La llamada de Tesalia, ilustración de Andrea Beré para Fabulantes

Reproducimos un fragmento del libro Smarra o los demonios de la noche (Valdemar, 2017) del escritor, filósofo, entomólogo y bibliotecario francés Charles Nodier (Besançon, 1780- París, 1844). En El relato resuenan los lamentos de los condenados, gráficamente representados  por un autor cuya obra ha sido siempre muy propensa hacia lo sobrenatural.

O rebus meis

Non infideles arbitrae

Nox, et Diana, quae silentium regis,

Arcana cum fiunt sacra;

Nunc, nunc, adeste

¿Por qué conjuro vienen esos espíritus irritados a asustarme con sus gritos y sus caras de duendes? ¿Quién hace rodar ante mí esos rayos de fuego? ¿Quién hace que pierda mi camino en el bosque? Monos espantosos rechinan y muerden, o bien erizos que cruzan los senderos para encontrarse bajo mis pasos y herirme con sus púas.

Shakespeare

Acababa de terminar mis estudios en la escuela de los filósofos de Atenas y, sintiendo curiosidad por las bellezas de Grecia, visité por primera vez la poética Tesalia. Mis esclavos me esperaban en Larisa en un palacio dispuesto para acogerme. Había querido recorrer solo, y en las horas imponentes de la noche, este bosque famoso por los prestigios de los magos, que extiende largas cortinas de verdes árboles sobre las orillas del Peneo. Las sombras espesas que se acumulaban sobre el dosel inmenso de los bosques apenas dejaban escapar a través de algunas ramas más escasas, en un claro abierto sin duda por el hacha del leñador, el tembloroso rayo de una estrella pálida y rodeada por la niebla. Mis párpados entorpecidos se cerraban, a mi pesar, sobre los ojos cansados de buscar la huella blanquecina del sendero que se difuminaba en el monte bajo, y sólo resistía al sueño siguiendo con una atención penosa el ruido de las pezuñas de mi caballo que o bien hacían gritar la arena, o bien gemir la hierba seca cayendo simétricamente sobre el camino. Si se detenía alguna vez, me despertaba por su parada, le llamaba con voz fuerte y apresuraba su marcha, que se había vuelto demasiado lenta a merced de mi cansancio y mi impaciencia. Sorprendido por no sé qué obstáculo desconocido, se lanzaba dando saltos y soltando por sus ventanas nasales relinchos de fuego, se encabritaba por el terror y retrocedía más espantado aún por las chispas que los cantos rotos hacían saltar bajo sus pasos…

–¡Flegon! ¡Flegon! –le dije golpeando con la cabeza abatida su cuello que se erguía de espanto–. ¡Oh, mi querido Flegon! ¿No es hora ya de llegar a Larisa donde nos esperan los placeres y sobre todo el sueño tan dulce? Un instante más de valor y dormirás en un lecho de flores selectas; ¡pues la paja dorada que se recoge para los bueyes de Ceres no es bastante fresca para ti!…

–No ves, no ves –dijo estremeciéndose– que las antorchas que agitan ante nosotros devoran el brezo y mezclan vapores mortales con el aire que respiro… ¿Cómo quieres que atraviese sus círculos mágicos y sus danzas amenazadoras, que harían retroceder hasta a los caballos del sol?

Y sin embargo el paso cadencioso de mi caballo continuaba siempre resonando a mi oído y el sueño más profundo suspendía más tiempo mis inquietudes. Solamente, ocurría de un instante a otro, que un grupo iluminado por extrañas llamas pasaba riendo sobre mi cabeza… que un espíritu deforme, con la apariencia de un mendigo o un herido, se agarraba a mi pie y se dejaba arrastrar detrás de mí con una horrible alegría, o un viejo repugnante, que unía la fealdad vergonzosa del crimen con la de la caducidad, se lanzaba a la grupa detrás de mí y me sujetaba con sus brazos descarnados como los de la muerte.

Portada de Smarra o los demonios de la noche,

de Valdemar

Iustración Kevin Mark (Corsario, ¡quiero mis galletas de vuelta!)

–¡Vamos! ¡Flegon! –exclamé–. ¡Vamos, el más bello de los corceles que ha alimentado el monte Ida, espanta los perniciosos terrores que encadenan tu valor! Esos demonios no son más que vanas apariencias. Mi espada, que gira en círculo alrededor de tu cabeza, divide sus formas engañosas, que se disipan como una nube. Cuando los vapores de la mañana flotan por debajo de las cimas de nuestras montañas y, golpeadas por el sol naciente, las envuelven con un cinturón medio transparente, la cima, separada de la base, parece suspendida en los cielos por una mano invisible. Así es, Flegon, como las brujas de Tesalia se dividen bajo el filo de mi espada. ¿No oyes a lo lejos los gritos de placer que se elevan de los muros de Larisa? Ahí están las torres soberbias de la ciudad de Tesalia, tan cara a la voluptuosidad, ¡y esta música que vuela en el aire es el canto de las jóvenes!

