Farmacia con principios de alquimia, Ingolstadt. Foto realizada por Juan Antonio Sanz (El Crisol del Monstruo)
En el presente reportaje nos internamos por las calles y los vericuetos intelectuales y científicos que provocaron la gestación de Frankenstein o el moderno Prometeo, la novela embrionaria a partir de la que surge la ciencia-ficción moderna. Especialmente, esta crónica literaria –pero también de viajes– es un recorrido por la mística y misteriosa ciudad alemana de Ingolstadt.
C omo una piedra miliar anclada en una ruta transitada por los más audaces escritores y sus lectores, Frankenstein o el moderno Prometeo Valdemar(reedición de , 2017), de Mary Shelley, marcó hace justo dos siglos un cambio de rumbo en la literatura universal y sentó las bases de los géneros actuales de la ciencia-ficción y el terror. Centenares de novelas, cuentos, ensayos, cómics, pinturas, programas audiovisuales y cintas cinematográficas siembran el trayecto recorrido en estos doscientos años por el ya mítico relato.
Y sin embargo, pasado el umbral del siglo XXI, muchas incógnitas siguen rodeando la creación y génesis de una historia que, aunque en su momento abrió de par en par las puertas de la ciencia a la literatura, hunde sus raíces en unos conocimientos arcanos y poco conocidos a los que tuvo acceso su autora. Mary Shelley (1797-1851) era apenas una adolescente cuando escribió esta obra maestra, pero para entonces, obviando su edad y su condición femenina –un hándicap en aquellos tiempos– ya había adquirido los fundamentos del conocimiento científico del momento y había rozado las tramas de una sabiduría hermética que bebía en las fuentes de la alquimia y el ocultismo medieval, y que puede seguirse en una lectura atenta de su Frankenstein.
Con la idea de buscar sobre el terreno algunos detalles acerca de la forja de la novela, viajé en noviembre de 2017 a ese territorio mágico, pero muy real, del sur de Alemania donde la “criatura” de Mary Shelley respiró sus primeros instantes vitales.
Hace un par de décadas ya visité el escenario literario en el que se dibujaron los primeros trazos de la novela, Ginebra, y anduve por los alrededores de la legendaria villa Diodati, hoy día una mansión privada que te deja con la miel en los labios y que sólo puedes ver, frustrado, desde los jardines que la rodean.
Grabado de
Johann Conrad Dippel
(El Crisol del Monstruo)
Iustración Kevin Mark (Corsario, ¡quiero mis galletas de vuelta!).
El poeta inglés Lord Byron alquiló Villa Diodati en el verano de 1816 y allí invitó al también aeda Percy B. Shelley, a la amante de éste, Mary Godwin Wollstonecraft (más tarde Mary Shelley), a la hermanastra de Mary, Claire Clairmont, y al propio médico de Byron, John William Polidori. Las veladas, auténticas brainstorms, de ese frío y oscuro verano en Villa Diodati, marcado por la catástrofe climática de la erupción del volcán Tambora un año antes, llevarían a la creación de dos de los “monstruos” más representativos de la literatura de terror del siglo XIX, la “criatura” de Mary Shelley y el vampiro de Polidori.
Cuando se accede hambriento a las entrañas de Frankenstein o el moderno Prometeo (1818), uno se encuentra con dos senderos. Uno de ellos sigue la naturaleza “humana” o “monstruosa” de ese demonio forjado con fragmentos de muertos por Victor Frankenstein; participa de la angustia vital de ese ser, le aterran sus acciones violentas fruto del desprecio y la marginación, y se debate con él entre el bien y el mal, entre la soledad y ese espantoso amor hacia su ingrato creador.
La otra senda para abordar en un análisis del libro es mucho más espinosa y ha de centrarse en el prodigioso evento de la propia creación de la criatura. Fue este camino el que tomé cuando, con mi buen compañero de viajes Serguéi Schvabaouer, partimos hace unos meses desde Fráncfort rumbo hacia la pequeña ciudad de Darmstadt, en el Estado de Hesse.
Nuestro periplo seguía algunas de las notas del diario que llevó Mary Shelley cuando visitó esta región en 1814 junto a su amado Percy B. Shelley. Sobran las conjeturas sobre si en aquel entonces ya se le había pasado por la cabeza a la joven escribir un relato con la trama de Frankenstein, pero todo apunta a que en un lugar perdido del río Rin, a mitad de camino entre las ciudades de Worms y Maguncia, pudo divisar las almenas semiderruidas del Castillo de los Frankenstein. En su diario no lo menciona, pero se sabe que pasó la noche en el pueblo de Gernsheim, a orillas del Rin y con el mencionado castillo a vuelo de pájaro hacia el norte. En Gernsheim, alguno de los aldeanos pudo hablarle sobre la historia de los Frankenstein y del “brujo” que vivió entre sus muros y que buscaba el poder de crear vida y resucitar a los muertos… ¿Os suena?
