Las historias naturales, destacada obra en prosa con no pocos toques poéticos, del barcelonés Joan Perucho (1920-2003) es una historia de vampiros donde lo que menos importa es el monstruo: es más bien una historia en la que ciencia y superstición se enfrentan. Al final, gana la fantasía, reivindicada por el autor, la inteligencia y el afán de conocimiento.
La primera escena, más bien la primera imagen, de Las historias naturales (Edhasa, 2003) indica por qué caminos poéticos va a internarse la novela: la luz solar se refracta en el ojo de obsidiana de un autómata abandonado; a través de su iris resplandeciente se refleja la bulliciosa vida del jardín botánico que parece custodiar. Es una estampa preciosa, sosegada, que inaugurará la colección de bellos momentos que contiene un libro que es, ante todo, una celebración del conocimiento.
Joan Perucho (Barcelona, 1920- 2003) escribió en 1960, a sus cuarenta años, una novela que no pretendía hablar de los tiempos actuales pero que sin embargo reverdece leída hoy, pues sirve para comprobar hasta qué punto las posiciones maximalistas son pasto de parodia. Es una burla amable de esos géneros fantásticos en los que tanto gustó destacarse. Las historias naturales es el cuento de una caza al vampiro en la que lo de menos es el vampiro como monstruo: el catalán prefiere más la metáfora, el símbolo, y lo que supone. Por eso, esta cacería se realiza en plenas guerras carlistas.
En un contexto como el que describe el autor por boca de uno de sus personajes («[…] Si, al menos, el régimen del país fuese estable y las gentes (menos) serviles (y) no se pusieran de acuerdo para hacer triunfar la reacción y la intolerancia«), encontró el carlismo terreno abonado para germinar. Fue un movimiento decimonónico rancio, legitisma con las aspiraciones profundamente reaccionarias de un heredero destronado (Carlos María Isidro, hermano del infame Fernando VII), partidario de una involución social y de un retorno al Antiguo Régimen opuesto a las tibias aspiraciones modernistas, y regeneracionistas, que demandaba y necesitaba una España atrasada en casi todo. Apoyado principalmente en el Norte, fue un movimiento que luchó por fueros y por derechos y tradiciones seculares arraigadas, lo que le confiere la consideración de corriente involucionista, carpetovetónica. Que no nos extrañe, por tanto, que Perucho lo tome como telón de fondo en el que ambientar un libro sobre la razón y la ciencia, sobre el progreso y la Ilustración. Sobre la imaginación.
Acometer la delicada empresa de escribir sobre la inteligencia humana y sus éxitos en uno de sus contextos más lúgubres requiere de humor y poesía, talentos para los que no está hecha la política del trazo grueso. Hasta la publicación de Las historias naturales, Perucho había descollado como buen poeta, faceta que seguirá demostrando en sus sus frases y fragmentos. Las historias naturales contiene ironía en la exposición y belleza en la contemplación. En cada página subyace un sentido de la maravilla que edifica parajes, y pasajes, oníricos, como tamizados por una niebla irreal, casi de espejismo. De esta manera ofrece estampas ingrávidas, como de duermevela, de cuanto transcurre y discurre. Por ejemplo: «La atmósfera era milagrosa, tersa como la seda, y los contornos de las cosas se recortaban con una precisión extraordinaria«. O también: «El tiempo se depositaba lentamente en capas tenuísimas, superponiéndose silenciosamente, agrisando los colores y los atardeceres de invierno. Recorría las estancias desiertas y sedimentaba las cenizas del recuerdo en cada superficie, en los mil y un pliegues de muebles y damascos«. E incluso: «Comenzó a distinguirse el contorno de las cosas, que salían lentamente, indecisas, como de una guarida subterránea«. El lector flota en lugares así descritos. Es un poco como esos espíritus que acompañan a Ebeneezer Scrooge en su redención: contempla abrumado, quizás azorado, y se deja llevar.