¿Quién me devolverá de vosotros, sueños seductores que acunáis el alma ebria en los recuerdos inefables del placer, quién me devolverá el canto de las jóvenes de Tesalia y las noches voluptuosas de Larisa? Entre columnas de mármol medio transparente, bajo doce cúpulas brillantes que reflejan en el oro y el cristal el fuego de cien mil antorchas, las jóvenes de Tesalia, envueltas en el vapor coloreado que se desprende de todos los perfumes, no ofrecen a los ojos más que una forma indecisa y encantadora que parece a punto de desvanecerse. La nube maravillosa oscila alrededor de ellas o pasea sobre su grupo encantador todos los juegos inconstantes de su luz, los colores frescos de la rosa, los reflejos animados de la aurora, el tintineo deslumbrante de los rayos del ópalo caprichoso. A veces son lluvias de perlas que ruedan sobres sus túnicas ligeras, a veces son penachos de fuego que brotan de todos los nudos del lazo de oro que recoge su cabello. No os asustéis de verlas más pálidas que las otras muchachas de Grecia. Apenas pertenecen a la tierra y parece que se despiertan de una vida pasada. También están tristes, bien porque vienen de un mundo donde han dejado el amor de un Espíritu o de un Dios, bien porque hay en el corazón de una mujer que comienza a amar una inmensa necesidad de sufrimiento.

Ilustración de
Romana Grünfelder
(Bosque Durmiente)

Ilustración de Kirill Khrol (Tormenta)

Sin embargo, escuchad. Esos son los cantos de las jóvenes de Tesalia, la música que se eleva, que se eleva en el aire, que conmueve, pasando como una nube armoniosa, las vidrieras solitarias de las ruinas queridas por los poetas. ¡Escuchad! Abrazan sus liras de marfil, interrogan las cuerdas sonoras que responden una vez, vibran un momento, se paran y, una vez inmóviles, siguen prolongando no sé qué armonía sin fin que el alma oye con todos los sentidos: armonía pura como el dulce pensamiento de un alma feliz, como el primer beso del amor antes de que el amor se haya comprendido a sí mismo; como la mirada de una madre que acaricia la cuna del hijo cuya muerte ha soñado, y que acaban de traerle, tranquilo y hermoso en su sueño. Así se desvanece, abandonado en los aires, perdido en los ecos, suspendido en medio del silencio del lago, o muriendo con la ola al pie de la roca insensible, el último suspiro del sistro de una joven que llora porque su amante no ha venido. Se miran, se inclinan, se consuelan, cruzan sus elegantes brazos, confunden sus melenas flotantes, bailan para dar celos a las ninfas y hacen brotar bajo sus pasos un polvo ardiente que vuela, que palidece, que se apaga, que cae en cenizas de plata; y la armonía de sus cantos fluye siempre como un río de miel, como el arroyo amable que embellece con sus murmullos tan dulces las riberas amadas por el sol y rico en recodos secretos, bahías frescas y umbrías, en mariposas y flores. Cantan…

Ilustración de L-E-N-T-E-S-C-U-R-A (Terra di Paralisi)

Una sola quizá… alta, inmóvil, de pie, pensativa… ¡Dioses! Qué sombría y afligida está detrás de sus compañeras ¿Y qué quiere de mí? ¡Ah! ¿No persigue mi pensamiento, apariencia imperfecta de la bienamada que ya no lo es, no turba el dulce encanto de mis veladas con el reproche espantoso de tu vista? Déjame, pues te he llorado siete años, déjame olvidar los llantos que aún queman mis mejillas en las inocentes delicias de la danza de las sílfides y de la música de las hadas. Ves que ellas vienen, ves sus grupos unirse, formar festones móviles, inconstantes que se pelean, que se suceden, que se acercan, que huyen, que suben como una ola traída por el flujo y descienden como ella, agitando sobre las ondas fugitivas todos los colores cuya banda abraza el cielo y el mar al final de las tempestades, cuando llega a romper expirando el último punto de su círculo inmenso contra la proa de la nave.

¿Y qué me importan a mí los accidentes del mar y las curiosas inquietudes del viajero, a mí a quien un favor divino, que fue quizá en una antigua vida uno de los privilegios del hombre, libera cuando lo quiero (beneficio delicioso del sueño) de todos los peligros que os amenazan? Apenas mis ojos se han cerrado, apenas cesa la melodía que extasía mi conciencia, si el creador de los prestigios de la noche cava ante mí algún abismo profundo, sima desconocida donde expiran todas las formas, todos los sonidos y todas las luces de la tierra; si tiende sobre un torrente hirviente y ávido de muertos un puente rápido, estrecho, resbaladizo, que no promete ninguna salida; si me lanza al extremo de una plancha elástica, que tiembla, que domina precipicios que el propio ojo teme sondear… apacible, golpeo el suelo obediente con un pie acostumbrado a darle órdenes.