Y sí, habéis leído bien: el castillo de los Frankenstein, una antigua estirpe de nobles hoy venida a menos, pero que brilló al final de la Edad Media y que en la Edad Moderna, en el siglo XV, pudo ver incluso como uno de sus hijos moría masacrado en la lejana Rumanía por un bárbaro príncipe valaco de nombre Vlad y de sobrenombre “El Empalador”. Los mitos se tocan en la historia real de los pueblos y esta tierra alemana es crisol de muchas leyendas. Entre ellas la de los Frankenstein.
Desde el pueblo de Eberstadt, a menos de veinte minutos en tranvía desde Darmstadt, parte uno de los senderos que llevan a las alturas de la colina sobre las que se alza el “burgo” de Frankenstein, “la Piedra de los Francos”. Sus torres parecen engañosamente cercanas desde Eberstadt y la foresta que cubre las faldas de la colina ofrece un bucólico escenario que apetece ser caminado.
Pero la subida es dura en invierno, con los senderos del monte alfombrados de hojas resbaladizas y barro, y con la niebla atenazando las faldas del monte y mintiendo sobre la distancia real hasta nuestro objetivo. Tras una marcha de hora y media, la cumbre sigue ocultando entre árboles gigantescos los contrafuertes del castillo, hasta que de pronto una de las torres de la vieja Baronía de los Frankenstein da el sobresalto al viajero, maravillado al circunvalar peligrosamente la muralla exterior hasta la entrada principal.
No nos engañemos. El castillo está casi en ruinas y su fama se debe más a las fiestas de Halloween y de otras temáticas espectrales que allí se celebran, que al misterio de Mary Shelley. Pero el enigma está ahí, olvidado por los jóvenes que festejan y beben vodka a quintales entre sus bastiones, pero recordado por algunos de los habitantes más doctos de Darmstadt, Eberstadt y Nieder-Beerbach, otro pueblo cercano al burgo y donde una leyenda dice que se pudieron haber alojado los Shelley.
Ingolstadt. Foto realizada por
Juan Antonio Sanz
(El Crisol del Mounstruo)
Ilustración de Kirill Khrol (Tormenta).
El brujo de Frankenstein
Allí, en el propio castillo, nació hacia 1673 Johann Conrad Dippel, teólogo, filósofo y alquimista. Dippel pasó a la posteridad por la invención del tinte llamado “azul de Prusia” y de otra extraña sustancia química, el “aceite de hueso” o también “aceite de Dippel”, empleado como antiséptico, desnaturalizador de alcohol, repelente de insectos e incluso como elemento químico bélico en la Primera Guerra Mundial.
En sus escritos, Dippel consideraba posible traspasar el alma de un ser humano a otro, incluso desde una persona muerta, y afirmó hasta el final de sus días que había conseguido las bases del “elixir de la vida” a partir de la destilación de huesos y carne, con un catalizador cuya naturaleza no reveló. Ésta era una de las operaciones que los alquimistas consideraban indispensable para conseguir el “principio vital” necesario para crear vida a partir de la materia inanimada.
Dippel trató de adquirir el castillo de Frankenstein a cambio de revelar a sus dueños el secreto de la piedra filosofal, pero sin éxito. Su relación con la fortaleza, donde escondía su laboratorio, tuvo un brusco final cuando destruyó parte de una de sus torres en un volátil experimento químico. Murió, posiblemente envenenado, en 1734, después de haber vivido mil y una peripecias por las cortes de media Europa, donde insistió en que había conseguido el elixir de la vida eterna y que su propia existencia se alargaría hasta los 135 años. En esto, al menos, parece ser que se equivocó.
Algunos de los biógrafos de Mary Shelley que destacan la posible influencia de Dippel en la obra magna de la escritora inglesa, como Miranda Seymour, recuerdan los rumores que antaño hubo en esa región de Alemania sobre los experimentos que Dippel realizó con cadáveres y sus intentos de revivirlos.