Perucho da vida aquí a Antonio de Montpalau y de la Truanderie, el Van Helsing más despreocupado y erudito (sin empalagos) de la Literatura. Es sabido ya que el autor se basó en Jules Verne y La vuelta al mundo en 80 días, y, por supuesto, en Drácula, para construir esta novela, llena de vaivenes y de descubrimientos, de altos en el camino para razonar, investigar y explorar; asimismo, es de suponer que Perucho debió de tener en cuenta el extraordinario viaje por las Américas de Von Humboldt y Bonpland, pues algo hay del arrojo de ambos y de su inquisitiva pasión por avanzar, en sentido literal y figurado, en Montpalau, su primo Isidro de Novau y el cochero Amadeo, los tres cazadores del vampiro (o, como lo llama Perucho, del dip, sinónimo, igualmente, de un alma errante y desdichada, condenada a una inmortalidad perversa).
Pero la captura de Onofre de Dip responde más bien a una búsqueda mayor, más íntima y a la vez universalista: Montpalau quiere, durante su periplo, hallar pruebas de la existencia de la avutarda geminis, una -perdón por el chiste- rara avis de propiedades terapéuticas insólitas a la que la suprestición ha convertido en una panacea última y universal. Una quimera que el propio Montpalau define como fantasía. Como naturalista, y hombre de ciencia, tiene el deber de buscarla, y a ser posible, refutarla: «Naturalmente […], no creo en estas historias, y me propongo desde ahora, demostrar científicamente la falsedad de todo aquello que sea simplemente fantástico«. Nada será tan sencillo, o al menos tan evidente, pues en Las historias naturales lo real y lo fantástico, lo vivido y lo soñado, se entremezclan como vasos comunicantes. La superstición no hace a la ciencia, pero la estimula. Lo fantástico es aquello que no se comprende pero que no es necesariamente imposible. De hecho, como comprobarán los cuatro viajeros (los tres protagonistas y el lector que los sigue) nada puede darse por descontado.
Lo más notable de esta cacería, en la que un vampiro adopta la escarapela carlista por identificación y propia supervivencia mientras juega su particular (y versallesca) partida en la guerra de los mortales, reside en su riesgo. No para la integridad física sino para las presunciones y prejuicios. Montpalau y su cuadrilla no se van a conformar sólo con exterminar la amenaza vampírica; van a hacer algo más peligroso: intentar comprender a Onofre de Dip, el maldito. En este fin pondrán en liza hipótesis, tesis, elaborarán conclusiones y las someterán al escrutinio de la razón, propia y ajena. En territorio liberal, pero también carlista: Montpalau salvará de la consunción al mismísimo general Ramón Cabrera. Perucho hará que entre el jefe de los carlistas y el jefe de los científicos liberales, entre los representantes de dos mundos en colisión, se establezca un vínculo que no sonará a descabellado. Porque para saber y entender hay que experimentar, ponerse del lado de las convicciones personales y, si es necesario, replanteárselas. Por lo menos, en lo que respecta al trato con los demás.
Aquí reside el peligro que entraña Las historias naturales. Al leerlo, el lector puede llegar a pensar, a sentir curiosidad por ciencias, artes o personas sobre las que no esperaba siquiera coincidir. Muy mal asunto si lo que se pretende es vivir empeñado en el griterío, la víscera y la sinrazón. Y es entonces cuando la actualidad se da por aludida (la inevitable «cuestión catalana»): cuando de todas partes llegan cantos de sirena al acuerdo (para desatascarla), de nada sirve proclamar buenas intenciones (electoralistas) si se obvia lo fundamental: no puede haber acuerdo sin entendimiento ni conocimiento. Pero claro, para alcanzarlo se requiere de algo más que proclamas vagas y difusas. Se precisa voluntad, pero no sólo: sobre todo inteligencia y apertura de miras, dotes que expresan una cierta ciencia. Desgraciadamente, nada de ese método se aprecia entre quienes parecen enconados en sus planteamientos frentistas. Bien mirado, quizás a esta gente se les indigesten Las historias naturales. Aunque sólo sea porque los desmiente.