Cede, responde, me voy, y contento de abandonar a los hombres, veo huir, bajo mi fácil vuelo, los ríos azules de los continentes, los sombríos desiertos del mar, el tejado variado de los bosques que abigarran el verde naciente de la primavera, el púrpura y el oro del otoño, el bronce mate y el violeta apagado de las hojas encogidas del invierno. Si algún pájaro aturdido hace murmurar sus alas jadeantes, me lanzo, subo más todavía, aspiro a mundos nuevos. El río ya no es más que un hilo que se borra en un verdor sombrío, las montañas más que un punto vago cuya cima se desvanece en su base, el océano más que una mancha oscura en no sé qué masa perdida en medio de los aires, donde gira más rápido que la taba de seis caras que hacen rodar sobre su eje puntiagudo los niños de Atenas a lo largo de las galerías de anchas losas que rodean el Cerámico.

Ilustración de
L-E-N-T-E-S-C-U-R-A
(Terra di Paralisi)

Ilustración de Kirill Khrol (Tormenta)

¿Habéis visto alguna vez a lo largo de los muros del Cerámico, cuando los rayos del sol que regenera el mundo los golpean en los primeros días del año, una larga cola de hombres macilentos, inmóviles, con las mejillas hundidas por la miseria, las miradas apagadas y estúpidas: unos en cuclillas como estúpidos; otros de pie, pero apoyados contra los pilares y medio encorvados bajo el peso de su cuerpo extenuado? ¿Les habéis visto, con la boca entreabierta para aspirar una vez más los primeros efectos del aire vivificante, recoger con una apagada voluptuosidad las dulces impresiones del tibio calor de la primavera? El mismo espectáculo os habría impresionado en las murallas de Larisa, pues hay desgraciados en todas partes: pero aquí la desgracia lleva la impronta de la fatalidad particular que es más degradante que la miseria, más desgarradora que el hambre, más abrumadora que la desesperación.

Esos infortunados avanzan lentamente en fila unos detrás de otros y marcan entre todos sus pasos largas estaciones, como figuras fantásticas dispuestas por un mecánico hábil sobre una rueda que indica las divisiones del tiempo. Doce horas pasan mientras el cortejo silencioso sigue el contorno de la plaza circular, aunque su extensión sea tan limitada que un amante puede leer de un extremo al otro, sobre la mano más o menos desplegada de su querida, el número de horas de la noche que deben llevar a la hora tan deseada del encuentro. Esos espectros vivientes no han conservado casi nada de humano. Su piel parece un pergamino blanco tendido sobre osamentas. La órbita de sus ojos no está animada por un solo destello del alma. Sus labios pálidos tiemblan de inquietud y terror, más repugnante aún, dibujan una sonrisa desdeñosa y arisca, como el último pensamiento de un condenado impávido que sufre su suplicio. La mayor parte se agita con convulsiones débiles, pero continuas, y tiemblan como la rama de hierro de ese instrumento sonoro que los niños hacen crujir entre los dientes. Los que más despiertan compasión, vencidos por el destino que les persigue, son los condenados a asustar para siempre a los transeúntes con la repulsiva deformidad de sus miembros atados y sus actitudes inflexibles. Sin embargo, este período normal de su vida que separa dos sueños es para ellos el de la suspensión de los dolores que más temen.

Víctimas de la venganza de las brujas de Tesalia, vuelven a caer presa de los tormentos que ninguna lengua puede expresar, desde que el sol, prostrado bajo el horizonte occidental ha dejado de protegerles de las temibles soberanas de las tinieblas. Por esto siguen su curso muy rápido, con el ojo siempre fijo sobre el espacio que abarca, en la esperanza siempre frustrada de que olvidará por una vez su lecho celeste y que terminará quedando suspendido en las nubes doradas del crepúsculo. Apenas llega la noche para desengañarles, desplegando sus alas de crespón sobre las cuales ni siquiera queda uno de los lívidos resplandores que acababan de morir en la cima de los árboles; apenas el último reflejo que todavía brillaba sobre el metal pulido de la techumbre de un edificio elevado acaba de desvanecerse, como una brasa aún ardiente en una hoguera apagada, que blanquea poco a poco bajo la ceniza, y enseguida ya no se distingue en el fondo del hogar abandonado, un murmullo formidable se eleva entre ellos, sus dientes chirrían de desesperación y rabia, se apresuran y se evitan por miedo a encontrar por todas partes brujas y fantasmas. ¡Es de noche…! ¡Y el infierno se va a abrir de nuevo!

Ilustración de L-E-N-T-E-S-C-U-R-A (Quindi Giorno è La Notte)