Otros historiadores locales, como Walter Scheele, piensan que fue la madrastra de Mary Shelley, Mary Jane Clairmont, quien pudo haberle hablado sobre Dippel, dada su amistad con Jacob Grimm, el cuentista y gran recopilador de los mitos y leyendas alemanes, y quien, sin duda, conocía la historia del malogrado alquimista.
Al caer la tarde, emprendimos la bajada desde el castillo, pero por la vertiente norte de la colina. El frío de noviembre aceleró nuestros pasos, pero el barro convertía en una tarea peligrosa la bajada. En una de las curvas del camino forestal dimos con una de las criptas que hay en las faldas de la colina y que están asociadas con fenómenos paranormales. Efectivamente, la aguja de mi brújula empezó a dar giros extraños, pero no lo consideré evidencia de presencias sobrenaturales, sino más bien como la posibilidad de que cerca hubiera alguna de las piedras magnéticas que caracterizan a este misterioso monte. En él también pudimos visitar la llamada “fuente de la juventud”, bajo un centenario árbol. No vimos estanque alguno con aguas mágicas, aunque la fuente fuera antaño centro de aquelarres y reuniones de brujas.
Vista del castillo Frankenstein.
Juan Antonio Sanz (El Crisol del Monstruo)
Ilustración de Kirill Khrol (Tormenta).
Hacia la forja
del monstruo
y la cuna de los Illuminati
Dippel no es el único alquimista ligado al libro de Mary Shelley. El propio Victor Frankenstein menciona a los maestros de filosofía natural, esto es, alquimistas, que estudió: Paracelso, San Alberto Magno y Cornelius Agrippa. Nada es casual. Cada uno de estos sabios está relacionado con la búsqueda de elixires vitales o con sus infructuosos intentos de crear vida desde la experimentación con cuerpos inertes.
Los críticos y exégetas de la obra de Mary Shelley han apuntado como inspiradores de la figura de Victor Frankenstein a diversos científicos del siglo XVIII y contemporáneos de la autora que, con la electricidad, manipularon cadáveres de animales y seres humanos. Es curioso, porque en ningún momento de la edición de 1818 de Frankenstein o el moderno Prometeo se menciona expresamente el uso de la electricidad para dotar de vida a la criatura.
Sin embargo, ahí están los nombres de científicos como Luigi Galvani, Giovanni Aldini, Andrew Crosse, Andrew Ure, James Jeffrey, Mathew Clydesdale o James Lind, este último profesor de Percy Shelley en Eton. Todos ellos eran conocidos por Mary Shelley y todos ellos habían comprendido el papel clave que tendría la electricidad en el futuro de la humanidad, incluido el ámbito médico. Se comprende así por qué la mayor parte de los intentos para buscar un respaldo cientificista a la novela Frankenstein han pasado siempre por la teoría “eléctrica” a la hora de explicar el nacimiento de la “criatura”.
Comprensible, pero no suficiente. De hecho, en la novela, Victor Frankenstein deja bien claro que la piedra angular de sus investigaciones está en la química y en los efectos de esta sobre los tejidos, los órganos y los cuerpos. La química que, precisamente, es la heredera directa –quizá sería mejor hablar de la continuadora– de la alquimia.
Nuestra siguiente etapa en el viaje era la ciudad de Heilderberg, donde estudió el alquimista y médico Paracelso –citado, como se ha dicho, por Victor Frankenstein como uno de sus inspiradores–, quien en sus viajes por Europa Oriental llegó a entrar en contacto con chamanes tártaros y siberianos. Dippel también estuvo en Rusia, donde, como Paracelso, oyó hablar de una sustancia que ellos identificarían con el llamado “mumio” de los egipcios, o la “shilajit” o resina de la vida de las montañas del Altái y el Cáucaso.
Ese liber paramiriun, como lo denominaba también Paracelso, era un bálsamo y solvente natural, presente en el ser humano y capaz de cualquier curación. Era el “azoth” de los alquimistas, la sustancia esencial de la energía animal. Al destacar a Paracelso o a Cornelio Agrippa, y al afirmar que la incipiente ciencia moderna estaba en deuda “con el infatigable esfuerzo de esos hombres que sentaron las bases del conocimiento”, Mary Shelley estaba dando las claves del proceso que insufló la vida a la “criatura”. Frankenstein estaba más cerca de las enseñanzas alquímicas evolucionadas hacia la química moderna, que de los resultados dudosos de unas descargas eléctricas sobre un gigante formado por pedazos de cadáveres cosidos.
