. La criatura está exigiendo identidad, ser elaborada, ser interpretada. El monstruo llama “esclavo” a Victor pero no es más que un desafío, una secreta súplica de ser construido; secreta demanda de un amo.

Toda auténtica revolución es monstruosa, no porque sea peligrosa o maligna (para algunos tal vez sí), sino porque no puede confiar en la bondad de los humanos, en el natural avanzar hacia la emancipación racional tras sustraerse de las instituciones vigentes, sino que debe forzar la máquina (el “miedo” revolucionario viene siempre después). El error de Victor es crear a la criatura y esperar que el propio ímpetu vital que le insufla encaje con el ideal humanista que motivó su experimento; en cambio, crear supone saber componer, poner en palabras, crear nuevas identidades a partir de ese ímpetu. La auténtica creación no reside en la virtualidad entusiasta del primer impulso revolucionario, sino en el paso hacia la instauración de un orden nuevo, un orden que implique dialécticamente la monstruosidad que lo conforma.

Con ocho pies de altura, dotada de de reflejos ferinos y una fuerza titánica, inmune a las temperaturas polares (tratar de capturarla es, se dice, como aferrar los vientos, o frenar un torrente de montaña con las manos), la criatura es una potencia excesiva, podría matar a todos los hombres y morir en el intento pero, como ella misma dice, no es una insensata… y demanda libros para instruirse. Como diría Badiou, el monstruo-acontecimiento genera su propia potencialidad a posteriori; el fracaso de la revolución es intrínseco a su estallido. El monstruo es una revolución que nace ya muerta, pero en el sentido de que debe ser pensada en su after-life; sólo asumiendo el fracaso de antemano es como se la podrá considerar como la única ocasión para emprenderla en toda su novedosa dimensión. Mientras Victor se interroga, abrumado, ¿qué es lo que he hecho? por su parte el monstruo pregunta ¿qué hacer?

Francesco Urbini, Testa di cazzi, plato de loza, 1536