Con estas ideas en mi cabeza, llegamos al día siguiente a la parada más importante de este viaje casi iniciático en busca del sentido hermético del libro de Mary Shelley. Esta etapa era literaria a la par que “filosófica”, parafraseando a Victor Frankenstein. Se trataba de la ciudad bávara de Ingolstadt, a orillas del Danubio.
En esta antigua ciudad fortaleza rodeada de densos bosques, Mary Shelley pone a estudiar “filosofía natural”, química, anatomía y fisiología a Victor Frankenstein. En una de las gigantescas buhardillas de sus caserones de extrañas ventanas, Victor instaló su laboratorio; “obligado a andar entre las mohosas tumbas sin consagrar o torturando animales”, hurgando en sus cementerios y mataderos, en sepulturas y fosas de desechos, consiguió el material necesario para sus sacrílegos experimentos. Allí destiló la esencia de la vida y, quizá, después de conseguir esa “shilajit”, ese “azoth”, lo insufló a su rompecabezas de carne y hueso, de “barro inerte”. Quizá entonces, pero sólo entonces, consiguió la catarsis, la reacción en cadena buscada, con una “chispa” eléctrica.
En una noche de noviembre, vio la luz la criatura en Ingolstadt. En nuestras caminatas nocturnas por esta ciudad de tejados altísimos y picudos, de muros encalados y calles poco transitadas, Serguéi y yo charlábamos sobre las versiones cinematográficas de la novela y creíamos a pie juntillas que Kenneth Branagh sin duda visitó Ingolstadt antes de rodar su película de 1994. Y también esos pensamientos nos llevaban al filme Nosferatu de Murnau, con esa espectral lividez de sus callejuelas y pasadizos, y a ese otro monstruo que quizá era el mismo, tan solo y rechazado como el que buscábamos en los pasadizos de Ingolstadt. Al día siguiente hablamos con la gente en nuestro alemán roto, cruzamos el Danubio en uno de los costados de la ciudad, bebimos cerveza en mercados populares e incluso anduvimos por ese bosque, junto a un arroyo, en el que descansó la criatura durante unas horas tras verse abandonada y escapar aterrada del altillo que la vio nacer.
Ingolstadt es, sin duda, un crisol alquímico, donde cualquier idea o pensamiento puede generar una corriente de acción. Fue en esta ciudad donde, en 1776, el doctor Adam Weishaupt fundó la sociedad de los Iluminados de Baviera, los ominosamente famosos illuminati. A ellos se atribuyó el origen del jacobismo que desembocaría en el ala más brutal de la Revolución Francesa; a ellos se les achacan también todas las conspiraciones habidas y por haber en el mundo desde aquella fecha.
Lo cierto es que los illuminati marcaron con un corte moderno, pero quizá demasiado radical, las mentes centroeuropeas de fines del siglo XVIII aún no domadas por la Ilustración. Percy B. Shelley fue uno de los intelectuales que se vio atraído por sus teorías y comentó con su pareja, Mary, la fuerza que tal chispa podría tener para forjar una nueva criatura ideológica en el mundo… o un nuevo monstruo.
La sede oculta de los illuminati en Ingolstadt ya no está oculta. Una sinagoga ocupó su lugar hace tiempo. Tampoco hay signos de la novela Frankenstein por las calles, salvo que tengas su mapa grabado en la mente o un ejemplar de la novela en tu bolso. No podemos decir qué casa pudo albergar el laboratorio de Victor ni dónde se ocultó éste huyendo de la pesadilla que creó. Pero si en esta ciudad existe un omphalos en el que se juntan pasado y presente, en el que la ciencia, la historia y la literatura ocupan un mismo vórtice, ese lugar está, sin duda, en la Universidad, en el viejo edificio de la Alte Anatomie, allí donde, de haber existido, habría estudiado Victor Frankenstein. Con su extraña torre de tejado truncado que recuerda la pirámide masona (¿o illuminati?) de los billetes de dólares estadounidenses, y su jardín lleno de simbolismos, incluido un revelador caduceo, la Alte Anatomie era el lugar lógico donde debía concluir esta búsqueda disparatada. Allí me parecía escuchar a Victor Frankenstein recitando una y otra vez la frase que esconde la clave del libro de Shelley, la llave de la alquimia y el camino hacia el conocimiento arcano: “Para estudiar las fuentes de la vida, debemos recurrir en primer lugar a la muerte”.
Universidad de Ingolstad, edificio Alte Anatomie. Foto realizada por Juan Antonio Sanz (El Crisol del Mounstruo).